John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Mientras Michael Corrigan yacía en la mesa de operaciones, él observaba. La señorita Yang, la enfermera, se acercó con una manta eléctrica y envolvió con ella los pies del paciente. A primera hora de la mañana habían afeitado por completo la cabeza de Michael. Parecía un recluta que hubiera empezado su entrenamiento básico.

El doctor Richardson y el doctor Lau -el anestesista que había sido llevado desde Taiwan- acabaron de prepararse para la operación. Michael tenía una vía intravenosa en el brazo, y el tubo de plástico estaba conectado a una botella de suero. Ya le habían hecho las radiografías y resonancias del cerebro necesarias en una clínica privada de Westchester controlada por la Hermandad. La señorita Yang colgó las imágenes sobre una pantalla iluminada que había al fondo de la sala.

Richardson contempló a su paciente.

– ¿Cómo te encuentras, Michael?

– ¿Va a resultar doloroso?

– En realidad, no. Vamos a utilizar anestesia por motivos de seguridad. La cabeza ha de estar perfectamente inmóvil durante todo el proceso.

– ¿Y qué pasa si algo sale mal y me produce una lesión cerebral?

– Esto no es más que una intervención menor, Michael. No hay motivos para preocuparse.

Richardson hizo un gesto de asentimiento al doctor Lau, y el tubo intravenoso fue conectado a una pequeña jeringa.

– De acuerdo. Allá vamos, Michael. Empieza a contar hacia atrás desde cien.

A los diez segundos, Michael estaba inconsciente y respiraba con regularidad. Con ayuda de la enfermera, Richardson le fijó un cerco de acero al cráneo y apretó los acolchados tornillos. Aunque el cuerpo de Michael padeciera convulsiones, su cabeza no se movería.

– Es la hora del mapa -dijo Richardson a la enfermera.

La señorita Yang le entregó una regla metálica y flexible y un rotulador. El neurólogo pasó los siguientes veinte minutos dibujando una red en el cráneo de Michael. Comprobó el resultado un par de veces y a continuación marcó ocho puntos separados para una incisión.

Los neurocirujanos llevaban años colocando electrodos permanentes en el cerebro de pacientes que padecían depresión. Aquella estimulación en profundidad permitía a los médicos, mediante el simple giro de un botón, inyectar ínfimas cantidades de electricidad en el tejido cerebral para cambiar al instante el estado de ánimo del sujeto. Una de las pacientes de Richardson -una joven pastelera llamada Elaine- prefería la posición dos en el medidor electrónico cuando estaba en casa viendo la televisión; pero la aumentaba hasta cinco si tenía que preparar un pastel de boda. La misma tecnología que permitía que los científicos estimularan un cerebro iba a ser utilizada para seguir el rastro de la energía neural de Michael.

– ¿Le ha dicho la verdad? -preguntó Lawrence.

Richardson lo miró desde el otro lado del quirófano.

– ¿A qué se refiere?

– ¿El tratamiento puede provocarle una lesión cerebral?

– Si se desea monitorizar las funciones cerebrales de una persona con un ordenador, es necesario insertar sensores en el cerebro. Unos electrodos adheridos al cráneo no serían efectivos. De hecho podrían proporcionar información contradictoria.

– Pero, esos cables, ¿no dañarán las células cerebrales?

– Tenemos millones de células cerebrales, señor Takawa. Puede que el paciente se olvide de pronunciar la palabra «Constantinopla» o quizá no recuerde el nombre de la chica que se sentaba a su lado en la clase de matemáticas del instituto. Es irrelevante.

Cuando quedó satisfecho con los puntos de incisión, Richardson se sentó en un taburete al lado de la mesa de operaciones y estudió la coronilla de Michael.

– Más luz -dijo, y la enfermera Yang ajustó la lámpara quirúrgica.

El doctor Lau se hallaba unos pasos por detrás, observando el monitor de control y vigilando los signos vitales de Michael.

– Puede proceder -dijo después de haber comprobado el ritmo cardíaco y respiratorio del paciente.

