Maya metió la mano en su bolso y sacó el GNA. Un número par significaría seguir conduciendo; uno impar, detenerse. Apretó el botón, y el GNA mostró 88.167. Maya hizo señales con las largas y se metió por el camino de gravilla. El motel tenía forma de «U», doce habitaciones y una piscina vacía donde crecían malas hierbas.
Maya se apeó de la furgoneta y se acercó a Gabriel. Necesitaba que compartieran la misma habitación, para que de ese modo pudiera vigilarlo. Aun así, Maya decidió no mencionarlo.
«No lo presiones -se dijo-. Haz que parezca una excusa.»
– No tenemos mucho dinero. Será mejor que compartamos la habitación.
– De acuerdo -contestó Gabriel siguiéndola hasta la iluminada recepción.
La propietaria era una anciana que empalmaba cigarrillo tras cigarrillo y que sonrió burlonamente cuando Maya escribió «Señor y Señora Thompson» en el libro de registro.
– Pagaremos en efectivo -dijo Maya.
– Muy bien, cariño. Intentad no romper nada.
Dos camas deformadas, una mesa diminuta y dos sillas de plástico. La habitación tenía aire acondicionado, pero Maya prefirió no conectarlo: el ruido del ventilador amortiguaría el de cualquiera que se acercara. Abrió la ventana de encima de las camas y se dirigió al cuarto de baño. Un agua tibia goteó de la ducha. Tenía un olor alcalino y le costó aclararse el abundante cabello. Salió vestida con una camiseta y un pantalón corto de deporte. Gabriel entró a continuación.
Maya apartó el cobertor y se deslizó bajo la sábana con su espada descansando a escasos centímetros de su pierna derecha. Cinco minutos después, Gabriel salió del baño con el pelo mojado, en camiseta y calzoncillos. Caminó por la gastada moqueta y se sentó en una esquina del colchón. Maya creyó que iba a decir algo, pero él cambió de opinión y se metió en la cama.
Tumbada boca arriba, se dedicó a situar los sonidos que la rodeaban: el viento que empujaba levemente la puerta de rejilla, el ocasional coche o camión que pasaba por la carretera. Empezó a dormirse, y en el duermevela volvió a ser aquella niña en el túnel del metro, de pie mientras los tres hombres la atacaban.
«No. No pienses en eso.»
Abrió los ojos, volvió ligeramente la cabeza y miró a Gabriel. Tenía la cabeza sobre la almohada, y su cuerpo era una vaga forma bajo el cobertor. Maya se preguntó si tendría muchas novias en Los Ángeles, amiguitas que le hicieran carantoñas y le dijeran «te quiero». Ella desconfiaba de la palabra «amor». Todo el mundo la usaba en canciones y anuncios de la televisión; pero si «amor» resultaba una palabra engañosa, una palabra para ciudadanos, ¿qué era lo más íntimo que un Arlequín podía llegar a decir a otra persona?
Entonces la frase acudió a su mente: lo último que había escuchado decir a su padre en Praga: «Daría mi vida por ti».
Se oyó un crujido cuando Gabriel se removió en la cama, inquieto. Pasaron unos minutos, y entonces él levantó la cabeza de la almohada.
– Esta tarde, cuando estábamos en el restaurante te enfadaste. No debí hacer todas esas preguntas.
– No necesitas saber nada de mi vida, Gabriel.
– Yo tampoco tuve una infancia normal. Mis padres desconfiaban de todo y de todos. Siempre estaban huyendo o escapando de algo.
Se hizo el silencio. Maya se preguntó si debía decir algo. ¿Acaso se suponía que los Arlequines y sus protegidos podían mantener conversaciones íntimas?
– ¿Llegaste a conocer a mi padre? -preguntó ella-. ¿Te acuerdas de él?
– No. Pero me acuerdo de la primera vez que vi la espada de jade. Yo debía de tener cinco o seis años.
Gabriel permaneció en silencio, y ella no hizo más preguntas. Algunos recuerdos eran como cicatrices que se mantenían ocultas a la vista de los demás. Un camión pasó ante el motel. Un coche. Otro camión. Si un vehículo se detuviera en el aparcamiento, ella oiría sus neumáticos aplastando la gravilla.
