John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– Fue un accidente, señor Boone. Yo no intentaba…

– Pero no vio nada, ¿no?

– Por desgracia, sí. Yo…

Boone fulminó a Richardson como si el médico fuera un muchacho cabezota.

– Usted no vio nada -repitió Boone tajante.

– No. Supongo que no.

– Bien.

Boone se metió en el carril derecho y tomó la salida hacia Nueva York.

– Entonces no hay ningún problema.

Eran casi las diez de la noche cuando entraron en Manhattan.

Richardson contempló por la ventanilla a los mendigos que rebuscaban entre los cubos de basura y a un grupo de mujeres jóvenes que reía al salir de un restaurante. Tras el tranquilo entorno del centro de investigación, Nueva York se le antojó ruidoso y caótico. ¿Realmente había estado allí de visita con su ex mujer y había ido al teatro y a cenar? Boone condujo hasta el East Side y aparcó en la calle Veintiocho. Se apearon del vehículo y caminaron hacia las oscuras torres del hospital Bellevue.

– ¿Qué hacemos aquí? -preguntó Richardson.

– Vamos a encontrarnos con un amigo de la Fundación Evergreen. -Boone le dirigió una rápida mirada de aprobación-. Esta noche descubrirá usted cuántos nuevos amigos tiene en este mundo.

Boone presentó su tarjeta a la aburrida mujer de recepción, y ésta los dejó pasar para que tomaran el ascensor hasta la planta de psiquiatría. Un vigilante uniformado montaba guardia tras un parapeto de plexiglás en el sexto piso. El guardia no se sorprendió cuando Boone sacó la automática de la sobaquera y metió el arma en una pequeña taquilla gris. Entraron en la sección. Un hispano bajito y vestido con una bata de laboratorio los estaba esperando; sonrió y extendió los brazos como si les diera la bienvenida a una fiesta de cumpleaños.

– Buenas noches, caballeros. ¿Quién de ustedes es el doctor Richardson?

– Soy yo.

– Es un placer conocerlo. Soy el doctor Raymond Flores. La Fundación me avisó de que vendrían esta noche.

El doctor Flores los acompañó por el pasillo. A pesar de que ya era tarde, unos cuantos pacientes varones vestidos con pijamas verdes y batas de algodón todavía deambulaban por los corredores. Todos ellos estaban drogados y se movían lentamente. Sus ojos parecían como muertos, y sus zapatillas hacían sonidos siseantes al rozar el suelo de baldosas.

– Así que usted trabaja para la Fundación… -preguntó Flores.

– Sí. Estoy al frente de un proyecto especial -repuso Richardson.

Flores pasó ante una serie de puertas que correspondían a las habitaciones de distintos pacientes y se detuvo ante una cerrada con llave.

– Alguien de la Fundación llamado Takawa me pidió que buscara a gente ingresada bajo los efectos de esa nueva droga que circula por las calles, la 3B3. Nadie ha llevado a cabo todavía su análisis químico, pero parece un alucinógeno muy potente. La gente que lo toma tiene visiones de otros mundos.

Flores abrió la cerradura, y todos entraron en una celda de aislamiento que apestaba a vómitos y orines. La única luz provenía de una solitaria bombilla protegida por una rejilla de alambre. Un joven vestido con una cazadora de tela yacía en el suelo de baldosas verdes. Tenía la cabeza afeitada, pero un débil rastro de cabello rubio empezaba a crecerle en el cráneo.

El paciente abrió los ojos y sonrió a los tres hombres que tenía de pie ante sí.

– Buenos días. ¿Por qué no se quitan los cerebros y se ponen cómodos?

Flores se alisó las solapas de la bata y sonrió amablemente.

– Terry, éstos son los señores que quieren saber del 3B3.

Terry parpadeó varias veces, y Richardson se preguntó si aquel sujeto sería capaz de contarle algo. De repente, empezó a empujar con las piernas, arrastrándose por el suelo hasta alcanzar la pared y sentarse.

– En realidad no es ninguna droga. Es una revelación.

