John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– ¿Mencionó alguna vez que tenía familia, esposa e hijos?

Rebecca apoyó la mano en el hombro de Gabriel.

– No. Nunca habló de eso.

– ¿Qué les dijo cuando se despidió?

– Nos abrazó a todos y se quedó un momento en el umbral. -La voz de Martin estaba llena de emoción-. Nos dijo que habría gente muy poderosa que intentaría asustarnos e inculcarnos odio, que intentarían controlar nuestras vidas y desorientarnos…

– Con deslumbrantes fantasías -terció Joan.

– Sí. Con deslumbrantes fantasías, pero que nunca debíamos olvidar que la Luz anidaba en nuestros corazones.

La fotografía -y la reacción de Gabriel ante ella- resolvió al menos un problema: Antonio se convenció de que ni él ni Maya eran espías de la Tabula. Mientras acababan sus copas, les contó que la comunidad protegía a un Rastreador y que dicha persona vivía en un lugar aislado a unos cuarenta kilómetros de distancia hacia el norte. Si todavía deseaban ir a verlo, él se ofrecía a acompañarlos a la mañana siguiente.

Maya permaneció en silencio mientras regresaban a la Casa Azul. Cuando llegaron a la puerta, se adelantó y entró la primera. En aquel acto sugería precaución, como si en cualquier lugar al que llegaran pudieran ser objeto de alguna agresión. La Arlequín no encendió las luces. Parecía haber memorizado la ubicación de todo el mobiliario. Rápidamente inspeccionó toda la casa. Luego, los dos se encontraron cara a cara en el salón.

– No pasa nada, Maya. Aquí estamos seguros.

La Arlequín meneó la cabeza, como si él hubiera dicho una tontería. La seguridad no era más que otra palabra vacía, otra ilusión.

– Nunca conocí a tu padre y no sé dónde está -dijo Maya-, pero me gustaría decirte una cosa: quizá hizo lo que hizo para protegeros. Vuestra casa fue destruida y vosotros tuvisteis que ocultaros. Según nuestro espía, la Tabula os creía muertos. Habríais seguido a salvo si Michael no hubiera entrado en la Red.

– Puede que ésa fuera la razón, pero yo todavía…

– Todavía quieres ver a tu padre.

Gabriel asintió.

– Quizá lo encuentres algún día. Si tienes el poder de convertirte en Viajero es posible que lo encuentres en otro dominio.

Gabriel se metió en la cama. Intentó dormir, pero le fue imposible. Mientras un frío viento atravesaba el valle y agitaba las contraventanas, Gabriel se sentó en la cama y probó a convertirse en Viajero. Nada de aquello era real. Su cuerpo no era real y podía abandonarlo cuando quisiera. Así de fácil.

Durante más de una hora debatió consigo mismo. Suponiendo que tuviera el don, todo lo que debía hacer era aceptar el hecho. A más B igual a C. Cuando la lógica no funcionó, cerró los ojos y se dejó arrastrar por sus propias emociones. Si fuera capaz de liberarse de su prisión carnal, quizá pudiera localizar a su padre y hablar con él. En su mente, Gabriel intentó salir de la oscuridad y entrar en la luz, pero al abrir los ojos se vio sentado en la cama igual que antes. Furioso y frustrado golpeó el colchón con los puños.

Al final se quedó dormido; se despertó al amanecer con la tosca manta enrollada alrededor del cuerpo. Cuando las sombras se desvanecieron del salón, Gabriel se vistió y bajó de la cama. En el cuarto de baño no había nadie, y tampoco en el dormitorio. Fue por el pasillo hasta la cocina y miró por la rendija de la puerta. Maya estaba sentada con el estuche de la espada en el regazo, contemplando un rectángulo de luz en el suelo de baldosas rojas. La espada y la concentrada expresión de Maya le hicieron pensar que la Arlequín se había aislado de cualquier contacto humano. Se preguntó si podía existir una vida más solitaria que aquélla, siempre perseguido, siempre listo para luchar y morir.

Maya se volvió ligeramente cuando Gabriel entró en la cocina.

– ¿Nos han dejado algo para desayunar? -preguntó.

