John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Empezó a preocuparse cuando no lo vio regresar. ¿Y si había decidido olvidarse del Rastreador y desaparecer por su cuenta? ¿Y si le había ocurrido algo malo? Quizá la Tabula lo había capturado y en ese momento esperaban que ella apareciera. Pasaron diez minutos. Veinte. Cuando casi había perdido los nervios, un puntito surgió en la carretera ante ella. Se fue haciendo cada vez más grande, hasta que por fin Gabriel salió de entre la calina. Iba a toda velocidad cuando la sobrepasó en sentido contrario, sonriendo y agitando la mano.

«¡Idiota! -pensó Maya-. ¡Maldito idiota!»

Observándolo por el retrovisor, vio a Gabriel dar media vuelta y acelerar para atraparla. Cuando la adelantó, hizo señales con las largas y tocó la bocina. Luego aminoró y se puso a la altura de la furgoneta. Maya bajó la ventanilla.

– ¡No puedes hacer eso! -le gritó.

Gabriel se llevó un dedo a la oreja y meneó la cabeza: «Lo siento, no puedo oírte».

– ¡No corras tanto! Has de quedarte conmigo.

Gabriel sonrió como un muchacho travieso y volvió a acelerar alejándose de Maya. Nuevamente se perdió en la distancia, tragado por la bruma. Un espejismo apareció sobre el lecho de un lago seco, y la falsa agua rieló bajo el ardiente sol.

Cuando llegaron a la localidad de Saltus, Gabriel se detuvo en un establecimiento que era mitad restaurante, mitad tienda de ultramarinos y había sido construido para parecer una cabaña de troncos de los pioneros del Oeste. Llenó el depósito de gasolina y entró en el edificio.

Maya echó un poco de gasolina en la furgoneta, pagó al viejo del surtidor y entró en el restaurante por una puerta abierta. El lugar estaba decorado con aperos de labranza y lámparas hechas con ruedas de carro. En las paredes colgaban cabezas disecadas de ciervos y cabras montés. Era primera hora de la tarde y no había clientes.

Se instalaron en un reservado y encargaron la comida a una camarera de aspecto aburrido y vestida con un sucio delantal. Los platos llegaron enseguida. Gabriel devoró su hamburguesa y pidió otra mientras Maya tomaba pequeños bocados de su tortilla de champiñones.

Los que conseguían cruzar a otros dominios a menudo se convertían en guías espirituales. Sin embargo, Gabriel Corrigan no mostraba el menor signo de espiritualidad. La mayor parte del tiempo se comportaba como todos los jóvenes a los que les gustaban las motos y se echaban demasiado ketchup en la comida. No era más que un ciudadano cualquiera, del montón. Aun así, Maya se sentía incómoda estando cerca de él. Los hombres que había conocido en Londres estaban encantados de escucharse a sí mismos y le habían prestado atención con un oído mientras esperaban su turno para hablar. Gabriel era diferente: la observaba detenidamente, atendía a lo que ella decía y parecía responder a sus cambios de humor.

– ¿Tu nombre es realmente Maya? -preguntó.

– Sí.

– ¿Y cuál es tu apellido?

– No tenemos.

– Todo el mundo tiene apellido -contestó Gabriel-. Eso a menos que seas una estrella del rock o rey de alguna parte.

– En Londres me hacía llamar Judith Strand. Entré en este país con un pasaporte alemán que decía que me llamaba Gretchen Voss. Tengo más pasaportes de reserva de tres países distintos, pero Maya es mi nombre Arlequín.

– ¿Y qué significa?

– Los Arlequines escogen un nombre especial cuando cumplen quince o dieciséis años. No hay un ritual que deba seguirse. Simplemente uno decide un nombre y lo comunica a la familia. Los nombres no siempre tienen un significado concreto. El Arlequín francés que se hace llamar Linden ha adoptado el nombre de un árbol con hojas en forma de corazón. Una Arlequín irlandesa especialmente feroz se hace llamar Madre Bendita.

– ¿Y tú por qué te llamas Maya?