– Me olvido de mi familia cuando salto en paracaídas o paseo en moto. -Las palabras de Gabriel eran un susurro que se perdía en la oscuridad-. Luego, cuando paro, todo vuelve.
– Todos mis recuerdos de la infancia son de viajar en coche o en camioneta. Siempre estábamos haciendo las maletas y marchándonos a alguna parte. Supongo que por eso tanto Michael como yo estábamos tan obsesionados con tener un hogar.
»Siempre que nos quedábamos en un sitio más de una semana hacíamos ver que íbamos a instalarnos para siempre. Pero si un coche pasaba más de una vez ante nuestro motel o el tipo de la gasolinera le hacía a mi padre alguna pregunta poco frecuente, entonces él y mi madre empezaban a cuchichear hasta que nos despertaban en plena noche y teníamos que vestirnos en la oscuridad, y antes de que amaneciera volvíamos a estar en la carretera, rumbo a ninguna parte.
– ¿Vuestros padres nunca os dieron una explicación?
– En realidad, no. Y ésa fue una de las razones por las que nos daba tanto miedo. Se limitaban a decir: «Este sitio es peligroso», o «Hay gente mala que nos busca». Acto seguido hacíamos las maletas y nos largábamos.
– ¿Y nunca os quejasteis?
– Nunca delante de mi padre. Siempre iba vestido con ropa gastada y botas de trabajo, pero había algo en él, en su mirada, que hacía que pareciera muy sabio y poderoso. Los desconocidos no dejaban de contarle sus secretos, como si él pudiera ayudarlos.
– ¿Y cómo era tu madre?
Gabriel permaneció callado un minuto.
– Sigo pensando en la última vez que la vi antes de que muriera. No logro quitármelo de la cabeza. Cuando éramos pequeños siempre era positiva con todo. Si la camioneta se nos estropeaba en plena carretera, nos sacaba y nos llevaba a pasear por los campos para ver si encontrábamos un trébol de cuatro hojas.
– Y vosotros, ¿cómo os portabais? -preguntó Maya-. ¿Erais buenos o traviesos?
– Yo era bastante reservado y me guardaba las cosas para mí.
– ¿Y Michael?
– Él era el típico hermano mayor seguro de sí mismo. Siempre que necesitábamos pedir un trastero o más toallas en los hoteles, mis padres enviaban a Michael para que fuera a hablar con el gerente.
»A veces, lo de estar siempre en la carretera no estaba mal. A pesar de que mi padre no trabajaba, parecía que siempre teníamos suficiente dinero. Mi madre odiaba la televisión, de modo que no dejaba de contarnos cuentos o de leernos libros. Le gustaban Mark Twain y Charles Dickens. Recuerdo lo emocionada que estaba cuando nos leyó La piedra lunar , de Wilkie Collins. Mi padre nos enseñó a poner a punto un motor de coche, a leer un mapa y cómo no perderse en una ciudad desconocida. En lugar de estudiar libros de texto, nos deteníamos en todos los hitos históricos que encontrábamos en las carreteras.
»Cuando yo tenía ocho años y Michael doce, nuestros padres nos llamaron y nos dijeron que pensaban comprar una granja. Nos deteníamos en los pueblos pequeños, comprábamos la prensa local e íbamos a ver las fincas que se anunciaban con carteles de "En venta". A mí, todas me parecían bien; pero mi padre siempre volvía a la camioneta meneando la cabeza y le decía a mi madre: "Las condiciones no son buenas". Al cabo de unas semanas de aquello, llegué a creer que las "condiciones" eran un grupo de viejos egoístas a los que les gustaba decir que no.
»Cruzamos Minnesota y giramos al oeste, hacia Dakota del Sur. En Sioux Falls, mi padre se enteró de una granja que se vendía en un sitio llamado Unityville. Era una zona bonita con colinas, lagos y campos de alfalfa. La granja se hallaba a un kilómetro de la carretera, oculta por una arboleda. Tenía un gran granero rojo, unos cuantos cobertizos para los aperos y una desvencijada vivienda de dos plantas.
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