John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Después de impartir sus clases de capoeira de la tarde, se le ocurrió un plan. Al día siguiente se vistió con un mono azul y cogió el cubo con ruedas y la fregona que utilizaba para limpiar el gimnasio. El complejo de apartamentos de Michael ocupaba toda una manzana de Wilshire Boulevard, cerca de Barrington, y estaba formado por tres rascacielos que tenían incorporada una estructura de aparcamiento de cuatro plantas y una amplia zona ajardinada en el centro con piscinas y pistas de tenis.

«Sé sistemático -se dijo Hollis-. No quieres liarte a tiros con la Tabula, solamente engañarlos.» Aparcó su coche a dos manzanas de la entrada, llenó el cubo con agua jabonosa de dos bidones y empezó a empujarlo por la acera. Al acercarse a la puerta, intentó pensar como un conserje e interpretar ese papel.

Dos señoras mayores salían del edificio cuando llegó.

– Acabo de limpiar la acera -les dijo-. Alguien la había ensuciado.

– La gente debería aprender modales -repuso una de las mujeres, y su amiga aguantó la puerta abierta para que Hollis pudiera empujar el cubo y entrar en el vestíbulo.

Asintió y sonrió mientras las mujeres se alejaban. Esperó unos segundos y fue hacia los ascensores. Cogió el primero que llegó y subió al octavo piso. El apartamento de Michael Corrigan se encontraba al final del pasillo.

Si los de la Tabula estaban escondidos en el de enfrente, observándolo por la mirilla, tendría que improvisar una mentira sin pérdida de tiempo. «El señor Corrigan me paga para que le haga la limpieza. Sí, señor. Lo hago una vez a la semana. ¿Se ha marchado el señor Corrigan? No sabía que no estuviera. Hace un mes que no me paga.»

Utilizando la llave que Gabriel le había dado, Hollis abrió la cerradura y entró. Estaba alerta, presto para defenderse de cualquier ataque, pero nadie apareció. En el apartamento olía a polvo y a calor. Sobre la mesa de centro había aún un ejemplar del Wall Street Journal , de hacía dos semanas. Hollis dejó el cubo y la fregona al lado de la puerta y fue corriendo al dormitorio de Michael. Encontró el teléfono, sacó una grabadora de bolsillo y marcó el número de Maggie Resnick. No se encontraba en casa, pero Hollis tampoco deseaba hablar con ella. Estaba convencido de que la Tabula había pinchado las líneas de teléfono. Cuando se disparó el contestador automático, Hollis puso en marcha la grabadora y la sostuvo cerca del teléfono mientras se oía la voz de Gabriel.

«Hola, Maggie, soy Gabe. Voy a largarme de Los Ángeles y a buscar un lugar donde ocultarme. Gracias por todo. Adiós.»

Hollis detuvo la grabadora, colgó y salió a toda prisa del apartamento. Se sentía tenso mientras empujaba el cubo por el pasillo; pero, cuando llegó el ascensor y entró, pensó: «De acuerdo, ha sido bastante fácil. No te olvides de que sigues siendo un conserje».

Al salir al vestíbulo, Hollis sacó el cubo y saludó con la cabeza a una pareja con un cocker spaniel. La puerta principal se abrió entonces con un clic, y tres mercenarios de la Tabula entraron a toda prisa. Tenían todo el aspecto de agentes de la policía que lo estaban haciendo a cambio de dinero. Uno de ellos vestía una cazadora vaquera. Sus dos compañeros iban disfrazados de pintores y llevaban toallas y lienzos de tela que les ocultaban las manos.

Hollis no les prestó atención cuando pasaron a su lado. Se hallaba a dos metros de la puerta en el momento en que un hispano de mediana edad abrió la que daba a la piscina.

– ¡Eh! ¿Qué ocurre aquí? -preguntó el hombre a Hollis.

– Alguien ha derramado una botella de zumo de grosella en el quinto piso. Vengo de limpiarlo.

– En el informe de esta mañana no decía nada de eso.

– Acaba de ocurrir. -Hollis ya había alcanzado la puerta, y sus dedos acariciaban el tirador.

– Además, eso es trabajo de Freddy, ¿no? ¿Para quién trabaja usted?

– Me contrató…

Antes de que pudiera acabar la frase, Hollis notó movimiento a su espalda y el duro extremo del cañón de una pistola en los riñones.

