John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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»Mientras fue pequeña la tuvimos en una caja de cartón y la alimentamos con comida para gatos. Decidí llamarla Minerva porque había leído un libro donde explicaba que esa diosa tenía una lechuza que la ayudaba. Cuando Minerva se hizo mayor, mi padre recortó un agujero en la pared de la cocina y construyó una plataforma a ambos lados con una pequeña trampilla. Entre todos enseñamos a Minerva a empujarla para entrar en la cocina.

»Mi padre instaló la jaula de la lechuza entre unos matorrales que había al final del camino. La jaula tenía un contrapeso que abría la puerta; el mecanismo estaba atado a un sedal que cruzaba el camino. Se suponía que si aparecía un coche, éste tiraría del hilo y abriría la jaula; entonces, Minerva volaría hasta la casa y nos avisaría de que teníamos visita.

– Una buena idea.

– Quizá, pero entonces no me lo parecía tanto. Yo había visto muchas películas de espías en las televisiones de los moteles y me acordaba de todos aquellos artilugios de alta tecnología. Me parecía que, si había gente mala persiguiéndonos, íbamos a necesitar mejor protección que la de una lechuza.

»En cualquier caso, tiré del hilo, la jaula se abrió y Minerva voló colina arriba. Cuando mi padre y yo llegamos a la cocina, la lechuza había entrado por la trampilla y estaba comiendo su comida de gato. Llevamos a Minerva de vuelta a la jaula y probamos el invento una segunda vez. La lechuza voló de nuevo hacia casa.

»Fue entonces cuando pregunté a mi padre por qué había gente que quería matarnos. Me contestó que me lo explicaría cuando yo fuera un poco más mayor. También le pregunté por qué no podíamos marcharnos al Polo Norte o a cualquier otro lugar donde nadie pudiera encontrarnos. Mi padre me miró con aire cansado. "Yo podría ir a un sitio así -me dijo-, pero ni tú ni Michael ni vuestra madre podríais venir. No pienso huir y dejaros solos."

– ¿Te dijo que era un Viajero?

– No -contestó Gabriel-. Nada de eso. Pasamos varios inviernos y no ocurrió nada malo. Michael dejó de pelearse en el colegio, pero los otros chicos creían que era un embustero porque les había contado lo de la espada de jade y las armas de nuestro padre y al mismo tiempo les había dicho que teníamos una piscina en el sótano y un tigre en el granero. Les había explicado tantas historias que nadie pensó que alguna pudiera ser cierta.

»Una tarde, mientras esperábamos a que el autobús del colegio nos llevara a casa, uno de los chicos mencionó un puente de hormigón que cruzaba la autopista interestatal. Una tubería de agua corría bajo el puente, y unos años antes un chaval llamado Andy la había utilizado para colgarse de ella y pasar al otro lado de la carretera.

»"Eso no es nada -les dijo Michael-, mi hermano pequeño podría hacerlo dormido." Veinte minutos más tarde, me hallaba en el terraplén bajo el puente. Salté, me agarré a la tubería y empecé a cruzar la interestatal mientras Michael y los demás chicos miraban. Sigo pensando que podría haberlo conseguido; pero, cuando estaba a medio camino, la tubería se partió, y yo caí a la carretera. Me di un golpe en la cabeza y me partí la pierna por dos sitios. Recuerdo haber levantado la cabeza y haber visto un camión precipitándose hacia mí. Me desmayé y cuando me desperté me vi en la sala de urgencias del hospital con la pierna enyesada. Estoy casi seguro de haber oído a Michael decir a la enfermera que mi nombre era Gabriel Corrigan. No sé por qué lo hizo. Quizá creyó que yo moriría si no daba el nombre verdadero.

– Y así fue como la Tabula os localizó.

– Puede ser, pero quién sabe… Pasaron varios años sin que ocurriera nada. Un día, cuando yo tenía doce años y Michael dieciséis, estábamos sentados en la cocina haciendo los deberes después de cenar. Era enero, y fuera hacía mucho frío. De repente, Minerva entró por la trampilla aleteando y parpadeando ante la luz.

