– Todos los signos vitales se han detenido -avisó Lau-. O está muerto o…
– ¿De qué demonios está hablando? -espetó el neurólogo.
– No. Un momento. Hay un latido, un latido muy leve. Sus pulmones siguen funcionando. Se encuentra en una especie de aletargamiento, como alguien sepultado por un alud de nieve. -Lau estudió los datos del monitor-. Lento. Todo se ha lentificado, pero sigue con vida.
El doctor Richardson se inclinó de manera que sus labios quedaron a pocos centímetros del oído de Michael.
– ¿Puede oírme, Michael? ¿Puede…?
Aquella voz humana se le antojaba tan insoportable, tan vinculada al remordimiento, la debilidad y el miedo, que Michael desprendió su ser espectral del resto de su cuerpo físico y quedó flotando por encima de él. Se sentía raro en aquella posición, como un niño aprendiendo a nadar. Flotó arriba y abajo mientras contemplaba el mundo, pero desconectado de su nervioso tumulto.
A pesar de que no podía percibir nada visible, notó como si hubiera una pequeña y negra abertura en el suelo de la sala, algo parecido al desagüe del fondo de una piscina que lo atraía lentamente. No obstante, si lo deseaba podía resistirse y mantenerlo a raya. Pero ¿qué había allí? ¿Formaba eso parte del hecho de convertirse en Viajero?
El tiempo pasó. Pudieron ser segundos o varios minutos. A medida que su ser luminoso descendía, el poder de atracción cobraba fuerza. Empezó a sentir miedo. Tuvo una visión del rostro de Gabriel y experimentó el intenso deseo de volver a ver a su hermano. Deberían estar haciendo aquello juntos. Todo se volvía más peligroso cuando se hacía en soledad.
Más cerca. Muy cerca. Abandonó toda resistencia y notó que su cuerpo fantasmal se contraía en una esfera, un punto, una concentrada esencia que se veía arrastrada hacia el negro vacío. Sin pulmones. Sin boca. Sin voz. Desaparecido.
Michael abrió los ojos y se vio flotando en medio de un océano verde oscuro. En lo alto había tres pequeños soles dispuestos en secuencia triangular. Brillaban al rojo blanco en medio de un cielo amarillo como la paja.
Intentó relajarse y evaluar la situación. El agua era tibia; y el oleaje, suave. No había viento. Agitando las piernas, ascendió como un corcho y contempló el universo que lo rodeaba. Vio el oscuro y brumoso linde que delimitaba el horizonte, pero ningún rastro de tierra firme.
– ¡Hola! -gritó.
Por un momento el sonido de su voz hizo que se sintiera vivo y poderoso. No obstante, la palabra se extinguió en la infinita extensión del mar.
– ¡Estoy aquí! ¡Aquí mismo! -volvió a gritar, pero nadie respondió.
Se acordó de las transcripciones de los interrogatorios a los que habían sido sometidos algunos Viajeros y que Richardson le había dejado en su cuarto. Había cuatro barreras que cerraban el paso a otros dominios: agua, fuego, tierra y aire. No existía un orden entre ellas, y los Viajeros se las encontraban de distintas maneras. Cada uno tenía que hallar la manera de salir, y los Viajeros utilizaban distintos nombres para describir la difícil tarea. Sin embargo, siempre existía un modo, una puerta. Un Viajero ruso lo había descrito como «un cuchillo desgarrando una gran cortina negra».
Todos estaban de acuerdo en que se podía saltar a la siguiente barrera o volver al mundo original, pero nadie había dejado un manual de instrucciones que explicara cómo conseguirlo. Una mujer había dicho: «Encuentras el camino o el camino te encuentra a ti». Tantas explicaciones confundían a Michael. ¿Por qué no podían decir sencillamente «Camine dos metros y gire a la derecha»? Lo que necesitaba era un plano para actuar, no filosofía.
Soltó una imprecación y golpeó la superficie con ambas manos aunque sólo fuera para escuchar un sonido. El agua le salpicó el rostro y le goteó por las mejillas hasta la boca. Esperaba un sabor intenso y salado, como el del mar; sin embargo, no sabía ni olía a nada. Recogió una pequeña cantidad en la palma de la mano y la examinó de cerca. Había pequeñas partículas suspendidas en el líquido. Podía tratarse de algas o de polvos mágicos. No tenía forma de saberlo.
