John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– Despierta, Davey. Está pensada para no devolverte nada. Seguro que en este sitio se dedican a vaciar los bolsillos de los turistas con esas máquinas porque no ganan lo bastante con la mierda de café que sirven.

Kathy salió de detrás de la barra.

– A veces devuelven dinero. Un camionero consiguió un jackpot hace un par de semanas.

– No me vengas con mentiras, cariño. Simplemente devuélvele a mi amigo sus veinte pavos. En alguna parte debe de haber una ley que dice que os lleváis un porcentaje.

– No puedo hacer eso. Estas máquinas ni siquiera son nuestras, se las alquilamos al señor Sullivan.

Brazotes entró de regreso del aseo y se quedó cerca de la máquina tragaperras, escuchando la conversación.

– Eso nos da igual -intervino-. Todo el maldito estado de Nevada no es más que un enorme timo. ¡Devuélvenos el dinero o que el desayuno sea gratis!

– ¡Sí! -exclamó Calvorota-. Yo prefiero lo del desayuno gratis.

– Una cosa es la comida y otra las máquinas tragaperras -contestó Kathy-. Acabáis de pedir, así que…

Gordito dio unos pasos hacia la caja y agarró a Kathy por el brazo.

– ¡Diablos, creo que tomaré algo más aparte del desayuno gratis!

Sus tres colegas vocearon su aprobación.

– ¿Estás seguro? -le preguntó Brazotes-. ¿Crees que vale veinte pavos?

La puerta de la cocina se abrió de golpe, y el padre de Kathy salió con un bate de béisbol en la mano.

– ¡Suéltala! ¡Suéltala ya!

Hebilla de Plata parecía divertirse.

– ¿Me estás amenazando, viejo?

– Tú lo has dicho. Ahora coged vuestras cosas y largo de aquí.

Hebilla de Plata cogió el pesado azucarero de vidrio que había al lado del tabasco y lo lanzó con todas sus fuerzas. El padre de Kathy intentó esquivarlo, pero el recipiente le dio en el pómulo y se lo abrió. El azúcar voló en todas direcciones, y el viejo se tambaleó.

Calvorota salió del reservado, agarró el extremo del bate mientras con el brazo rodeaba por detrás el cuello del cocinero y lo inmovilizaba. Luego, sujetando la punta del bate, lo golpeó una y otra vez. El anciano se desmayó, y Calvorota dejó caer a su víctima en el suelo.

Maya tocó la mano de Gabriel.

– Salgamos por la cocina.

– No.

– Esto no es asunto nuestro.

Gabriel la miró con desprecio, y Maya sintió como si la hubiera acuchillado. No se movió -era incapaz de moverse- mientras Gabriel se levantaba e iba hacia los hombres.

– Marchaos.

– ¿Quién demonios eres tú? -Hebilla de Plata salió de su reservado. Los cuatro jóvenes estaban de pie al lado de la barra.

Calvorota dio una patada en las costillas al viejo.

– Lo primero que vamos a hacer es encerrar a este hijo de puta con su coyote.

Gabriel vaciló como alguien que solamente ha practicado la lucha en una escuela de kárate y se quedó allí, de pie, esperando el ataque.

– Ya habéis oído lo que he dicho.

– Sí. Lo hemos oído. -Calvorota blandía el bate igual que un policía su porra-. Tienes cinco segundos para esfumarte.

Maya salió de su reservado. Tenía las manos abiertas y se sentía relajada. «Nuestro tipo de lucha es como zambullirse en el mar -le había dicho en una ocasión su padre-. Caemos, pero grácilmente, empujados por la gravedad, pero de modo controlado.»

– No le pongáis la mano encima -dijo.

Los cuatro hombres se echaron a reír y avanzaron unos pasos, entrando en la zona letal.

– ¿De dónde eres tú? -preguntó Hebilla de Plata-. Suena como de Inglaterra o algo así. Por aquí, las mujeres suelen dejar que los tíos resuelvan solos sus peleas.

– Déjala que participe -intervino Brazotes-. Tiene un bonito cuerpo.

Maya notó que la frialdad de los Arlequines se apoderaba de su corazón. Instintivamente, sus ojos calcularon distancias y trayectorias entre ella y los cuatro objetivos. Su rostro estaba como muerto, inexpresivo; a pesar de todo, intentó que sus palabras sonaran lo más claro posible.

