John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Se despertó a las dos de la madrugada, cuando la verja de la calle hizo un poco de ruido. Unos cuantos hombres saltaron por encima y entraron en el jardín. Pasaron unos segundos antes de que los mercenarios de la Tabula forzaran la puerta trasera y penetraran en la casa.

– ¡No está aquí! -gritó alguien.

– ¡Aquí tampoco! -dijo otro.

Platos y cacerolas se estrellaron en el suelo.

Transcurrieron diez o quince minutos. Hollis oyó que cerraban la puerta trasera. Luego, dos coches pusieron en marcha sus motores y se alejaron. Hollis se colgó el rifle del hombro y bajó del tejado. Cuando sus pies tocaron el suelo quitó el seguro del arma.

Agachado en el parterre escuchó la rítmica música de un coche que pasaba. Se disponía a saltar el muro hacia casa de Deshawn cuando se acordó del gato. Era probable que los de la Tabula hubieran asustado a Garvey mientras registraban la vivienda.

Abrió la puerta de atrás y se deslizó hasta la cocina. Por las ventanas apenas entraba luz, pero le bastó para comprobar que los mercenarios la habían dejado patas arriba. Las puertas de los armarios estaban abiertas y su contenido desparramado por el suelo. Pisó sin querer los restos de loza y el ruido le hizo dar un respingo. «Tranquilo», se dijo. Los malos se habían ido.

La cocina se encontraba en la parte de atrás de la casa. Un corto pasillo conducía al cuarto de baño, al dormitorio y a la estancia que había convertido en gimnasio. Al final del corredor, otra puerta daba al salón en forma de «L». La parte larga de la «L» era donde escuchaba música y veía la televisión, la más pequeña la había convertido en lo que llamaba su «sala de recuerdos», donde tenía colgadas las fotos de su familia, viejos trofeos de kárate y un libro de recortes sobre su trayectoria como luchador profesional en Brasil.

Hollis abrió la puerta que daba al pasillo y percibió un desagradable olor que le recordó la sucia jaula de algún animal.

¿Garvey? - llamó acordándose del gato-. ¿Dónde demonios estás?

Con cuidado se movió a lo largo del pasillo y descubrió una mancha en el suelo. Sangre y pedazos de pellejo. Aquellos hijos de puta de la Tabula habían encontrado a Garvey y lo habían destripado.

El olor se hizo más intenso cuando llegó a la puerta que daba a la sala. Permaneció allí un minuto, pensando en el gato. Entonces, oyó un sonido parecido a una estridente risotada que provenía del otro lado. Se preguntó si sería algún tipo de animal y si los de la Tabula habían dejado un perro de guardia.

Levantó el rifle, abrió la puerta de golpe y entró en el salón. La luz de la calle se filtraba a través de las sábanas que utilizaba a modo de cortinas, pero pudo ver que un animal de considerable tamaño descansaba sobre sus cuartos traseros en el rincón más alejado, cerca del sofá. Hollis dio un paso adelante y se sorprendió al comprobar que no se trataba de un perro, sino de una hiena. Era corpulenta, con orejas puntiagudas y una poderosa mandíbula. Cuando la bestia vio a Hollis, descubrió los colmillos y sonrió.

Una segunda hiena, con el pelaje a manchas, salió de entre las sombras del rincón de las fotos. Los dos animales intercambiaron una mirada, y el líder, el del sofá, dejó escapar un grave gruñido. Intentando mantener la distancia, Hollis se desplazó hacia la puerta principal, cerrada con llave. Entonces, oyó un agudo ladrido y vio que una tercera hiena se acercaba por el pasillo. Aquella tercera bestia había permanecido oculta esperando a que él entrara en la sala de estar.

Las tres hienas empezaron a moverse formando un triángulo con él en el centro. Hollis percibió su apestoso olor y oyó el roce de sus garras en el suelo de madera. Se le hacía difícil respirar. Un intenso miedo se apoderó de él. El líder de la manada rió y mostró los colmillos.

– ¡Vete al infierno! -gritó Hollis abriendo fuego con el rifle.