– Trabaja para nosotros -dijo uno de los hombres.

– Es cierto -confirmó el otro-. Y todavía no ha terminado.

Los dos tipos disfrazados de pintores flanquearon a Hollis, lo obligaron a volverse y lo acompañaron de vuelta al ascensor. El hombre de la cazadora vaquera hablaba con el encargado de mantenimiento y le mostraba un documento que parecía algún tipo de permiso oficial.

– Pero ¿qué pasa? -preguntó Hollis intentando parecer atemorizado y sorprendido.

– No hables -dijo el más corpulento-. No digas una maldita palabra.

Hollis y los dos pintores entraron en el ascensor. Justo antes de que la puerta se cerrara, el de la cazadora se coló dentro y apretó el botón del octavo piso.

– ¿Quién eres? -preguntó.

– Tom Jackson. Soy conserje.

– No nos vengas con cuentos -le espetó el más bajo de los pintores, el que llevaba la pistola-. El tipo de ahí fuera no sabía quién eras.

– Es que me contrataron hace sólo un par días.

– ¿Cómo se llama la empresa que te contrató?

– Fue un tal señor Regal.

– Te he preguntado el nombre de la empresa.

Hollis se desplazó ligeramente para apartarse del cañón de la pistola.

– Lo siento mucho, señor, pero lo único que sé es que me contrató el señor Regal y me dijo que…

Dio media vuelta, aferró la muñeca del pistolero y la apartó mientras con la mano derecha le asestaba un puñetazo debajo de la nuez. La pistola se disparó armando un gran estruendo en el reducido espacio del ascensor, y el proyectil alcanzó al otro pintor. El hombre gritó mientras Hollis se volvía y con el codo golpeaba en la boca al de la cazadora vaquera. Hollis retorció el brazo del pistolero hacia abajo, y el mercenario de la Tabula dejó caer el arma.

Girar. Atacar. Media vuelta y golpear de nuevo. En cuestión de segundos, los tres hombres yacían en el suelo. La puerta se abrió. Hollis presionó el interruptor rojo para bloquear el ascensor y salió. Corrió por el pasillo, encontró la salida de incendios y bajó los peldaños de la escalera de dos en dos.

37

La mañana del experimento, Michael se levantó temprano y se duchó, protegiéndose la cabeza con un gorro impermeable para que no se mojaran los electrodos que llevaba implantados en el cráneo. Se vistió con una camiseta, un pantalón suelto y alpargatas. Aquella mañana no desayunaría. El doctor Richardson no creía que fuera buena idea. Se encontraba tumbado en el sofá, escuchando música, cuando Lawrence Takawa llamó suavemente a la puerta y entró en la habitación.

– El equipo investigador está listo -le dijo-. Es la hora.

– ¿Y qué pasa si decido no ir?

Lawrence pareció sorprenderse.

– Ésa es su decisión, Michael. Naturalmente, a la Hermandad no le satisfará. Tendré que llamar al general Nash y…

– Relájese. No he cambiado de parecer.

Michael se cubrió la afeitada cabeza con un gorro de lana y siguió a Lawrence hasta el pasillo, donde estaban los dos guardias de siempre, con sus chaquetas azul oscuro y sus corbatas negras, que formaron una especie de escolta, uno delante de él y el otro detrás. El pequeño grupo salió al patio por una puerta cerrada con llave.

A Michael le sorprendió comprobar que todos los implicados en el Proyecto Crossover -secretarias, químicos, y programadores informáticos- habían salido para verlo entrar en El Sepulcro. A pesar de que la mayoría de ellos no comprendía la verdadera naturaleza del proyecto, les habían explicado que serviría para proteger a Estados Unidos de sus enemigos y que Michael era una pieza importante del plan.

Asintió con un leve movimiento de cabeza, igual que un atleta ante la multitud, y cruzó tranquilamente el patio hacia El Sepulcro. Todas aquellas instalaciones habían sido construidas, y todo aquel personal reunido, para aquel preciso momento. «Apuesto a que ha costado su buen dinero -se dijo-. Muchos millones.» Michael siempre había tenido la sensación de ser especial, de estar destinado a grandes cosas; y en ese instante se veía tratado como la estrella de cine de una película de gran presupuesto con un solo protagonista. Si realmente conseguía viajar a otros dominios, ellos tendrían que mostrarle el mayor respeto. No se encontraba allí por casualidad, sino por derecho de nacimiento.

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