»Eso ya había ocurrido antes, cuando el perro de los Stevenson había tirado del hilo, así que me puse las botas y salí fuera en busca del perro. Di la vuelta a la casa, miré colina abajo y entonces vi a cuatro hombres salir de entre los matorrales. Iban todos de negro y llevaban rifles. Hablaron entre ellos, se separaron y empezaron a remontar la colina.

– Mercenarios de la Tabula -dijo Maya.

– Yo no sabía quiénes eran. Durante unos segundos fui incapaz de moverme. Luego, corrí a la casa y avisé a mi familia. Mi padre subió a toda prisa al dormitorio y volvió con una bolsa de viaje y la espada. Me dio la espada a mí y la bolsa a mi madre. A continuación entregó la escopeta a Michael y nos ordenó que saliéramos por la puerta de atrás y nos ocultáramos en el sótano de uno de los cobertizos. "¿Y tú?", le preguntamos nosotros. "Id al sótano y quedaos allí -nos dijo-. No salgáis hasta que oigáis mi voz."

»Mi padre cogió el fusil de asalto y salió por la puerta de atrás. Nos dijo que camináramos a lo largo de la cerca para no dejar huellas en la nieve. Yo quería quedarme y ayudarlo, pero mi madre dijo que teníamos que obedecer. Cuando llegamos al jardín, oí disparos y un hombre que gritaba. No era la voz de mi padre. De eso estoy seguro.

»El sótano no era más que un espacio para los aperos. Michael abrió la puerta, y bajamos por la escalera. Las bisagras estaban tan oxidadas que Michael no pudo cerrarla completamente. Nos quedamos los tres en la oscuridad, sentados en un peldaño de cemento. Durante un rato escuchamos tiros, pero después todo quedó en silencio. Cuando me desperté, el sol entraba por la rendija de la puerta.

»Michael la abrió y lo seguimos fuera. La casa y el granero habían ardido. Minerva volaba sobre nuestras cabezas como si buscara algo. Cuatro hombres yacían muertos en distintos lugares, a unos veinte o treinta metros unos de otros, y la sangre había derretido la nieve a su alrededor.

»Mi madre se sentó, se abrazó las rodillas y se echó a llorar. Michael y yo examinamos lo que quedaba de la casa, pero no encontramos rastro de nuestro padre. Le dije a Michael que no lo habían matado y que había escapado.

»"Olvídalo -me contestó-. Será mejor que salgamos de aquí. Tienes que ayudarme con mamá. Iremos a casa de los Tedford y les cogeremos prestada la camioneta." Volvió al sótano y salió con la espada y la bolsa de viaje. Miramos dentro y vimos que estaba llena de fajos de billetes de cien dólares. Mi madre seguía sentada en la nieve, llorando y hablando consigo misma igual que una demente. Con las armas y la bolsa, la llevamos a campo traviesa hasta casa de los Tedford. Cuando Michael llamó a la puerta, Don e Irene aparecieron en pijama.

»Yo había escuchado las trolas de Michael en el colegio, pero nadie se las creía. Sin embargo, esa vez sonaba como si creyera realmente lo que decía. Contó a los Tedford que nuestro padre era un militar que había huido del ejército y que aquella noche unos agentes del gobierno lo habían matado y quemado nuestra casa. El relato me pareció una locura, pero entonces me acordé del hijo de los Tedford muerto en la guerra.

– Una hábil mentira.

– Tienes razón. Y funcionó. Don Tedford nos dejó su camioneta. Michael ya la había conducido por la granja. Cargamos las armas y la bolsa de viaje y nos alejamos por el camino. Mi madre se tendió en el asiento de atrás. Yo la cubrí con una manta, y se durmió. Cuando miré por la ventanilla, vi a través del humo a Minerva volando.

Gabriel dejó de hablar, y Maya se quedó contemplando el cielo raso. Un camión pasó por la carretera, y la luz de sus faros penetró por entre las cortinas. De nuevo la oscuridad. El silencio. Las sombras que los rodeaban parecieron ganar peso y sustancia. Maya tuvo la impresión de que los dos yacían en el fondo de una profunda piscina.

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