Primero disparó contra el líder. Luego se volvió ligeramente y soltó una ráfaga contra la hiena manchada del rincón de las fotos. La tercera fiera se abalanzó sobre él justo cuando Hollis se tiraba de lado. Notó un dolor lacerante en el brazo izquierdo al dar contra el suelo. Rodó a un lado y vio que la tercera hiena se daba la vuelta, lista para atacar. Apretó el gatillo y acertó al animal desde abajo. Las balas perforaron el pecho de la hiena y la arrojaron contra la pared.

Cuando se levantó, Hollis se tocó el brazo y notó sangre. La hiena debía de haberlo herido con sus garras al saltar. En ese momento, el animal yacía de costado emitiendo un ruido sibilante mientras la sangre le manaba de una herida del pecho. Hollis contempló a su atacante pero no se acercó. El animal le devolvió la mirada con ojos llenos de odio.

La mesa de centro había sido derribada. La rodeó y examinó al líder de la manada. El animal mostraba agujeros de bala en el pecho y las patas. Tenía los labios contraídos y parecía sonreír.

Hollis se apartó y pisó un charco de sangre que se extendía por el suelo. Las balas habían traspasado el cuello de la hiena moteada, arrancándole casi la cabeza. Hollis se agachó y vio que el pellejo cubierto de pelo negro y amarillo parecía como de cuero. Zarpas afiladas. Mandíbula y colmillos fuertes. Era una perfecta máquina de matar, muy distinta de los temerosos y más pequeños ejemplares que había visto en el zoológico. Aquella criatura era una aberración de la naturaleza, algo creado para que cazara sin miedo, obligado a atacar y matar. Maya le había advertido que los científicos de la Tabula habían conseguido manipular las leyes de la genética. ¿Qué palabra había usado? Segmentados.

Algo cambió en la sala. Se alejó del segmentado muerto y se dio cuenta de que ya no se escuchaba el ruido sibilante de la tercera hiena. Levantó el rifle de asalto y entonces vio que una sombra se movía a su izquierda. Giró rápidamente en el instante en que el líder se incorporaba sobre sus patas y se lanzaba contra él.

Hollis disparó frenéticamente. Una bala traspasó al animal lanzándolo de espaldas. Siguió disparando hasta que vació el cargador de treinta proyectiles. Luego, dando la vuelta al rifle, Hollis corrió hacia la fiera y la golpeó con furia histérica, aplastándole la cabeza y las mandíbulas hasta que la culata de madera se partió. Luego, se quedó entre las sombras aferrando la inutilizada arma.

Un roce. Zarpas en el suelo. A dos metros de distancia, la tercera hiena se estaba levantando. A pesar de que tenía el pecho empapado de sangre, se disponía a atacar. Hollis le arrojó el rifle y echó a correr por el pasillo al tiempo que intentaba cerrar la puerta; pero la hiena se lanzó contra ella y la abrió. Hollis se metió en el cuarto de baño, cerró la puerta y se apoyó contra el endeble contrachapado, sujetando el picaporte. Pensó en trepar y escapar por la ventana, pero se dio cuenta de que la puerta no aguantaría ni dos segundos.

El «segmentado» golpeó la puerta con fuerza y ésta se abrió unos centímetros, pero Hollis hizo palanca con todo su cuerpo y consiguió volver a cerrarla.

«Busca un arma -pensó-. Lo que sea.»

Los mercenarios de la Tabula habían tirado el contenido del armario por el suelo. Apoyando la espalda contra la puerta, se sentó y empezó a rebuscar frenéticamente entre los restos. El segmentado volvió a empujar y consiguió meter el morro por la abertura. Hollis vio los dientes de la bestia y oyó su frenética risa mientras intentaba mantener la puerta cerrada con todas sus fuerzas.

Vio un aerosol de laca tirado en el suelo y un mechero en el lavabo. Los cogió y corrió hacia atrás, en dirección a la ventana. La puerta se abrió de golpe. Durante una décima de segundo, Hollis miró a los ojos del animal y vio la intensidad de su deseo de matar. Fue como tocar un cable eléctrico y notar que una malévola descarga le recorría el cuerpo.

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