John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– De acuerdo. Está claro que tienen grandes edificios y mucho dinero, pero eso no significa que yo sea un Viajero.

– Si lo consigue, nos ayudará a cambiar la historia. Incluso aunque fracase le proporcionaremos un entorno confortable. Nunca más tendrá que trabajar.

– ¿Y qué pasa si me niego a cooperar?

– No creo que ocurra tal cosa. No lo olvide: lo sé todo de usted, Michael. Nuestro personal lleva semanas investigándolo. A diferencia de su hermano, usted es ambicioso.

– Deje a Gabriel fuera de esto -repuso Michael en tono cortante-. No quiero que nadie lo persiga.

– No necesitamos a Gabriel: lo tenemos a usted. Y ahora le estoy ofreciendo una gran oportunidad. Usted es el futuro, Michael. Usted va a ser el Viajero que traerá la paz al mundo.

– La gente seguirá peleándose.

– ¿Recuerda lo que le he dicho? Todo se reduce a miedo y distracción. El miedo hará que la gente quiera entrar en nuestro Panóptico virtual; y, una vez allí, nosotros la mantendremos feliz y contenta. La gente será libre para tomar drogas antidepresivas, endeudarse y ponerse a régimen mientras contempla la televisión. La sociedad podrá parecer desorganizada, pero será muy estable. Cada equis años escogeremos un muñeco diferente para que nos haga discursos desde el Jardín de las Rosas de la Casa Blanca.

– Pero ¿quién tendrá realmente el control?

– La Hermandad, naturalmente. Y usted formará parte de la familia y nos guiará hacia delante.

Nash apoyó una mano en el hombro de Michael. Fue un gesto amistoso, como si fuera un tío cariñoso o un nuevo padrino. «Formará parte de la familia y nos guiará hacia delante», pensó Michael. Contempló por la ventana el blanco edificio.

El general Nash se apartó de él y fue hacia el bar.

– Deje que le sirva otra copa. Pediremos la cena: solomillo o sushi , lo que prefiera. Luego, hablaremos. La mayoría de la gente pasa por la vida sin conocer la verdad de los acontecimientos capitales de su época. Contemplan una farsa que se representa al borde del escenario mientras el verdadero drama tiene lugar tras el telón.

»Esta noche levantaré ese telón y nos daremos una vuelta entre bambalinas para ver cómo funciona la tramoya y cómo se comportan los actores en la sala de maquillaje. La mitad de lo que le enseñaron en el colegio no eran más que ficciones. La historia no es más que un teatro de marionetas para mentes infantiles.

32

Gabriel se despertó en la habitación del motel y vio que Maya no estaba. Sin hacer ruido, la joven se había levantado de la cama y vestido. A Gabriel se le antojó extraño que hubiera metido las sábanas y colocado bien las almohadas bajo la arrugada colcha. Era como si hubiera querido borrar cualquier rastro de su presencia y del hecho de que ambos habían pasado la noche compartiendo el mismo espacio.

Se sentó en la cama y se apoyó contra el endeble cabezal. Desde el momento en que había salido de Los Ángeles no había dejado de dar vueltas a lo que significaba ser un Viajero. Los seres humanos, ¿eran sólo una máquina biológica o existía algo eterno en su interior, la chispa de esa energía que Maya llamaba la Luz? Aun suponiendo que algo de aquello fuera cierto, no implicaba que él tuviera el don de «viajar».

Gabriel intentó pensar en otro mundo, pero se vio asaltado por pensamientos inconexos. No podía controlar su mente, que iba dando saltos como un mono encerrado en una jaula, trayendo imágenes de antiguas novias, de carreras de motos por la montaña y letras de viejas canciones. Oyó un zumbido y abrió los ojos. Una mosca se estrellaba repetidas veces contra el cristal de la ventana.

Furioso consigo mismo, fue al baño y se echó agua en la cara. Maya, Hollis y Vicki habían arriesgado su vida por él, pero se iban a llevar una decepción. Gabriel se sentía como quien intenta colarse en una fiesta fingiendo ser alguien importante. El Rastreador -si existía- se reiría de sus pretensiones.

