John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– ¿Y qué ocurrió después de eso? -preguntó.

– Pasamos unos cuantos años yendo de un lado a otro del país hasta que conseguimos unos certificados falsos de nacimiento y nos instalamos en Austin, Texas. Cuando cumplí los diecisiete, Michael decidió que debíamos mudarnos a Los Ángeles y empezar una nueva vida.

– Entonces la Tabula os encontró, y aquí estás.

– Sí -contestó Gabriel en voz baja-. Aquí estoy.

30

A Boone no le gustaba Los Ángeles. Superficialmente, la ciudad parecía bastante normal; sin embargo, había en ella cierta tendencia a la anarquía. Recordaba haber visto el vídeo de unos disturbios en el gueto, el humo elevándose en el soleado cielo, las palmeras ardiendo. En Los Ángeles había un montón de bandas de pistoleros que dedicaban la mayor parte del tiempo a matarse unas a otras. Eso era aceptable. Sin embargo, un líder visionario como un Viajero podía poner fin a la influencia de las drogas en su comportamiento y dirigir el descontento hacia fuera.

Tomó la autopista al sur, hacia Hermosa Beach, aparcó el coche en un solar y se encaminó hacia Sea Breeze Lane. Una furgoneta de la compañía de la luz se hallaba estacionada frente a la casa del indio. Boone llamó a la puerta del vehículo; Pritchett levantó la cortinilla que cubría la ventana, sonrió y asintió con entusiasmo al verlo. Boone abrió la puerta y entró.

Los tres mercenarios de la Tabula estaban al fondo, sentados en sillas plegables de playa. Héctor Sánchez era un antiguo federal mexicano que se había visto implicado en un escándalo de sobornos. Ron Olson era un antiguo militar y policía acusado de violación. El más joven del grupo era Dennis Pritchett. Llevaba corto su cabello castaño, tenía el rostro redondeado y educadas pero severas maneras, que le daban aspecto de joven misionero. Iba a la iglesia tres veces por semana y nunca pronunciaba palabras malsonantes. Durante los últimos años, la Hermandad había empezado a enrolar verdaderos creyentes de otras religiones. Aunque se les pagaba como mercenarios, se habían unido a la Hermandad por razones morales. En lo que a ellos hacía referencia, los Viajeros eran falsos profetas que desafiaban la que ellos consideraban que era la auténtica fe. Se suponía que ese nuevo personal era más de fiar e implacable que los mercenarios habituales, pero Boone no confiaba demasiado en ellos: comprendía mucho mejor la ambición y el miedo que el celo religioso.

– ¿Dónde está nuestro sospechoso?

– En el porche trasero -contestó Pritchett-. Aquí. Echa un vistazo.

Se levantó de la silla, y Boone se sentó ante la pantalla. Uno de los aspectos más agradables de su trabajo era que le brindaba la tecnología necesaria para poder ver a través de las paredes. Para la misión de Los Ángeles, la furgoneta había sido equipada con detectores de imagen térmica. La cámara especial proporcionaba una imagen en blanco y negro de cualquier superficie que produjera o reflejara calor. En el garaje se veía una mancha blanca: aquello era el calentador de agua. En la cocina había otra, seguramente la cafetera. Una tercera silueta se movía entre las sombras, y Pritchett la señaló con el dedo. Thomas «Camina por la Tierra» estaba sentado en el porche de atrás.

El grupo de vigilancia llevaba tres días controlando la casa, espiando las llamadas telefónicas y utilizando Carnivore para analizar el correo electrónico.

– ¿Algún mensaje recibido o enviado? -preguntó Boone.

– Esta mañana ha recibido un par de llamadas acerca de una cabaña de sudor para el fin de semana -respondió Sánchez.

Olson miró el ordenador.

– Nada en su correo salvo spam.

– Bien -comentó Boone-. Pongámonos en marcha. ¿Tenéis todos la placa?

Los tres hombres asintieron. Les habían dado identificaciones del FBI al llegar a Los Ángeles.

