Michael sabía que estaba prisionero y que ellos eran el enemigo. Sin embargo, Lawrence y los guardias pasaban el día asegurándose de que se sintiera a gusto. La sala de estar disponía de un estupendo televisor y de un amplio surtido de películas en DVD. Los cocineros debían de hacer turnos las veinticuatro horas del día porque siempre le preparaban lo que le viniera en gana comer. Cuando se había levantado de la cama por primera vez, Lawrence le mostró un vestidor lleno de miles de dólares en ropa, zapatos y accesorios. Las camisas de vestir eran de algodón egipcio o de seda y tenían sus iniciales discretamente bordadas en el bolsillo. Los jerséis eran del más suave cachemir. Había zapatos de vestir, zapatillas de deporte y pantuflas, todas de su talla.
Pidió un equipo de gimnasia, y en el salón aparecieron pesas y una cinta estática para correr. Si deseaba leer determinada revista o libro, no tenía más que pedírselo a Lawrence y los recibía unas horas después. La comida resultaba excelente, y podía escoger entre una lista de vinos locales y franceses. Takawa le aseguró que en el futuro también habría mujeres. Tenía todo lo que podía desear salvo la libertad de marcharse. Lawrence le dijo que el objetivo a corto plazo era que se recuperara y se pusiera en forma después de lo ocurrido. No tardaría en reunirse con cierto poderoso personaje que sería quien le explicaría todo lo que deseara saber.
Al salir de la ducha, Michael vio que alguien le había recogido la ropa y se la había dejado encima de la cama. Zapatos y calcetines, pantalón de lana gris de pinzas y un polo negro que le sentaban perfectamente. Pasó a la otra habitación de la suite y se encontró con Lawrence, que bebía una copa de vino y escuchaba un CD de jazz.
– ¿Qué tal está, Michael? ¿Ha dormido bien?
– Normal.
– ¿Algún sueño?
Michael había soñado que volaba por encima de un océano, pero no veía razón para describir lo que había ocurrido. No quería que ellos supieran lo que le pasaba por la cabeza.
– Nada de sueños. Por lo menos que yo recuerde.
– Ha llegado el momento que estaba esperando. Dentro de unos minutos se va a reunir con Kennard Nash. ¿Sabe quién es?
Michael recordaba un rostro de los noticiarios de la televisión.
– ¿No estaba en el gobierno?
– Era brigadier general. Después de retirarse del ejército, trabajó como asesor de dos presidentes. Todo el mundo lo respeta. En estos momentos, es el director ejecutivo de la Fundación Evergreen.
– «Para todas las generaciones» -dijo Michael citando el lema de la Fundación cuando patrocinaba programas de televisión. El logotipo era muy característico: en él se veía a dos niños regando un brote de abeto y a continuación todo se fundía y se transformaba en el estilizado símbolo de un árbol.
– Son las seis de la tarde. Se encuentra usted en las dependencias administrativas de nuestro centro de investigación nacional. El edificio se halla en el condado de Westchester, a unos cuarenta y cinco minutos en coche de la ciudad de Nueva York.
– ¿Y por qué me han traído aquí?
Lawrence dejó su vaso de vino y sonrió. A Michael le resultaba imposible saber lo que pensaba.
– Vamos a subir a ver al general Nash. Estará encantado de responder a todas sus preguntas.
Los dos hombres de seguridad lo esperaban en la sala de guardia. Sin decir palabra escoltaron a Michael fuera de la suite y por un pasillo hasta una fila de ascensores. A pocos metros de donde se hallaban había una ventana, y Michael comprobó que era de noche. Cuando llegó el ascensor, Lawrence le indicó que entrara; luego pasó la mano ante el sensor y apretó el botón del último piso.
– Escuche atentamente al general Nash, Michael. Es un hombre muy bien informado.
Lawrence volvió al pasillo, y Michael subió solo hasta la última planta.
El ascensor se abrió directamente a un despacho. Se trataba de una espaciosa estancia decorada igual que la biblioteca de un club privado inglés. Las paredes estaban cubiertas por estanterías de roble llenas de libros encuadernados en piel, y había butacones y lámparas de lectura con la pantalla de color verde. El único detalle que no encajaba eran las tres cámaras de vigilancia montadas en las esquinas del techo y que se movían lentamente a un lado y a otro, barriendo todo el despacho.
