John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Empezó a caminar. Al detenerse y mirar en torno a él, su perspectiva no había variado. Se arrodilló y tocó el rojo y polvoriento suelo con los dedos. Necesitaba una segunda referencia en el paisaje, alguna característica que le confirmara su propia existencia. Pateó y escarbó hasta conseguir un montoncito de tierra de unos veinte centímetros de alto.

Igual que un niño pequeño que habiendo tirado un vaso contemplara el mundo cambiado de repente, dio unas cuantas vueltas alrededor del montículo para asegurarse de que seguía allí. Empezó a caminar de nuevo y contó el número de pasos. Cincuenta… Ochenta… Cien. Cuando se volvió para mirar, el montículo había desaparecido.

Gabriel experimentó una punzada de pánico que le atravesó el corazón. Se sentó, cerró los ojos y descansó. Al cabo de un momento, se puso a caminar nuevamente. Mientras buscaba el punto de salida empezó a sentirse desesperanzado y perdido. Durante un rato se dedicó a levantar puñados de tierra con la punta de las botas. El polvo saltaba en el aire y caía para ser rápidamente absorbido por aquella nueva realidad.

Miró por encima del hombro y vio una mancha oscura a su espalda. Era su sombra que lo seguía en aquel viaje sin destino. No obstante, la imagen tenía una claridad y profundidad poco usuales, como si alguien la hubiera excavado en el terreno. ¿Y si fuera ésa la salida? ¿Había estado todo el rato allí? Cerró los ojos, se dejó caer hacia ella y cruzó a través del paso.

«Respira -se dijo-. Vuelve a respirar.»

Se hallaba arrodillado en una sucia calle que atravesaba una población. Se puso en pie con cuidado, esperando que el suelo se desmoronara bajo sus pies y volviera a lanzarlo por el aire, al agua o en pleno desierto. Golpeó el suelo con los pies, como quien sufre una pataleta, pero aquella nueva realidad se mantuvo y se resistió a desvanecerse.

El lugar le recordaba uno de aquellos pueblos de las películas del Oeste, la clase de lugar donde uno esperaría encontrar vaqueros, alguaciles y chicas en los salones de baile. Los edificios tenían una o dos plantas y eran de madera. A ambos lados de la calle, las casas disponían de unas tarimas a modo de acera para que los paseantes no se mancharan de barro y que éste no salpicara los portales. Sin embargo, no se veía rastro de agua, lluvia o barro. Los pocos árboles que había estaban secos; y sus hojas, agostadas.

Gabriel desenvainó la espada de jade y la empuñó con fuerza mientras subía al entarimado. Probó un picaporte -abierto- y entró en una barbería donde había tres asientos. De las paredes colgaban varios espejos, y Gabriel se contempló el rostro y la espada que empuñaba. Parecía asustado, como quien espera ser atacado en cualquier momento.

«Sal de aquí. Deprisa», pensó y volvió a la acera, bajo el limpio cielo y los árboles resecos.

Todas las puertas estaban abiertas, de modo que empezó a registrar cada edificio. Sus botas resonaban en el hueco entarimado de la acera. Descubrió una tienda de telas llena de rollos de tejido que tenía una vivienda en el piso superior. Allí había un fregadero con una bomba de agua manual y una estufa de hierro colado. Vio dispuestos cubiertos y platos para tres, pero la alacena y la fresquera estaban vacías. En otro edificio halló el taller de un tonelero, con sus barricas de madera en distintas fases de acabado.

El pueblo tenía únicamente dos calles que se cruzaban en una plaza donde había unos bancos de madera y un obelisco de piedra. El monumento no tenía inscripciones, sólo una serie de símbolos geométricos que incluían un círculo, un triángulo y un pentagrama. Gabriel siguió por la calle hasta que el pueblo desapareció y llegó a una barrera formada por un bosque de árboles muertos y zarzales. Estuvo un rato buscando una salida, pero al final desistió y regresó a la plaza.

– ¡Hola! -gritó-. ¿Hay alguien aquí?

Nadie le respondió. Empuñando la espada se sentía como un cobarde, así que la envainó.