– Si le ponéis la mano encima acabaré con vosotros.

– ¡Coño, qué miedo!

Calvorota miró a su amigo y sonrió burlonamente.

– Tienes problemas, Russ. Parece que la señorita está furiosa. ¡Ten cuidado!

Gabriel se volvió hacia Maya. Por primera vez parecía llevar las riendas de su relación, como un Viajero dando órdenes a su Arlequín.

– ¡No, Maya! ¿Me has oído? ¡Te ordeno que no…!

Se había vuelto hacia ella, dando la espalda al peligro, y Calvorota levantó el bate. Maya saltó sobre un taburete y encima de la barra. Con dos largas zancadas pasó por encima de los botes de ketchup y mostaza y propinó una patada en el cuello a Calvorota. El tipo escupió y dejó escapar un sonido gorgoteante, pero no soltó el bate. Maya saltó al suelo, al tiempo que se lo quitaba de las manos y, en un solo movimiento de giro, le asestaba un golpe en la cabeza. Se escuchó un fuerte crujido, y el hombre cayó de bruces.

Por el rabillo del ojo, Maya vio que Gabriel luchaba con Hebilla de Plata. Corrió hacia Kathy sosteniendo el bate en la mano derecha y desenfundando su estilete con la izquierda. Gordito parecía aterrorizado. Levantó los brazos como un soldado que se rindiera en plena batalla, y ella le ensartó el estilete en la palma de la mano, clavándosela a la pared de madera. El ciudadano emitió un agudo chillido, pero Maya no le prestó atención y cargó contra Brazotes. Un golpe fingido a la cabeza. Un quiebro. Partirle la rodilla. Crac. Astillas y acabar en la cabeza. Su objetivo se desplomó y Maya dio media vuelta. Hebilla de Plata estaba en el suelo, inconsciente. Gabriel había acabado con él. Gordito gimoteó cuando ella se le acercó.

– ¡No! -suplicó-. ¡Por Dios, no!

Lo dejó sin sentido con un solo golpe del bate. Al desplomarse, Gordito arrancó el cuchillo de la pared.

Maya dejó caer el bate, se inclinó y arrancó el estilete de la mano. Estaba manchado de sangre, de modo que lo limpió con la camiseta de Gordito. Al levantarse, la extrema claridad de la lucha empezó a desvanecerse. Cinco cuerpos yacían en el suelo. Había protegido a Gabriel, pero nadie había muerto.

Kathy contempló a Maya como si se tratara de un espectro.

– Váyanse -dijo-. Simplemente váyanse. Llamaré al sheriff ahora mismo, pero no se preocupen. Si van hacia el sur, le diré que fueron hacia el norte. No se preocupen, le daré los datos del coche equivocados, pero váyanse.

Gabriel salió primero, y Maya lo siguió. Al pasar ante el coyote, ella forzó el candado y abrió la puerta de la jaula. Al principio, el animal no se movió, como si hubiera perdido cualquier memoria de libertad. Maya siguió caminando y miró por encima del hombro. El coyote seguía en la jaula.

– ¡Vamos! -le gritó ella-. ¡Es tu única oportunidad!

Cuando puso en marcha la furgoneta, el coyote salió cautelosamente de la jaula y contempló el aparcamiento sin asfaltar. El súbito rugido de la moto de Gabriel lo sobresaltó. Brincó a un lado, recuperó sus andares despreocupados y trotó alejándose del restaurante.

Gabriel no miró a Maya al volver a la carretera. Las sonrisas, los saludos con la mano y el hacer «eses» con la moto se habían acabado. Ella lo había protegido, lo había salvado; sin embargo, sus acciones parecían distanciarlos. Entonces Maya supo sin asomo de duda que nadie la amaría ni le brindaría consuelo. Al igual que su padre, moriría rodeada de enemigos. Moriría sola.

34

Vestido con una bata y una máscara quirúrgica, Lawrence Takawa permanecía de pie en un rincón del quirófano. El nuevo edificio en el centro del cuadrilátero de investigación no estaba equipado para esas tareas, de modo que habían montado una instalación provisional en los sótanos de la biblioteca.

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