John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Gabriel cogió la lámpara y salió trastabillando de la sala. Las luces estaban apagadas a lo largo de todo el túnel, de modo que tardó cinco minutos en localizar la escalera de emergencia que conducía a la superficie. Sus botas resonaron en los peldaños mientras subía hacia la compuerta de salida. Llegó al rellano, empujó con fuerza y comprendió que estaba encerrado.

– ¡Sophia! -gritó-. ¡Sophia! -pero nadie contestó.

Volvió al túnel principal y se quedó al lado de la hilera de apagadas bombillas. Había fracasado en su intento de convertirse en Viajero. Si Sophia había cerrado la compuerta, a Gabriel no le quedaba otro remedio que internarse en los silos de lanzamiento para poder hallar una manera de salir.

Corrió hacia el norte por el túnel principal y se adentró en un laberinto de corredores. Los silos habían sido diseñados para desviar las llamas de los motores de los cohetes al despegar, y se metió por conductos de ventilación que no conducían a ningún sitio. Al final, se detuvo y contempló la lámpara que sostenía en la mano. La llama titilaba cada pocos segundos, como si una brisa la acariciara. Lentamente, se movió en esa dirección hasta que notó una corriente de aire frío penetrando por el túnel. Deslizándose entre una puerta de hierro y su retorcido marco, se encontró sobre una plataforma que sobresalía de la pared del silo de lanzamiento central.

El silo era una enorme chimenea vertical de hormigón. Hacía años que el gobierno había desmantelado las armas que apuntaban contra la Unión Soviética. A pesar de todo, Gabriel pudo distinguir el oscuro perfil de una plataforma de misiles a unos cien metros por debajo de donde se encontraba. Una escalera de caracol descendía en espiral a lo largo de la pared desde la base hasta la abertura. Y sí, allí estaba: un rayo de luz se abría paso a través de una rendija de la tapa.

Algo le salpicó la mejilla. Una corriente subterránea se filtraba por las grietas del hormigón. Sosteniendo la lámpara en alto, Gabriel empezó a subir por la escalera, hacia la luz. Cada vez que daba un paso, la estructura se estremecía. Cincuenta años de corrosión habían oxidado los pernos que la sujetaban a la pared.

«Ve más despacio -se dijo-. Has de tener cuidado.»

Aun así, la escalera se agitaba como una criatura viviente. De repente, un tornillo se soltó del hormigón y cayó por el aire hacia las sombras del fondo. Gabriel se detuvo y escuchó el metálico rebote en la plataforma. Entonces, sonando como el tableteo de una ametralladora, una serie de tornillos se desprendió y la estructura empezó a separarse de la pared.

Gabriel soltó la lámpara y se aferró a la barandilla con ambas manos mientras el tramo superior de la escalera caía hacia él. El peso de la estructura que se desmoronaba arrancó más pernos, y Gabriel se vio cayendo contra el hormigón, unos ocho metros por debajo de la plataforma por donde había salido. Únicamente un soporte mantenía la estructura.

Presa del pánico, Gabriel se aferró a ella durante un rato. El silo abría sus fauces bajo él igual que el umbral de una infinita oscuridad. Lentamente, Gabriel empezó a trepar por lo que quedaba de escalera. Entonces un sonido rugiente resonó en sus oídos. Algo iba mal con el lado derecho de su cuerpo. Se sintió paralizado. Mientras intentaba sostenerse vio un brazo fantasmal compuesto por diminutos puntos de luz que surgió de su cuerpo mientras su brazo derecho colgaba inerte del costado. Se sostenía con una sola mano, pero todo lo que podía hacer era contemplar la luz.

– ¡Aguante! -gritó Sophia-. ¡Estoy justo encima de usted!

La voz de la Rastreadora hizo que el fantasmal brazo desapareciera. Gabriel no veía dónde se encontraba Sophia, pero una cuerda de nailon cayó y golpeó el muro de hormigón. Gabriel apenas tuvo tiempo de agarrarse a ella antes de que el último soporte cediera. La estructura metálica se derrumbó estrellándose contra el fondo del silo.