– ¿Se inyecta, se inhala o se traga? -El tono de Boone era tranquilo y deliberadamente inexpresivo.

– Es líquida. De un color azul claro, como un cielo de verano. -Terry cerró los ojos unos segundos y los volvió a abrir-. Me la tomé en la disco y después me vi saliendo de este cuerpo mío y volando, cruzando agua y fuego hasta un bosque muy bonito. Pero apenas pude quedarme unos pocos segundos. -Parecía decepcionado-. El jaguar tenía los ojos verdes.

El doctor Flores miró a Richardson.

– Nos ha contado esta historia muchas veces y siempre acaba con el jaguar.

– ¿Y cómo puedo conseguir 3B3? -preguntó Richardson.

Terry cerró los ojos y sonrió serenamente.

– ¿Sabe usted lo que cobra ese tío por una dosis? Trescientos treinta y tres dólares. Dice que es un número mágico.

– ¿Y quién se está haciendo rico? -preguntó Boone.

– Pío Romero. Siempre está en el Chan-Chan Room.

– Se trata de una sala de baile del centro -explicó Flores-. Tenemos varios pacientes que han salido de allí con una sobredosis.

– El mundo es demasiado pequeño -susurró Terry-. ¿Se dan cuenta? No es más que una canica lanzada al agua.

Siguieron a Flores de nuevo al pasillo. Boone se apartó de los dos médicos e inmediatamente llamó a alguien por el móvil.

– ¿Ha examinado a otros pacientes que hayan consumido la misma droga? -preguntó Richardson.

– Éste ha sido el cuarto que hemos ingresado en los últimos dos meses. Les administramos una combinación de Fontex y Valdov durante unos días hasta que caen en un estado catatónico. Luego, les bajamos la dosis y los devolvemos lentamente a la realidad. Al cabo de un tiempo, los jaguares desaparecen.

Boone acompañó a Richardson de vuelta al todoterreno. Recibió dos llamadas telefónicas, contestó que sí a ambas y después desconectó el móvil.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Richardson.

– La siguiente parada es el Chan-Chan Room.

Ante la entrada de la sala de baile de la calle Cincuenta y tres había estacionadas limusinas y coches en doble fila. Tras un cordón de terciopelo, una multitud esperaba para que los porteros la cacheara con sus detectores de metales portátiles. Las mujeres que hacían cola llevaban todas escuetos vestidos o faldas muy cortas.

Boone pasó con el coche ante el gentío y se detuvo al lado de un sedán, a media manzana de distancia. Dos hombres se apearon del coche y se dirigieron al lado de la ventanilla de Boone. Uno de ellos era un afroamericano de baja estatura ataviado con una lujosa chaqueta de ante. Su compañero era blanco y del tamaño de un delantero de fútbol americano; llevaba una guerrera militar y tenía el aspecto de querer coger unos cuantos peatones y arrojarlos por la calle.

El negro sonrió.

– Eh, Boone. Ha pasado tiempo, tío. -Señaló con la cabeza a Richardson-. ¿Quién es tu amigo?

– Doctor Richardson, le presento al detective Mitchell y a su socio, el detective Krause.

– Hemos recibido su mensaje, así que nos hemos acercado y hemos charlado con los porteros de la sala. -Krause tenía un vozarrón grave y profundo-. Dicen que ese tal Romero ha llegado hará una hora más o menos.

– Ustedes dos -dijo Mitchell-, vayan a la salida de incendios. Nosotros lo sacaremos.

Boone subió la ventanilla y condujo hasta el final de la calle. Aparcó a un par de bloques de distancia, metió la mano bajo el asiento y sacó un guante de cuero negro.

– Venga conmigo, doctor. Puede que Romero tenga alguna información para nosotros.

Richardson siguió a Boone hasta el callejón donde se encontraba la salida de emergencia del Chan-Chan. A través de la puerta de hierro sonaba una música rítmica y martilleante. Unos minutos más tarde, la puerta se abrió y los detectives Mitchell y Krause arrojaron al asfalto a un flacucho puertorriqueño. Con aire despreocupado, Mitchell fue hasta el tipo y le asestó una patada en el vientre.

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