A los cuarenta años había decidido hacer un viaje todos los años hasta Narcisse Snake Dens, en Manitoba, para estudiar las cincuenta mil culebras anilladas que salían de las cuevas de piedra caliza durante su ciclo anual de apareamiento. Allí se hizo amiga de un sacerdote católico que vivía en la zona y que, años más tarde, le reveló que era un Rastreador.
– El padre Morrissey era un hombre sorprendente -dijo-. Al igual que muchos sacerdotes celebraba muchos bautizos, bodas y funerales, pero lo cierto es que aprendió algo de aquella experiencia. Era una persona muy receptiva, muy sabio. A veces tenía la impresión de que era capaz de leerme el pensamiento.
– ¿Y por qué la escogió a usted?
Sophia arrancó un trozo de pan.
– Mis dotes para el trato social no son nada del otro mundo. La verdad es que la gente no me gusta. Es estúpida y vanidosa. Pero me he entrenado para ser observadora. Puedo concentrarme en algo y olvidarme de los detalles molestos. Puede que el padre Morrissey hubiera podido encontrar alguien mejor, pero se le desarrolló un cáncer linfático y murió diecisiete semanas después de que se lo diagnosticaran. Yo me tomé un semestre libre, me senté a su lado en el hospital, y él me transmitió su sabiduría.
Cuando todos hubieron terminado de comer, Sophia se levantó y miró a Maya.
– Creo, jovencita, que es hora de que se vaya. Tengo un teléfono en la caravana que funciona casi siempre. Cuando hayamos acabado, llamaré a Martin.
Antonio recogió las bolsas vacías y regresó a la camioneta. Maya y Gabriel permanecieron uno al lado del otro durante un rato, pero ninguno de los dos dijo nada. Él se preguntaba qué podía decirle: «Cuídate». «Que tengas buen viaje.» «Nos veremos pronto.» Ninguna de las despedidas habituales parecía encajar con una Arlequín.
– Adiós -dijo Maya.
– Adiós.
Maya se alejó unos pasos, se detuvo y se volvió.
– Conserva la espada de jade contigo -le dijo-. No te olvides. Es un talismán.
A continuación, se marchó. Su cuerpo se fue haciendo cada vez más pequeño hasta que finalmente desapareció en la carretera.
– Usted le gusta.
Gabriel dio media vuelta y vio que Sophia los había estado observando.
– Nos respetamos mutuamente y…
– Si una mujer me dijera eso, pensaría que es sumamente tonta, pero usted no es más que el clásico hombre. -Sophia volvió a la mesa y empezó a recoger los platos sucios-. Usted le gusta, Gabriel, pero eso es algo totalmente prohibido para un Arlequín. Tienen un gran poder; sin embargo, el precio que pagan por él es ser seguramente las personas más solas en este mundo. No puede permitir que ningún tipo de emoción enturbie su juicio.
Mientras guardaban las provisiones y lavaban los platos en un barreño de plástico, Sophia preguntó a Gabriel sobre su familia. Su educación científica se hacía evidente a través de su sistemática manera de recabar información. «¿Cómo sabe eso?», repitió más de una vez. «¿Qué le hace pensar que eso es cierto?»
El sol se deslizó hacia el horizonte. A medida que el rocoso terreno empezó a enfriarse, el viento aumentó, haciendo que la tela del paracaídas se hinchara y flameara como una vela. Sophia pareció divertida cuando Gabriel le explicó sus fallidos intentos de convertirse en Viajero.
– Algunos Viajeros llegan a aprender por su cuenta -le dijo-, pero no en nuestro ajetreado mundo.
– ¿Por qué no?
– Nuestros sentidos están embotados por los ruidos y luces que nos rodean. En el pasado, un Viajero solía refugiarse en una cueva o buscar un santuario o una iglesia. Se necesita un entorno tranquilo. Como el de nuestro silo de misiles. -Sophia acabó de tapar las cajas de provisiones y miró a Gabriel-. Quiero que me prometa que permanecerá en el silo al menos ocho días.