Gabriel se aupó hasta la plataforma y se quedó tendido un rato mientras recobraba el aliento. Sophia se hallaba ante él, lámpara en mano.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó.

– No.

– Estaba en la superficie cuando el generador saltó. Conseguí ponerlo en marcha de nuevo y bajé de inmediato.

– Usted me tenía encerrado.

– Es cierto. Sólo le faltaba un día.

Gabriel se puso en pie y se encaminó por el corredor. Sophia lo siguió.

– He visto lo que ha pasado, Gabriel.

– Sí, un poco más y me mato.

– No me refiero a eso. El brazo derecho se le quedó inerte unos segundos. No llegué a verla, pero sé que la Luz salió de su cuerpo.

– No sé si es de día o de noche ni si estoy despierto o soñando.

– Es usted un Viajero, igual que su padre. ¿Acaso no se da cuenta?

– Olvídelo. No me gusta nada de todo esto. Lo único que quiero es llevar una vida normal.

Sin decir una palabra más, Sophia dio un veloz paso hacia Gabriel. Tendió la mano, agarró la parte de atrás de su cinturón y tiró con fuerza. Gabriel tuvo la sensación de que algo se desgarraba, desprendiéndose en su interior. Entonces notó que la Luz se liberaba de su jaula y flotaba hacia arriba mientras su cuerpo se derrumbaba boca abajo en el suelo. Sintió pánico y deseó volver a lo que resultaba familiar.

Se miró las manos y vio que se le habían convertido en cientos de puntos luminosos que brillaban como estrellas. Sophia se arrodilló al lado del cuerpo exánime, y el Viajero ascendió hacia lo alto atravesando el techo de hormigón.

Las estrellas parecieron juntarse a medida que se iban concentrando hasta convertirse en un punto de energía. Era un océano contenido en una gota de agua, una montaña comprimida en un grano de arena. Entonces, la partícula que contenía su energía, su verdadera conciencia, entró en una especie de canal, de pasadizo que lo propulsó hacia delante.

Ese instante pudo haber durado un siglo o una fracción de segundo: había perdido toda noción del tiempo. Lo único que sabía era que se movía muy rápidamente, corriendo a través de la oscuridad, siguiendo la curvatura de un espacio cerrado. Entonces, el movimiento llegó a su fin y tuvo lugar la transformación. Un único aliento, más fundamental y duradero que los pulmones y el oxígeno, llenó su ser.

«Adelante. Encuentra el camino.»

44

Gabriel abrió los ojos y se encontró cayendo en un cielo azul. Miró hacia abajo y a ambos lados, pero no vio nada. Por debajo de él no había tierra, zona de aterrizaje ni destino alguno. Aquello era la barrera de aire. Comprendió entonces que siempre había sabido de su existencia: atado a su paracaídas, aquélla era la sensación que había intentado recrear en su mundo; pero en esos momentos se había liberado del salto desde el avión y del inevitable descenso hacia tierra. Arqueó la espalda y extendió los brazos, controlando sus movimientos a través del aire. «Busca el camino.» Eso le había dicho Sophia. Había un camino que conducía a los demás dominios a través de las cuatro barreras. Inclinándose hacia la derecha, empezó a caer en círculos igual que un halcón buscando su presa.

El tiempo pasó hasta que, en la distancia, vio como una delgada línea negra flotando en el espacio. Gabriel extendió los brazos, salió de la espiral y cayó velozmente hacia la izquierda en una pronunciada diagonal. La sombra aumentó hasta convertirse en un óvalo, y él se introdujo por su oscuro centro.

De nuevo percibió una compresión de la luz, un movimiento hacia delante y el aliento de vida. Al abrir los ojos se encontró de pie en medio de un desierto cuyo suelo se abría en grietas como bocas que buscaran aire. Se volvió y estudió el nuevo entorno. El cielo por encima de su cabeza era de un azul zafiro. Aunque el sol había desaparecido, todo el horizonte brillaba con su claridad. No había ni rocas ni vegetación, ni valles ni montañas. Se hallaba cautivo en la barrera de tierra. Era el único elemento vertical en un mundo de llanuras.

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