La escopeta de repetición descansaba en el suelo de la furgoneta cubierta por una vieja manta. Maya la cogió, metió un cartucho en la recámara y la dejó a su lado, en el asiento del pasajero. Se preguntó si el Rastreador viviría realmente en aquellos parajes o si habría sido localizado y asesinado por la Tabula.
El camino giró directamente hacia el valle y cruzó un puente de piedra que se arqueaba sobre un estrecho arroyo. Maya vio que unas figuras se movían entre la vegetación de la otra orilla y aminoró.
Cuatro -no, cinco- chicos arrastraban grandes piedras por el camino hacia el arroyo. Quizá estuvieran haciendo una presa o un pozo para nadar. Maya no estaba segura. Los niños se detuvieron y se quedaron mirando la moto y la furgoneta. Trescientos metros más adelante, pasaron ante un chico que llevaba un cubo con agua y que los saludó con la mano. Todavía no había visto ningún adulto, pero los niños parecían contentos de vagar por su cuenta. Durante unos segundos, Maya se imaginó un reino de niños creciendo sin la persistente influencia de la Gran Máquina.
A medida que se aproximaban al valle, el camino se convirtió en una carretera pavimentada con pequeños adoquines de un color marrón rojizo ligeramente más oscuro que el del terreno circundante. Pasaron ante tres amplios invernaderos de cristales esmerilados, y Gabriel se detuvo en el aparcamiento de una zona de mantenimiento de vehículos. Cuatro sucias camionetas se alineaban bajo un abierto pabellón que se usaba como garaje de reparaciones. Dentro de un cobertizo de madera donde se guardaban herramientas había un bulldozer , dos jeep y un viejo autobús escolar. Una serie de peldaños del mismo ladrillo conducían a un amplio corral lleno de pollos blancos.
Maya dejó la escopeta escondida bajo la manta, pero se echó al hombro el estuche portaespadas. Cuando cerró la puerta de la furgoneta vio a una niña de unos diez años sentada sobre un muro de contención. Era asiática, y sus negros cabellos le llegaban a los hombros. Al igual que los demás niños, vestía ropa andrajosa -vaqueros y una camiseta- y un par de recias botas de trabajo. De su cinturón pendía un gran cuchillo de monte con empuñadura de asta. El arma y los largos cabellos la hacían parecer un escudero listo a hacerse cargo de los caballos de su señor una vez llegados al castillo.
– ¡Hola! -saludó la niña-. ¿Sois vosotros los que venís de España?
– No. Somos de Los Ángeles. -Gabriel se presentó a sí mismo y a Maya-. ¿Quién eres tú?
– Alice Chen.
– ¿Cómo se llama este sitio?
– New Harmony -repuso Alice-. Escogimos el nombre hace dos años. Todos votamos, incluso los niños.
La niña saltó del muro y se acercó a inspeccionar la motocicleta de Gabriel.
– Estamos esperando dos «posibles» de España. Los «posibles» viven aquí durante tres meses y después nosotros votamos si se quedan o no. -Se apartó de la moto y miró a Maya-. Si vosotros no sois los posibles, entonces, ¿quiénes sois?
– Estamos buscando a alguien llamado Martin -explicó Maya-. ¿Sabes dónde está?
– Creo que será mejor que primero habléis con mi madre.
– Eso no será necesario…
– Seguidme. Está en el centro comunal.
La niña los condujo por otro puente bajo el cual el arroyo corría entre rocas rojizas formando remolinos y pozas. A ambos lados de la carretera se veían hileras de amplias casas construidas al estilo del sudoeste. Las paredes estaban estucadas por fuera, las ventanas eran pequeñas y los techos planos para servir de azoteas en las noches calurosas. La mayoría de ellas eran bastante grandes, y Maya se preguntó cómo lo habrían hecho los constructores para llevar hasta allí tal cantidad de ladrillos y cemento por aquel estrecho camino para carros.
Alice Chen no dejaba de mirarlos por encima del hombro, como si esperara que sus visitantes salieran corriendo. Al pasar frente a una vivienda pintada de color verde, Gabriel se puso a la altura de Maya.