– Eso parece mucho tiempo -repuso Gabriel-. Pensé que usted averiguaría enseguida si tengo o no el poder para cruzar.
– Se trata de su descubrimiento, joven. No del mío. Acepte las normas o vuelva a Los Ángeles.
– De acuerdo. Ocho días. No hay problema. -Gabriel fue hacia la mesa para recoger su mochila y la espada de jade-. Mire, doctora Briggs, esto es algo que deseo hacer. Para mí es importante. Quizá consiga establecer contacto con mi padre o mi hermano…
– Yo no pensaría mucho en eso. No es de gran ayuda. -Sophia apartó una serpiente real de la caja de herramientas y cogió una lámpara de queroseno-. ¿Sabe por qué me gustan las serpientes? Dios las creó para que fueran limpias, bellas y desprovistas de adornos. Estudiarlas me ha inspirado para deshacerme de todas las tonterías y las cosas innecesarias de mi vida.
Gabriel contempló a su alrededor la base de misiles y el desierto paisaje. Se sentía como si fuera a abandonarlo todo y a emprender un largo viaje.
– Haré lo que sea necesario.
– Bien. Vayamos abajo.
Un grueso cable eléctrico iba desde el generador eólico hasta el silo de los misiles. Sophia Briggs siguió el cable por la losa de cemento hasta una rampa que conducía a una zona protegida y dotada de un suelo de acero.
– Cuando guardaban los misiles, la entrada principal se hacía a través de un montacargas, pero el gobierno lo desmontó cuando vendió el terreno al condado. Las serpientes se cuelan de distintas maneras, pero nosotros tendremos que usar la escalera de emergencia.
Sophia dejó la lámpara en el suelo y prendió el queroseno con una cerilla de madera. Cuando la mecha ardió con una llama al rojo blanco, tiró con ambas manos de una compuerta del suelo revelando una escalera metálica que se hundía en la oscuridad. Gabriel sabía que las serpientes reales eran inofensivas para los humanos; aun así no le agradó ver un enorme ejemplar deslizándose peldaños abajo.
– ¿Adónde va?
– A cualquier sitio. Debe de haber entre tres y cuatro mil splendida en el silo. Es su zona de cría. -Sophia bajó un par de escalones y se detuvo-. ¿Le molestan las serpientes?
– No. Pero se me hace raro.
– Todas las nuevas experiencias se hacen raras. El resto de la vida consiste en dormir y en reuniones de comité. Sígame y cierre la puerta tras usted.
Gabriel vaciló unos segundos y a continuación cerró la compuerta. Se hallaba en los primeros peldaños de una escalera de hierro que descendía en espiral alrededor del túnel de un ascensor protegido por una tela metálica. Había dos serpientes reales delante de él y varias más dentro del túnel, moviéndose arriba y abajo por las viejas tuberías como si fueran los ramales de una autopista para serpientes. Los reptiles se deslizaban unos por encima de otros, olfateando el aire con sus lenguas. Siguió a Sophia hacia abajo.
– ¿Ha guiado usted a alguna persona que creyera ser un Viajero?
– En los últimos treinta años he tenido dos alumnos: una chica joven y un hombre mayor. Ninguno de los dos consiguió cruzar, pero puede que fuera mi culpa. -Sophia miró por encima del hombro-. Uno no puede enseñar a nadie a ser un Viajero. Es más un arte que una ciencia. Todo lo que un Rastreador puede hacer es intentar dar con la técnica adecuada para que la gente pueda descubrir su propio poder.
– ¿Y cómo hace eso?
– El padre Morrissey me ayudó a memorizar los Noventa y nueve caminos . Se trata de un libro escrito a mano con noventa y nueve técnicas y ejercicios desarrollados durante años por visionarios de distintas religiones. Para los que no están familiarizados, se trata sólo de magia y espiritismo, de un montón de bobadas explicadas por santos cristianos, judíos estudiosos de la cábala, monjes budistas y todo eso. Sin embargo, los Noventa y nueve caminos no es algo místico. Se trata de una lista de ideas prácticas con un único objetivo: liberar la Luz del cuerpo.
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