Comprendió entonces que la ciudad iba a reaparecer exactamente en la misma forma que tenía antes, que el proceso se repetía eternamente. Aquélla era la maldición de la barrera de fuego. Si no podía encontrar el camino se vería atrapado para siempre en aquel ciclo de renacimiento y destrucción.
En lugar de buscar una sombra, volvió a la plaza y se apoyó en el obelisco. Mientras observaba a su alrededor, apareció una puerta y parte del entarimado de la acera. El pueblo estaba resurgiendo de nuevo, creciendo como una criatura con vida propia. El humo se desvaneció, y el cielo volvió a ser azul. Todo surgía como nuevo y al mismo tiempo era lo mismo mientras las cenizas se derretían a la luz del sol igual que copos de nieve.
Al fin, el proceso se completó. Un pueblo de casas vacías y árboles muertos volvía a rodearlo. Sólo en ese momento su mente empezó a recobrar parte de su claridad. Había que olvidarse de los recovecos de la filosofía. Solamente existían dos estados: equilibrio y movimiento. La Tabula rendía obediencia a la idea del control social y político, a la ilusión de que todo permaneciera igual; pero aquello era el frío del espacio, no la energía de la Luz.
Gabriel abandonó su refugio y empezó a buscar una sombra. Igual que un detective tras una pista, entró en todos los edificios y abrió cajones y alacenas. Miró bajo las camas e intentó contemplar los objetos desde distintos ángulos. Quizá fuera capaz de localizar el paso desde la posición adecuada.
Cuando volvió a la calle, el aire parecía un poco más cálido. El pueblo estaba completo y como nuevo, pero inmerso en su tarea de acumular energía para la siguiente explosión de fuego. Gabriel se enfureció ante lo inevitable del ciclo. ¿Por qué no podía evitar que ocurriera? Empezó a silbar un villancico, disfrutando de la melodía en el silencio. Regresó a la iglesia, abrió la puerta de golpe y se encaminó hacia el altar de madera.
La vela negra había reaparecido como si nada hubiera ocurrido y brillaba en su soporte de latón. Gabriel se lamió la punta del índice y el pulgar e intentó apagarla. Nada más tocarla, la llama saltó del pabilo y empezó a danzar sobre su cabeza como una mariposa amarilla. Luego se posó en el tallo de una rosa y el seco apéndice empezó a arder. Gabriel intentó ahogar el fuego con la mano, pero una serie de chispas saltó y prendió en el resto del altar.
En lugar de huir del fuego, esta vez Gabriel se sentó en uno de los bancos centrales y observó cómo se extendía la destrucción por la iglesia. ¿Y si moría allí? ¿Reaparecería su cuerpo después de haber sido destruido igual que el altar o la silla del barbero? Empezó a notar un intenso calor, pero intentó negar la nueva realidad. Quizá no fuera más que un sueño, otra invención de su mente.
El humo había ascendido hasta el techo y empezaba a descender, atraído por la puerta medio abierta. Al levantarse Gabriel para marcharse, el altar se convirtió en una columna de llamas. Le entró humo en los pulmones. Empezó a toser, entonces miró a la izquierda y vio que una sombra aparecía en uno de los ventanales. Era negra y profunda y flotaba adelante y atrás igual que un oscilante fragmento de noche. Gabriel cogió un banco y lo empujó hasta la pared. Se subió encima y se encaramó hasta la estrecha cornisa de debajo del ventanal.
Desenvainó la espada y dio un tajo a la sombra. Su mano derecha desapareció en la negrura.
«Salta -pensó-. Sálvate.»
Empezó a caer por el oscuro paso, empujado hacia delante en el espacio. Fue únicamente en el último instante que vio a Michael de pie en la entrada de la iglesia.
Maya fue a Las Vegas con la moto de Gabriel oculta en la parte trasera de la furgoneta. Vio docenas de carteles que anunciaban diferentes casinos hasta que al fin divisó un grupo de rascacielos surgiendo del horizonte. Tras pasar ante varios moteles en las afueras de la ciudad, decidió alojarse en el Frontier Lodge, un complejo de diez habitaciones construidas para parecer cabañas de troncos. Los grifos de la ducha estaban manchados de cardenillo y el colchón estaba hundido. A pesar de todo, Maya escondió la espada debajo de él y durmió durante doce horas seguidas.