– ¿No nos estaban esperando? -le preguntó.
– Parece que no.
– ¿Quién es Martin?, ¿es el Rastreador?
– No lo sé, Gabriel. No tardaremos en averiguarlo.
Atravesaron una pineda y llegaron a un complejo formado por cuatro edificaciones blancas dispuestas alrededor de un patio central.
– Éste es el centro comunal -les dijo Alice mientras abría una pesada puerta de madera.
La siguieron por un corto pasillo hasta un aula llena de juguetes. Una joven maestra estaba sentada en una estera junto a cinco niños a los que leía un cuento de dibujos. Hizo un gesto de asentimiento a Alice, y después miró fijamente a los extraños cuando pasaron ante la puerta.
– Los niños pequeños tienen clase todo el día -explicó Alice-. Pero yo salgo a las dos de la tarde.
Abandonaron la escuela, atravesaron un patio con una fuente de piedra en el centro y entraron en un segundo edificio. Éste albergaba tres salas sin ventanas y llenas de ordenadores. En una de ellas, había gente sentada en pequeños cubículos estudiando las imágenes de las pantallas mientras se comunicaban a través de micrófonos.
– Gira el ratón -dijo un joven-. ¿Puedes ver la luz roja? Eso significa que… -Se interrumpió unos segundos y se quedó mirando a Gabriel y a Maya.
Siguieron adelante y volvieron cruzar el patio hasta un tercer edificio con más mesas y ordenadores. Una mujer china vestida con bata de médico salió de un cuarto trasero. Alice corrió hacia ella y le susurró algo.
– Buenas tardes -saludó la mujer-. Soy la madre de Alice, la doctora Joan Chen.
– Ella se llama Maya; y él, Gabriel. No vienen de España.
– Estamos buscando a…
– Sí. Sé por qué están aquí -dijo Joan-. Martin les mencionó en la reunión del consejo, pero no hubo acuerdo. No sometimos el asunto a votación.
– Únicamente queremos hablar con Martin -intervino Gabriel.
– Sí. Claro. -Joan tocó el hombro de su hija-. Llévalos a la colina para que vean al señor Greenwald. Está ayudando a construir la nueva casa de los Wilkins.
Alice corrió por delante de ellos cuando salieron de la clínica y siguió camino arriba.
– No esperaba un comité de bienvenida cuando llegáramos -dijo Gabriel-, pero tus amigos no parecen especialmente hospitalarios.
– Los Arlequines no tenemos amigos -contestó Maya-. Tenemos alianzas y obligaciones. No hables hasta que yo haya podido evaluar la situación.
La carretera estaba cubierta de briznas de paja. Unos cientos de metros más lejos, llegaron a un montón de balas de paja apiladas cerca de una obra. Habían insertado barras de acero en los cimientos de hormigón de una nueva casa y estaban clavando las balas en ellas como si se tratara de gigantescos ladrillos amarillos. Alrededor de una veintena de personas de todas las edades trabajaban en la obra: adolescentes con camisetas sucias de sudor hundían balas en las barras con ayuda de mazos mientras los más mayores fijaban una rejilla de acero galvanizado en los muros exteriores; dos carpinteros con sus cinturones de herramientas estaban construyendo un armazón de contrachapado para que soportara las vigas del techo. Maya comprendió que todas las viviendas del valle habían sido construidas del mismo sencillo modo. Aquella comunidad no había necesitado grandes cantidades de ladrillos ni de cemento; sólo planchas de contrachapado, yeso impermeable y unos cientos de balas de paja.
Un musculoso hispano de unos cuarenta años estaba arrodillado en el suelo midiendo una pieza de madera. Vestía pantalón corto y camiseta y llevaba un gastado cinturón de herramientas. Al ver a los dos extraños, se levantó y se acercó.
– ¿Puedo ayudarles? ¿Están buscando a alguien?
Antes de que Maya pudiera responder, Alice salió de la casa en obras con un hombre corpulento y algo más mayor que llevaba gafas de gruesos cristales. El hombre se apresuró hacia ellos y forzó una sonrisa.
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