– Bienvenidos a New Harmony. Soy Martin Greenwald, y éste es mi amigo, Antonio Cárdenas. -Se volvió hacia el hispano y le dijo-: Éstos son los visitantes de los que hablamos en la reunión del consejo. Mis amigos en Europa se pusieron en contacto conmigo.
Antonio no parecía especialmente contento. Tensó los hombros y separó un poco las piernas como si se dispusiera a pelear.
– ¿Ves lo que le cuelga del hombro? ¿Sabes lo que significa?
– Baja la voz -pidió Martin.
– Es una maldita Arlequín. A la Tabula no le gustaría saber que se encuentra aquí.
– Esta gente es mi invitada. Alice los acompañará de vuelta a la Casa Azul -dijo Martin con firmeza dirigiéndose a Gabriel y Maya-. A las siete podrán acercarse hasta la Casa Amarilla y cenaremos juntos. -Se volvió hacia Antonio-. Y tú también estás invitado, amigo mío. Lo hablaremos mientras nos tomamos una copa de vino.
Antonio dudó durante unos segundos. Luego volvió al trabajo. Como si fuera una guía turística, Alice Chen acompañó a sus visitantes de regreso a la zona de estacionamiento. Maya envolvió sus armas en la manta, y Gabriel se puso al hombro la espada de jade. A continuación siguieron a Alice valle arriba hacia una casa de color azul situada en una calle lateral cerca del arroyo. Era bastante pequeña: una cocina, un dormitorio y una sala de estar con otra zona para dormir. Un par de arcadas daban a un jardín rodeado de un muro donde había plantas de romero y mostaza.
El baño disponía de una bañera antigua con patas en forma de zarpa y manchas verdes en los grifos. Maya se quitó sus sucias ropas y se dio un baño. El agua olía ligeramente a hierro, como si proviniera de las entrañas de la tierra. Cuando la bañera estuvo medio llena, se metió dentro e intentó relajarse. Alguien había dejado encima del lavamanos una rosa silvestre en una botella de cristal azul oscuro. Por unos momentos se olvidó de los peligros que los rodeaban y se concentró en aquel único punto de belleza.
Si resultaba que Gabriel era un Viajero, entonces ella seguiría protegiéndolo. Si el Rastreador decidía que Gabriel no era más que un tipo como los demás, tendría que abandonarlo para siempre. Mientras se deslizaba bajo la superficie del agua, se imaginó a Gabriel quedándose en New Harmony, enamorándose de alguna joven campesina a quien le gustara hornear pan. Poco a poco, su imaginación la fue arrastrando por senderos más sombríos y se vio de pie ante una casa, por la noche, atisbando por la ventana mientras Gabriel y su esposa preparaban la cena. Arlequín. Manos manchadas de sangre. Mejor alejarse.
Se lavó y aclaró el cabello, encontró una bata en el armario, se la puso y salió al pasillo camino de su cuarto. Gabriel estaba sentado en la zona de dormir que ocupaba casi la mitad del salón. Unos minutos más tarde, se levantó rápidamente, y Maya lo oyó maldecir. Pasó un rato más hasta que la escalera de madera crujió cuando él subió a darse un baño.
Al anochecer, Maya rebuscó en su bolsa de viaje y sacó un corpiño azul y una falda larga de algodón. Cuando se miró en el espejo, se complació de lo vulgar de su aspecto: igual que cualquier otra chica que Gabriel hubiera podido conocer en Los Ángeles. Luego, se subió la falda y se ató sus dos cuchillos a las piernas. Las demás armas se hallaban escondidas bajo la colcha de la cama.
Salió del dormitorio y encontró a Gabriel de pie en la penumbra. Miraba por un hueco entre las cortinas.
– Hay alguien escondido entre los matorrales, a unos veinte metros colina arriba -comentó-. Están vigilando la casa.
– Probablemente sea Antonio Cárdenas o alguno de sus amigos.
– ¿Y qué se supone que vamos a hacer?
– Nada. Salgamos y vayamos a buscar la Casa Amarilla.