«Me están vigilando -pensó Michael-. Siempre hay alguien vigilando.»
Pasó por entre el mobiliario y las lámparas intentando no tocar nada. En un rincón, unos focos iluminaban una maqueta arquitectónica montada en un pedestal. Estaba formada por dos elementos: una torre central y un edificio en forma de anillo que la rodeaba. La estructura exterior estaba dividida en habitaciones idénticas, todas con una ventana de barrotes en el muro exterior y otra en la mitad superior de la puerta de entrada.
Parecía como si la torre fuera un monolito macizo; pero, cuando Michael se desplazó hasta el otro lado del pedestal, vio un corte vertical de la edificación. Era un laberinto de entradas y escaleras. Listones de madera de balsa cubrían las ventanas a modo de estores.
Michael oyó que una puerta se abría y vio a Kennard Nash entrando en la habitación. Cabeza calva. Anchos hombros. Cuando Nash sonrió, Michael se acordó de las veces que lo había visto en los programas de la televisión.
– Buenas noches, Michael. Soy Kennard Nash.
Nash cruzó rápidamente la habitación y estrechó la mano de Michael. Una de las cámaras dio un casi imperceptible giro, como si pretendiera captar la escena.
– Veo que ha visto el Panóptico -comentó acercándose a la maqueta.
– ¿Qué es? ¿Un hospital?
– Supongo que podría ser un hospital e incluso un bloque de oficinas, pero en realidad se trata de una cárcel diseñada en el siglo XVIII por Jeremy Bentham. Aunque envió los planos a todos los miembros del gobierno británico, nunca fue construida. Esta maqueta se basa en el diseño original de Bentham. -Nash se acercó y la examinó más de cerca-. Cada habitación es una celda cuyos muros son lo bastante gruesos para que no pueda haber comunicación entre los reclusos. La luz proviene del exterior, de manera que el prisionero siempre está iluminado y resulta visible.
– ¿Y los guardias están en la torre?
– Bentham la llamó bloque de inspección.
– Parece un laberinto.
– Ahí reside lo ingenioso del Panóptico. Está diseñado para que no se pueda ver la cara del vigilante ni oírlo acercarse. Piense en las implicaciones, Michael. En la torre puede haber un vigilante, veinte o ninguno. No hay ninguna diferencia. El prisionero supone que está siendo vigilado constantemente; y, al cabo de un tiempo, dicha suposición se convierte en parte de su conciencia. Cuando el sistema funciona a la perfección, los guardias pueden salir de la torre a comer o a pasar el fin de semana. Poco importa. Los prisioneros han aceptado su condición.
El general Nash se acercó a la librería y corrió una de las falsas paredes para mostrar un bar con copas, hielo y diversas botellas de licor.
– Son las seis y media. A esta hora suelo tomarme un whisky. Tengo bourbon, escocés, vodka y vino, pero también puedo pedir algo más sofisticado.
– Tomaré un malta con un poco de agua.
– Excelente. Buena elección. -Nash empezó a abrir botellas-. Yo formo parte de un grupo llamado la Hermandad. Hace bastante tiempo que existimos, pero durante cientos de años no hemos hecho más que reaccionar ante los sucesos para intentar reducir el caos. El Panóptico fue una revelación para nuestros miembros. Cambió nuestro modo de pensar.
»Hasta el estudiante de historia menos interesado sabe que el ser humano es avaricioso, impulsivo y cruel. Sin embargo, la prisión de Bentham nos enseñó que, con la tecnología adecuada, el control social es posible. No hace falta un policía en cada esquina. Lo único necesario es un Panóptico virtual que controle a la población. No es necesario observar literalmente a todo el mundo siempre. Lo que las masas han de asimilar es la posibilidad y la inevitabilidad del castigo. Se necesita la estructura, que la amenaza implícita se convierta en un hecho más de la vida. Cuando la gente deja a un lado su noción de privacidad da pie a una sociedad pacífica.
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