Richardson bajó la taladradora ósea sujeta al brazo mecánico y comenzó a perforar con cuidado un pequeño agujero en el cráneo de Michael. Se escuchó un agudo zumbido, como en las consultas de los dentistas.

Retiró el taladro. Apareció una gota de sangre que se fue haciendo más grande, pero la señorita Yang la limpió con una gasa. Acoplado al segundo brazo mecánico que colgaba del techo había un aparato inyector neuropático. Richardson lo situó encima del pequeño agujero, apretó el gatillo y un hilo de cobre recubierto de teflón y del diámetro de un cabello humano quedó insertado directamente en el cerebro.

El hilo estaba conectado a un cable que llevaba información hasta el ordenador cuántico. Lawrence tenía un móvil con auricular y micrófono que estaba en permanente comunicación con el Centro de Ordenadores.

– Que empiece la prueba -ordenó por el micrófono a los técnicos-. El primer sensor ha sido insertado en el cerebro.

Transcurrieron cinco segundos. Veinte. Entonces, uno de los técnicos confirmó que estaban captando actividad neural.

– El primer sensor funciona -informó Lawrence-. Puede proceder.

El doctor Richardson deslizó una pequeña placa de electrodo a lo largo del hilo, la pegó al cuero cabelludo y retiró el hilo sobrante. Hora y media más tarde, todos los sensores habían sido insertados en el cerebro de Michael y conectados a sus placas. A cierta distancia parecía como si le hubieran pegado en el cráneo ocho monedas de plata.

Michael seguía inconsciente, de modo que la enfermera se quedó con él mientras Lawrence seguía a los dos médicos hasta la estancia contigua. Todos se quitaron las máscaras y las batas y las tiraron en un cesto.

– ¿Cuándo se despertará? -preguntó Lawrence.

– Dentro de una hora, más o menos.

– ¿Sentirá algún dolor?

– Mínimo.

– Excelente. Preguntaré al Centro de Ordenadores cuándo podemos dar comienzo al experimento.

El doctor Richardson parecía nervioso.

– Creo que usted y yo deberíamos hablar.

Los dos hombres salieron de la biblioteca y cruzaron el cuadrilátero hasta el centro administrativo. La noche anterior había llovido y el cielo seguía encapotado. Los rosales habían sido podados y mostraban sus secos brotes. El césped que bordeaba el camino se moría. Todo parecía vulnerable al paso del tiempo salvo el edificio sin ventanas que ocupaba el centro del terreno.

– He estado leyendo más informaciones acerca de los Viajeros -dijo Richardson-, y desde ahora mismo puedo prever que tendremos algunos problemas. Tenemos a un joven que quizá sea capaz de cruzar a otros dominios o quizá no.

– Eso es cierto -repuso Lawrence-. No lo sabremos hasta que lo intente.

– Los resultados de la investigación indican que, en ciertas condiciones, los Viajeros pueden aprender a cruzar por su cuenta. Es algo que puede producirse a causa de prolongadas situaciones de estrés o por un shock repentino. Sin embargo, la mayoría de Viajeros tienen algún tipo de maestro que los instruye…

– Los llaman Rastreadores -confirmó Lawrence-. Hemos estado buscando a alguien capaz de llevar a cabo esa tarea, pero hasta el momento no hemos tenido éxito.

Se detuvieron en la entrada del edificio administrativo, y Lawrence se percató de que Richardson era reticente a mirar El Sepulcro. El neurólogo paseaba la vista por el cielo o los parterres de hiedra, por cualquier sitio menos por aquel blanco edificio.

– ¿Y qué ocurre si no son capaces de encontrar un Rastreador? -preguntó el médico-. ¿Cómo sabrá Michael lo que debe hacer?

– La Fundación Evergreen tiene muchos contactos e influencias. Estamos haciendo todo lo que podemos.

– Es evidente que no se me cuenta toda la verdad -replicó Richardson-. Deje que le diga una cosa, señor Takawa, semejante actitud no ayuda al éxito del experimento.

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