Maya intentó aparentar despreocupación mientras bajaban por la calle, pero no pudo precisar si los seguían. El aire aún estaba caliente, y los pinos parecían haber apresado pequeñas zonas en sombra. Cerca de uno de los puentes había una gran casa amarilla. En la fachada brillaban lámparas de aceite, y se oía a gente charlando.
Entraron en la vivienda y se encontraron con ocho niños de distintas edades que cenaban en una larga mesa. Una mujer bajita y de crespos cabellos trabajaba en la cocina. Vestía una falda vaquera y una camiseta con el símbolo de una cámara de vigilancia tachada en rojo. Aquél era un símbolo de resistencia frente a la Gran Máquina. Maya lo había visto impreso en el suelo de una discoteca de Berlín y pintado en una pared del barrio de Malasaña de Madrid.
Sosteniendo una cuchara, la mujer salió a recibirlos.
– Soy Rebecca Greenwald. Bienvenidos a nuestra casa.
Gabriel sonrió e hizo un gesto en dirección a los niños.
– Tiene un montón de críos.
– Nuestros sólo son dos. Hoy cenan con nosotros los hijos de Antonio y la hija de Joan, Alice, además de dos amigos de otras familias.
»Los niños de esta comunidad iban siempre a cenar a casa de alguien. Después del primer año, tuvimos que imponer una norma: el niño ha de avisar al menos a dos adultos antes de las cuatro de la tarde. La verdad es que, aunque ésa sea la norma, las cosas se pueden liar bastante. La semana pasada estuvimos haciendo adoquines para la carretera, así que tuvimos a siete chiquillos cubiertos de barro además de tres adolescentes de esos que comen por dos. Tuve que preparar una buena cantidad de espaguetis.
– ¿Martin está en…?
– Mi marido está en el patio de la azotea con los demás. Suban por la escalera. Me reuniré con ustedes enseguida.
Cruzaron la sala de estar y salieron a un recinto ajardinado. Mientras subían los peldaños de una escalera exterior que conducía a la azotea, Maya oyó voces discutiendo.
– Martin, no te olvides de los niños de esta comunidad. Tenemos que proteger a nuestros hijos.
– Estoy pensando en todos los niños que crecen en este mundo. A todos ellos la Gran Máquina les inculca miedo y odio…
La conversación se interrumpió cuando Maya y Gabriel aparecieron. En la azotea habían dispuesto una mesa de madera donde ardían lámparas de aceite vegetal. Martin, Antonio y Joan estaban sentados alrededor, bebiendo vino.
– Bienvenidos de nuevo -dijo Martin-. Por favor, siéntense.
Maya hizo una rápida evaluación de la dirección lógica de un ataque y se instaló al lado de Joan Chen. Desde aquella posición podría ver a quien subiera por la escalera.
Martin se apresuró a atenderlos. Les dio unos cubiertos y les sirvió dos vasos de vino de una botella sin etiqueta.
– Esto es un Merlot que compramos directamente a la bodega -explicó-. Cuando empezábamos a pensar en New Harmony, Rebecca me preguntó un día cuál era mi visión, y yo le dije que consistía en beber un buen vaso de vino al anochecer rodeado de amigos.
– Parece un objetivo bastante modesto -repuso Gabriel.
Martin tomó asiento y sonrió.
– Sí. Pero incluso un pequeño deseo como ése tiene sus implicaciones. Significa una comunidad con tiempo libre, un grupo con la suficiente capacidad adquisitiva para poder comprar el Merlot y el deseo general de disfrutar de los pequeños placeres de la vida. -Volvió a sonreír y alzó la copa-. En este contexto, un vaso de vino se convierte en una declaración revolucionaria.
Maya no sabía una palabra de vinos, pero aquél tenía un agradable sabor que le recordaba vagamente a cereza. Una ligera brisa sopló por el valle, y las llamas de las lámparas titilaron. Por encima de sus cabezas, cientos de estrellas brillaban en el limpio cielo del desierto.
– Quiero disculparme con ustedes dos por lo poco amigable del recibimiento -dijo Martin-. Y también quiero disculparme ante Antonio. Mencioné su caso ante el consejo, pero no llegamos a votar. No creí que llegarían tan pronto.
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