– Hay té y café soluble en la alacena; leche, mantequilla y pan en la nevera.

– Para mí es suficiente. -Gabriel llenó el hervidor y lo puso en el hornillo eléctrico-. ¿Por qué no te has preparado nada?

– No tengo hambre.

– ¿Sabes algo de ese Rastreador? -preguntó Gabriel-. ¿Es joven, viejo? ¿De dónde es? Ayer por la noche no nos dieron ninguna información.

– El Rastreador es el secreto de esta comunidad. Ocultarlo es su acto de rebelión ante la Gran Máquina. Antonio tenía razón en una cosa: esta comunidad podría meterse en un lío muy gordo si la Tabula llegara a saber que estamos aquí.

– ¿Y qué pasará cuando encontremos a ese Rastreador? ¿Vas a quedarte para ver cómo me estrello?

– Tendré otras cosas que hacer. No olvides que la Tabula te sigue buscando. He de hacerles creer que estás en otra parte.

– ¿Y cómo piensas conseguirlo?

– Me dijiste que cuando os separasteis en la fábrica de confección, tu hermano te dio dinero y una tarjeta de crédito.

– A veces he usado sus tarjetas -contestó Gabriel-. Yo nunca he tenido ninguna.

– ¿Me la prestarías?

– ¿Y qué pasa con la Tabula? ¿Acaso no localizarán el número?

– En eso confío. Utilizaré la tarjeta y tu moto.

Gabriel no quería desprenderse de la motocicleta, pero sabía que Maya estaba en lo cierto. La Tabula conocía la matrícula y tenía una docena de maneras de localizarla. Cualquier resto de su anterior vida debía ser descartado.

– De acuerdo.

Gabriel le entregó la tarjeta de Michael y las llaves de la moto. Tuvo la impresión de que Maya deseaba decirle algo importante, pero ella se levantó sin pronunciar palabra y se encaminó hacia la puerta.

– Tómate el desayuno -le aconsejó-. Antonio llegará en cualquier momento.

– Puede que todo acabe en una simple pérdida de tiempo, que yo no sea ningún Viajero.

– Tengo en cuenta esa posibilidad.

– Pues no arriesgues la vida ni hagas ninguna locura.

Maya lo observó y sonrió. En ese instante, Gabriel sintió como si existiera un estrecho vínculo entre ambos. No como amigos, sino como soldados del mismo ejército. Luego, y por primera vez desde que se conocían, oyó reír a la Arlequín.

– Todo es una locura, Gabriel. Pero cada uno ha de encontrar su propia sensatez.

Antonio Cárdenas llegó diez minutos más tarde y les dijo que los conduciría a donde vivía el Rastreador. Gabriel recogió la espada de jade y la mochila con su ropa. En la plataforma de carga de la camioneta de Antonio había tres bolsas de lona llenas de comida enlatada, pan y verduras frescas de los invernaderos.

– Cuando el Rastreador se presentó, pasé un mes instalándole un generador eólico para que pudiera alimentar la bomba de agua y tener luz eléctrica -comentó Antonio-. Ahora sólo voy por allí cada quince días con provisiones.

– ¿Qué clase de persona es? -preguntó Gabriel-. No nos has explicado casi nada.

Antonio se despidió con la mano de unos niños cuando la camioneta enfiló la carretera.

– El Rastreador es una persona muy fuerte. Dile la verdad y todo irá bien.

Llegaron a la carretera de San Lucas, pero a los pocos kilómetros se desviaron por un camino asfaltado que se adentraba en línea recta en el desierto. Por todas partes había letreros de «No pasar», algunos colgaban de postes, otros yacían boca arriba en el suelo.

– Antes esto era una base de misiles -explicó Antonio-. Estuvo en activo durante treinta años. Todo vallado. Alto secreto. Luego, el Departamento de Defensa retiró los misiles y vendió los terrenos al Departamento de Sanidad del condado. Cuando las autoridades ya no los quisieron, nuestro grupo compró las ciento sesenta hectáreas.

– Parece un erial -dijo Maya.

– Como verán, para el Rastreador tiene ciertas ventajas.

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