Sabía que los casinos disponían de cámaras de vigilancia y que alguna de ellas estaría conectada a los ordenadores de la Tabula. Nada más despertarse sacó una jeringuilla y se inyectó el producto deformante en los labios y bajo los ojos. La droga le dio un aspecto gordo y abotargado, como el de una mujer que tuviera problemas con la bebida.
Condujo hasta un centro comercial y compró ropa llamativa y barata: un pantalón pirata, una camiseta rosa y sandalias; luego, entró en una tienda donde una mujer vestida de vaquera vendía maquillaje y pelucas sintéticas. Maya le indicó una rubia que había en una cabeza de maniquí tras el mostrador.
– Ése es el modelo Rubia Champán, cariño. ¿Quieres llevártelo puesto o te lo envuelvo?
– Me lo llevo puesto.
La dependienta asintió.
– A los hombres les encanta este color. Se chiflan con las rubias.
Ya estaba lista. Condujo hasta el centro, dejó la furgoneta en el aparcamiento trasero del París Las Vegas y entró en el vestíbulo por los accesos de aquella parte. El hotel era un centro de diversión que pretendía ofrecer una versión de la Ciudad de las Luces. Tenía una torre Eiffel en pequeño y una serie de edificios cuyas pinturas de fachada imitaban al Louvre y a la Ópera de París. Contaba con bares y restaurantes y una enorme sala de juego donde los clientes jugaban al blackjack o a las máquinas tragaperras.
Maya se paseó por los alrededores hasta otro hotel y vio gondoleros que paseaban en sus embarcaciones a turistas por canales que no llevaban a ninguna parte. Al margen de los colores, el hotel Venice se parecía en todo al París. Ninguna de las salas de juego tenía reloj o ventanas. Uno podía estar allí y en ninguna parte al mismo tiempo. Cuando Maya entró en los casinos, su fino sentido del equilibrio le reveló algo que la mayoría de turistas pasaba por alto: el suelo estaba ligeramente inclinado, de modo que la gravedad empujaba de un modo imperceptible a los clientes desde el vestíbulo hacia la zona de juego.
Para casi todo el mundo, Las Vegas era un destino donde uno podía beber en exceso, apostar y contemplar a mujeres exóticas quitándose la ropa. Sin embargo, ese emporio del placer era un espejismo en tres dimensiones. Las cámaras de vigilancia observaban las veinticuatro horas del día, los ordenadores seguían las apuestas de cada cliente y un regimiento de guardias de seguridad con sus banderitas norteamericanas cosidas en las mangas de sus uniformes se encargaban de que no ocurriera nada imprevisto. Ése era el objetivo de la Tabula: una apariencia de libertad y la realidad del control.
En un entorno tan vigilado, iba a resultar complicado burlar a las autoridades. Maya había pasado toda su vida evitando la Gran Máquina, pero en ese instante iba a tener que poner en alerta todos sus sentidos para escapar sin ser capturada. Estaba segura de que los programas de búsqueda de la Tabula husmeaban en la Gran Máquina a la caza de distintos tipos de información, incluido el uso de la tarjeta de crédito de Michael. Si la tarjeta había sido dada como perdida, quizá tuviera que enfrentarse entonces con guardias de seguridad que nada sabrían de la Tabula. Los Arlequines procuraban no hacer daño a los ciudadanos ni a los zánganos; pero, a veces, la supervivencia lo hacía necesario.
Después de comprobar el resto de hoteles del paseo, decidió que el hotel New-York, New-York era el que le brindaba más opciones de huida. Pasó casi toda la tarde en la tienda del Ejército de Salvación donde adquirió dos maletas usadas y ropa de hombre. Compró también un conjunto de aseo y lo completó con un bote de espuma de afeitar, un tubo medio gastado de dentífrico y un cepillo de dientes que había frotado en la pared de cemento de la cabaña. El detalle final era el más importante: mapas de carreteras con marcas de lápiz que indicaban un viaje de costa a costa con Boston, en Massachusetts como destino final.
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