Uno de los edificios cercanos a la plaza tenía un tejado abovedado, y su puerta principal estaba hecha de una madera muy oscura y montada con grandes goznes de hierro. Gabriel cruzó el portal y se encontró en una iglesia con hileras de bancos y cristaleras que mostraban complejos diseños geométricos. Un altar de madera dominaba el lugar.

Los ausentes habitantes del lugar lo habían adornado con rosas que se veían secas y marchitas y apenas mostraban rastro de su color original. Una vela negra ardía en el centro de la ofrenda. La llama oscilaba hacia delante y hacia atrás. Aparte del propio Gabriel, era lo único que se movía en todo el pueblo.

Dio un paso hacia el altar y respiró profundamente, como si suspirara. La negra vela cayó de su soporte de latón y su llama tocó los secos pétalos y hojas. Una rosa ardió, y una llama anaranjada corrió por el tallo hasta la siguiente flor. Gabriel buscó por la estancia una botella con agua o un cubo con arena, cualquier cosa capaz de apagar el fuego. Nada. Cuando se volvió, el altar ardía. El fuego lamía los postes y los bordes tallados en forma de volutas.

Gabriel salió corriendo de allí y se quedó en mitad de la calle. Tenía la boca abierta pero permaneció en silencio. ¿Dónde podía esconderse? ¿Había algún refugio? Intentando controlar el miedo, corrió por la calle que conducía más allá de la barbería y la tienda de telas. Cuando llegó al final del pueblo, se detuvo y miró los árboles. Todos se estaban quemando, y el humo se alzaba hacia el cielo como un muro gris.

Una partícula de ceniza le acarició la mejilla y Gabriel la apartó. Comprendió que no había escapatoria, pero volvió corriendo a la iglesia. El humo salía por resquicios alrededor de la pesada puerta. Los ventanales brillaban por dentro. Mientras observaba, surgió una grieta en la cristalera principal que se fue haciendo cada vez más grande, igual que un tajo en la piel de alguien. El aire se expandió dentro del edificio, y la ventana explotó rociando la calle de cristales rotos. Un humo negro y unas lenguas de fuego surgieron por la abertura y lamieron los lados de la blanca cúpula.

Gabriel corrió por la calle hasta el otro extremo del pueblo y vio que un pino estallaba en una bola de fuego.

«Da la vuelta -pensó-. Huye.»

En ese momento, todos los edificios ardían. El intenso calor provocó una ventolera que hizo girar las cenizas como hojas de otoño en una tormenta.

En algún lugar entre tanta destrucción tenía que haber una salida, un oscuro paso que lo condujera de vuelta al mundo humano. Sin embargo, el fuego anulaba las sombras y el humo convertía el día en noche.

«Hace demasiado calor -se dijo-. No puedo respirar.»

Volvió a la plaza y se arrodilló al lado del obelisco de piedra. Los bancos del parque y las secas plantas ardían. Todo estaba en llamas. Gabriel se cubrió la cabeza con las manos y se acurrucó haciéndose un ovillo. El fuego lo rodeó y le atravesó la piel.

Cuando pasó, Gabriel abrió los ojos y vio que estaba rodeado por los abrasados restos del pueblo y el bosque. Grandes troncos seguían ardiendo, y volutas de humo se alzaban hacia un plomizo cielo.

Gabriel se alejó de la plaza y caminó lentamente por la calle. La iglesia, la tonelería y la tienda de telas con la vivienda encima habían quedado destruidas. Un momento después llegó al final del pueblo y a lo que quedaba del bosque. Algunos árboles habían caído al suelo, pero muchos permanecían en pie, como negras figuras de retorcidos brazos.

Volvió sobre sus pasos por la calle cubierta de cenizas y vio que en medio de la devastación se levantaba el poste de una marquesina. Gabriel lo acarició, pasando la mano por su lisa superficie. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había aguantado? Se quedó allí, intentando comprender su significado y entonces vio una blanca pared de yeso a unos tres metros de distancia. La pared no había estado allí unos segundos antes, o quizá él se encontraba demasiado aturdido. Siguió caminando y vio un sillón de barbero en medio de las cenizas. El objeto era completamente real. Podía tocarlo, acariciar el cuero verde y los reposabrazos de madera.

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