¿Se trataba sólo de un sueño? ¿Podía ahogarse de verdad? Miró el cielo y se acordó de las historias que había oído acerca de los pescadores o los turistas que habían caído al mar desde un barco y que habían flotado a la deriva hasta ser rescatados. ¿Cuánto tiempo habían sobrevivido, tres, cuatro horas, un día entero?
Metió la cabeza bajo la superficie, emergió y escupió el agua que se le había metido en la boca. ¿Por qué había tres soles sobre su cabeza? ¿Se trataba acaso de un universo diferente, con normas diferentes en lo que a la vida y la muerte se refería? Aunque intentó dar vueltas a esas ideas, fue la propia situación, el hallarse solo y sin tierra firme a la vista, lo que centró sus pensamientos.
«No te dejes llevar por el pánico -se dijo-. Puedes aguantar mucho.»
Acudieron a su memoria viejas canciones de rock and roll, y se puso a cantarlas a voz en cuello. Tarareó melodías infantiles y contó hacia atrás, cualquier cosa que le diera la sensación de estar vivo. Inspirar. Espirar. Salpicar. Girar. Salpicar un poco más. Pero en cada ocasión las pequeñas olas y ondulaciones eran rápidamente absorbidas por la quietud que lo rodeaba. ¿Y si estaba muerto? Quizá lo estuviera. Cabía la posibilidad de que en ese preciso instante Richardson estuviera intentando reanimar su cuerpo, inerte. Quizá se hallara al borde de la muerte, y la última chispa de vida lo abandonaría si se sumergía.
Asustado, escogió una dirección y empezó a nadar. Empezó con un crol básico. Cuando se le cansaron los brazos, cambió a espalda. No tenía forma de calcular el tiempo que llevaba nadando. Cinco minutos. Cinco horas. Cuando se detuvo y flotó vio la misma línea del horizonte. Los mismos tres soles. El mismo cielo amarillo. Se hundió y volvió a emerger rápidamente, escupiendo agua y gritando.
Se puso boca arriba, con la espalda arqueada, y cerró los ojos. Lo uniforme del entorno, su naturaleza estática, sugería una creación de la mente. Sin embargo, en sus sueños siempre había aparecido Gabriel y otra gente a la que conocía. La completa soledad de ese lugar le resultaba extraña e inquietante. Si aquello fuera uno de sus sueños habría incluido un barco pirata o una lancha motora llena de chicas guapas.
De repente, notó que algo serpenteante le rozaba la pierna. Se puso a nadar frenéticamente, a dar patadas, brazadas. Su único pensamiento era nadar lo bastante rápido para escapar de lo que lo había rozado. El agua le entró en la nariz, pero la expulsó. Cerró los ojos y nadó a ciegas, a la desesperada. Se detuvo. Esperó. Oyó el sonido de sus propios jadeos. El miedo lo abandonó, y volvió a nadar sin rumbo, hacia el siempre lejano horizonte.
Pasó el tiempo. Tiempo de sueños. Tiempo espacial. Ya no estaba seguro de nada. De todas maneras, se hizo el muerto y descansó mientras recuperaba el aliento. Le abandonaron todos los pensamientos salvo el deseo de respirar. Como un fragmento de tejido vivo y primitivo, se concentró en esa acción que en el pasado le había parecido sencilla y automática. Transcurrió más tiempo y fue cobrando conciencia de una nueva sensación. Tenía la impresión de estar moviéndose en una dirección determinada, como si lo empujaran hacia cierto sector del horizonte. Poco a poco, la corriente se fue haciendo más fuerte.
Michael oyó que el agua le corría por las orejas y después un distante rugido, como el de una cascada. Poniéndose vertical, intentó sacar el cuerpo fuera del agua y ver adónde se dirigía. En la distancia, una fina bruma se elevaba en el aire y pequeñas ondulaciones rompían la líquida superficie. La corriente era poderosa, y le resultaba difícil nadar en su contra. El rugiente sonido se fue haciendo cada vez más fuerte hasta que ahogó su voz. Michael alzó el brazo derecho hacia el cielo, como si un pájaro gigante o un ángel fuera a tender la mano y rescatarlo de la destrucción. La corriente lo empujó hasta que el mar pareció derrumbarse ante él.
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