– Escogí un nombre que molestaba a mi padre. Maya es otro de los nombres de la diosa Devi, consorte de Shiva; pero también significa «ilusión», el falso mundo de los sentidos. Eso es en lo que yo deseaba creer, en las cosas que pudiera ver, notar y oír. No en Viajeros y en mundos diferentes.

Gabriel contempló el pequeño restaurante. En un cartel se leía: «Creemos en Dios. Aparte de Él, que los demás paguen en efectivo».

– ¿Qué hay de tus hermanos y hermanas? ¿También van por el mundo con espadas a la búsqueda de Viajeros?

– Soy hija única. Mi madre provenía de una familia sij que llevaba tres generaciones viviendo en Gran Bretaña. Me dio esto… -Maya alzó la muñeca y mostró un brazalete-. Es un kara y te recuerda que no debes hacer nada que pueda ser motivo de vergüenza o desgracia.

Maya deseaba acabar la comida y salir del restaurante. Cuando estuviera fuera podría ponerse las gafas de sol y ocultar sus ojos.

– ¿Cómo era tu padre? -le preguntó Gabriel.

– No necesitas saber nada de él.

– ¿Era un chiflado? ¿Te pegaba?

– Claro que no. Normalmente estaba en el extranjero intentando salvar a algún Viajero. Mi padre nunca nos decía adónde iba. Nosotras nunca sabíamos si estaba vivo o muerto. Podía saltarse un aniversario o la Navidad, pero después aparecía en cualquier momento inesperado; en esos casos, padre siempre se comportaba como si todo fuera normal y únicamente hubiera salido a tomar una cerveza a la vuelta de la esquina. Supongo que yo lo echaba de menos, pero al mismo tiempo no quería que volviera a casa porque eso significaba reanudar las clases.

– ¿Te enseñó él a manejar la espada?

– Eso fue sólo una parte del adiestramiento. También tuve que aprender kárate, judo, kickboxing y a disparar distintos tipos de armas de fuego. Intentó inculcarme cierta forma de pensar. Si estábamos comprando en una tienda, de repente me pedía que le describiera todas las personas que hubiéramos visto. Si íbamos juntos en el metro me ordenaba que examinara a la gente y estableciera un orden de lucha. Se supone que primero hay que acabar con el más fuerte y continuar hasta el más débil.

Gabriel asintió, como si comprendiera de lo que ella estaba hablando.

– A medida que me fui haciendo mayor -prosiguió Maya-, mi padre contrataba ladrones o drogadictos para que me siguieran por la calle, después del colegio. Yo tenía que detectarlos y descubrir la manera de escapar. Mi entrenamiento siempre tenía lugar en la calle y era tan peligroso como resultara posible.

Estaba a punto de contar la pelea en el metro con los matones del fútbol cuando, por suerte, la camarera llegó con la segunda hamburguesa. Gabriel la dejó a un lado e intentó proseguir con la conversación.

– Parece como si no te gustara haberte convertido en Arlequín.

– Intenté llevar la vida de un ciudadano. Pero no fue posible.

– ¿Te disgusta que así fuera?

– No siempre podemos escoger nuestro camino.

– Se diría que estás enfadada con tu padre.

Aquellas palabras se le colaron por entre la coraza y le llegaron al corazón. Por un momento creyó que iba a ponerse a llorar con tanta fuerza que haría añicos el mundo que la rodeaba.

– Yo… lo respetaba -balbuceó.

– Eso no significa que no puedas estar enfadada con él.

– Olvídate de mi padre -atajó Maya-. No tiene nada que ver con nuestra situación actual. En estos momentos, la Tabula nos anda buscando, y yo intento protegerte. Deja de hacer carreras con la moto. Necesito tenerte a la vista todo el tiempo.

– Estamos en medio del desierto, Maya. Nadie nos ve.

– La Red sigue existiendo aunque tú no veas las líneas. -Maya se levantó y se echó al hombro el estuche de la espada-. Acaba tu comida. Te espero fuera.

Durante el resto del día, Gabriel condujo delante de ella a la misma velocidad de la furgoneta. El sol se fundió con el horizonte mientras seguían viajando hacia el este. A unos sesenta kilómetros del límite de Nevada vieron el cartel de neón verde y azul de un pequeño motel.

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