– De acuerdo. Héctor y Ron, por la puerta de delante. Si se produce alguna resistencia, la Hermandad os ha dado permiso para cerrar la ficha de este tío. Dennis, tú vienes conmigo. Iremos por el callejón.

Los cuatro hombres salieron de la furgoneta y cruzaron rápidamente la calle. Olson y Sánchez subieron los peldaños del porche de entrada de la casa. Boone abrió la puerta de madera y Pritchett lo siguió. En el jardín de atrás había una rudimentaria cabaña hecha de ramas y pieles de animal.

Al doblar la esquina de la casa vieron a Thomas «Camina por la Tierra» sentado a una pequeña mesa de madera dispuesta en el porche. El indio había desmontado un triturador de basuras y estaba juntando las piezas. Boone miró a Pritchett y vio que el joven había desenfundado su automática de 9 mm, y la aferraba con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Un ruido de algo que se rompía llegó del otro lado de la casa cuando los otros dos mercenarios forzaron la entrada.

– No pasa nada -le dijo Boone a Pritchett-. No hay de qué preocuparse. -Se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó la falsa placa del FBI-. Buenas tardes, Thomas. Soy el agente especial Baker, y él es el agente especial Morgan. Tenemos una orden de registro de su casa.

Thomas «Camina por la Tierra» dejó de atornillar el tornillo del triturador. Soltó la llave y estudió a los dos visitantes.

– No creo que sean agentes de policía de verdad -dijo-. Y tampoco creo que eso sea un mandamiento auténtico. Por desgracia he dejado mi arma en la cocina, así que voy a aceptar esta particular situación.

– Sabia decisión -contestó Boone-. Me alegro por usted. -Se volvió hacia Pritchett-. Ve a la furgoneta y pon en marcha las comunicaciones. Dile a Héctor que se ponga el traje y use el olfateador.

– ¡Sí, señor! -Pritchett enfundó el arma-. ¿Y qué hay del sospechoso, señor?

– Todo irá bien. Voy a mantener una conversación con el señor Thomas acerca de sus distintas opciones.

Decidido a hacer un buen trabajo, Pritchett corrió por el callejón. Boone cogió una banqueta y se sentó a la mesa.

– ¿Qué le pasa al triturador? -preguntó.

– Se atascó y se le quemó el motor.

– ¿Sabe cuál fue el problema?

Thomas señaló algo negro y redondo que estaba sobre la mesa.

– Un hueso de ciruela.

– ¿Y por qué no compra un triturador nuevo?

– Demasiado caro.

Boone asintió.

– Es verdad. He examinado su cuenta bancaria y el saldo de su tarjeta. No tiene un centavo.

Thomas Camina por la Tierra siguió trabajando, rebuscando entre las piezas esparcidas en la mesa.

– Me alegro mucho de que un supuesto policía se interese por mis supuestas finanzas.

– ¿No quiere conservar la casa?

– No es importante. Siempre puedo regresar con mi tribu, en Montana. He estado demasiado tiempo en este lugar.

Boone metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de cuero, sacó un sobre y lo puso en la mesa.

– Esto son veinte mil dólares en efectivo. Son todos suyos a cambio de una conversación honrada.

Thomas «Camina por la Tierra» lo cogió pero no lo abrió, sino que lo sostuvo en la palma de la mano como si lo sopesara. Luego, lo dejó a un lado.

– Dado que soy un hombre honrado, le daré su conversación a cambio de nada.

– Una joven cogió un taxi para venir a esta dirección. Su nombre es Maya, pero seguramente usó otro falso. Tiene unos veinte años, cabello oscuro y ojos azul claro. Creció en Gran Bretaña y tiene acento inglés.

– Viene a verme mucha gente. Puede que estuviera en una de mis cabañas de sudor. -Thomas sonrió a Boone-. Todavía quedan algunas plazas para la ceremonia del fin de semana. Usted y sus hombres deberían venir. Tocarán el tambor, sudarán y expulsarán sus demonios y cuando salgan al frío aire se sentirán vivos de verdad.

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