Cuando volvió a la habitación vio que el ordenador portátil de Maya y su bolsa de viaje estaban al lado de la puerta. Eso significaba que se encontraba en algún sitio, cerca. ¿Y si había salido con la furgoneta a buscar comida? No podía ser: en la zona no había ningún restaurante ni tienda de comestibles.

Gabriel se vistió y salió a la zona de aparcamiento. La anciana señora que regentaba el motel había apagado el rótulo de neón, y la recepción estaba a oscuras. El cielo del amanecer era de color lavanda, con finas nubes plateadas. Caminó hacia el ala sur del motel y vio a Maya de pie sobre una losa de cemento rodeada de artemisas. La losa parecía parte de los cimientos de una casa abandonada en el desierto.

Maya parecía haber encontrado una barra de hierro entre los restos de la construcción porque, blandiéndola como si de una espada se tratase, realizaba una serie de gestos rituales y combinaciones parecidas a las que él había visto en las escuelas de kendo. Parada. Lanzamiento. Defensa. Cada movimiento se fundía grácilmente con el anterior y el siguiente.

Desde la distancia, Gabriel podía observar a Maya y mantenerse alejado de su intensa concentración. Nunca había conocido a nadie como aquella Arlequín. Sabía que se trataba de una guerrera capaz de matar sin vacilar, pero también que había pureza y sinceridad en su forma de enfrentarse al mundo. Viéndola practicar, se preguntó si a Maya le interesaba algo más aparte de su ancestral obligación, de la violencia que se había adueñado de su vida.

Una vieja escoba yacía junto a los cubos de la basura. Gabriel le arrancó el palo y fue con él hasta donde se encontraba Maya. Al verlo, ella dejó de moverse y bajó su improvisada arma.

– Me han dado algunas lecciones de kendo -dijo Gabriel-, pero tú pareces una experta. ¿Quieres que practiquemos juntos?

– Un Arlequín nunca debe luchar con un Viajero.

– Puede que yo no sea ningún Viajero, ¿vale? Deberíamos aceptar esa posibilidad, y esto no es lo que se diría precisamente una espada -contestó Gabriel haciendo girar el palo de la escoba.

Lo sujetó con ambas manos y se lanzó contra Maya no muy deprisa. Ella detuvo el golpe suavemente y balanceó su arma hacia la izquierda. Las suelas de las botas de motorista de Gabriel hacían un leve ruido al rozar el suelo y moverse sobre la losa. Por primera vez tenía la sensación de que Maya lo miraba y lo trataba como un igual. La joven incluso sonrió un par de veces cuando él bloqueó sus arremetidas e intentó sorprenderla con un movimiento inesperado. Luchando con elegancia y precisión, se movieron bajo el majestuoso cielo.

33

Cuando cruzaron la frontera del estado de Nevada empezó a hacer calor. Al abandonar California, Gabriel se quitó el casco y lo tiró dentro de la furgoneta, se puso unas gafas de sol y aceleró por delante de Maya. Ella observó cómo el viento le agitaba las mangas de la camiseta y los bajos de los tejanos. Giraron en dirección sur, hacia el río Colorado y su punto de cruce en Davis Dam.

Piedras rojas. Cactos saguaro. Ondas de calor vibrando sobre el asfalto. Al acercarse a una población llamada Searchlight, Maya vio al lado de la carretera una serie de carteles pintados a mano: «Paradise Dinner. A siete kilómetros. ¡Un coyote vivo para los niños!». «Paradise Dinner. A tres kilómetros. ¡A comer!»

Gabriel le hizo un gesto con la mano -«Vamos a desayunar»- y cuando apareció el Paradise se detuvo en el aparcamiento sin asfaltar. El establecimiento era un edificio de techo plano que asemejaba un vagón de tren de mercancías con ventanas. En el techo había un gran aparato de aire acondicionado. Sosteniendo el estuche de la espada, Maya estudió el lugar antes de decidirse a entrar. Una puerta delantera. Una puerta trasera. Delante había aparcada una baqueteada camioneta roja. A un lado había otra con un techo de acampada sobre la plataforma de carga.

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