John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– A partir de ahora has de tener mucho cuidado -le dijo Maya a Hollis-. La Tabula ha desarrollado un sistema de rastreo de las transacciones electrónicas. También están experimentando con segmentados, animales modificados genéticamente para matar personas. Tu mejor estrategia consistirá en ser disciplinado y a la vez imprevisible. Los ordenadores de la Tabula tienen dificultades a la hora de calcular ecuaciones que incluyan elementos aleatorios.

– Tú ocúpate de enviar el dinero -contestó Hollis abriendo la verja-. No te preocupes por mí.

Gabriel salió el primero, y Maya lo siguió. La furgoneta y la moto bajaron lentamente por la calle, giraron en la esquina y se perdieron de vista.

– ¿Qué opinas? -preguntó Vicki-. ¿Crees que estarán a salvo?

Hollis se encogió de hombros.

– Gabriel siempre ha llevado una vida muy independiente. No sé si va a aceptar las órdenes de una Arlequín.

– ¿Y qué opinas de Maya?

– En el circuito de lucha de Brasil, te sitúas en medio del ring antes de un combate. Luego, el árbitro presenta a los contendientes y miras a los ojos a tu adversario. Hay gente que opina que la pelea se ha terminado en ese momento porque hay uno que está fingiendo ser valiente mientras que el ganador está mirando a través del otro.

– ¿Y Maya es así?

– Acepta la posibilidad de morir, y no parece asustarla. Ésa es una gran ventaja para un guerrero.

Vicki ayudó a Hollis a recoger la cocina y a lavar los platos. Él le preguntó si le gustaría acompañarlo a su escuela y recibir su primera clase de capoeira a las cinco de la tarde, pero Vicki rehusó y le dio las gracias. Era hora de regresar a casa.

Durante el viaje en coche no se dirigieron la palabra. Hollis no dejó de observarla, pero ella no le devolvió las miradas. Cuando aquella mañana se había ido a duchar, Vicki había cedido a la curiosidad y registrado el baño igual que un detective. En el cajón de debajo del lavamanos había encontrado un camisón limpio, un spray de laca para el pelo, compresas y cinco cepillos de dientes por estrenar. No esperaba que Hollis hubiera hecho voto de castidad, pero cinco cepillos de dientes, cada uno en su estuche, sugería una serie interminable de mujeres desnudándose y desfilando por su cama. Luego, a la mañana siguiente, Hollis las devolvería a su casa, tiraría los cepillos usados y vuelta a empezar.

Cuando llegaron a su calle cerca de Baldwin Hills, Vicki pidió a Hollis que aparcara en la esquina. No quería que su madre la viera en el coche y saliera corriendo de casa. Josetta supondría lo peor de Hollis: que la rebelión de su hija había sido causada por su relación secreta con aquel hombre.

Se volvió hacia él.

– ¿Cómo vas a convencer a la Tabula de que Gabriel sigue en Los Angeles?

– No tengo un plan preciso, pero ya se me ocurrirá algo. Antes de que Gabriel se marchara, grabé su voz en una cinta. Si lo oyen haciendo una llamada local supondrán que sigue en la ciudad.

– Y luego, ¿qué harás?

– Coger el dinero y adecentar mi escuela. Necesitamos un sistema de aire acondicionado porque el propietario del inmueble no quiere soltar la pasta.

Vicki debió de mostrar su decepción ante la mal disimulada actitud de fastidio de Hollis.

– ¡Vamos ya, Vicki, no te comportes como una meapilas! En las últimas veinticuatro horas no has sido así.

– ¿Y cómo es una meapilas?

– Haciendo siempre juicios morales. Citando a Isaac T. Jones a la mínima oportunidad.

– Sí, me olvidaba que tú no crees en nada.

– Creo en ver las cosas con claridad. Y me parece que está muy claro que la Tabula tiene toda la pasta y todo el poder. Hay más de una posibilidad de que localicen a Gabriel y a Maya. Ella es una Arlequín, así que no se rendirá. -Hollis meneó la cabeza-. Predigo que dentro de unas semanas habrá muerto.

– ¿Y no piensas hacer nada?

– No soy un idealista. Dejé la iglesia hace mucho. Tal como te dije, acabaré el trabajo, pero no voy a luchar por una causa perdida.

Vicki apartó la mano del tirador y se encaró con él.

– Dime, Hollis, ¿de qué te ha servido todo tu entrenamiento? ¿Para hacer dinero? ¿Eso es todo? ¿No deberías estar luchando por algo que ayudara a los demás? La Tabula quiere capturar y controlar a cualquiera que pueda ser un Viajero, y desean que los demás nos comportemos como robots, obedeciendo a los rostros que aparecen en la televisión y odiando y temiendo a gente que nunca hemos visto.

Hollis hizo un gesto de indiferencia.

– No digo que no tengas razón, pero eso no cambia nada.

– Y si se desencadena una gran batalla, ¿de qué lado estarás tú?

Vicki puso la mano en el tirador, dispuesta a marcharse; pero Hollis extendió la suya y se la acarició. Con un simple y suave tirón la atrajo hacia él, se inclinó y la besó en los labios. Fue como si la luz fluyera entre los dos y por un instante se fundieran en uno. Vicki se apartó y abrió la portezuela.

– ¿Te gusto? -preguntó él-. Reconoce que te gusto.

– Deuda No Pagada, Hollis. Deuda No Pagada.

Vicki corrió por la acera y acortó a través de un jardín vecino hasta la entrada de su casa.

«No te detengas -se dijo-. No mires atrás.»

28

Maya estudió el mapa y vio que la interestatal salía de Los Ángeles y conducía directo hasta Tucson. Si seguían el grueso trazo verde llegarían en seis o siete horas. Una ruta directa resultaba eficaz, pero también más peligrosa. La Tabula los estaría buscando en las vías principales. Maya decidió cruzar el desierto de Mojave hacia el sur de Nevada y después coger rutas secundarias hasta Arizona.

La red de carreteras resultaba confusa, pero Gabriel sabía adónde ir. Conducía su moto por delante de Maya como una escolta de policía, haciéndole gestos con la mano para indicarle que aminorara, cambiara de carril o tomara tal o cual salida. Al principio, siguieron la autopista interestatal por el condado de Riverside. Cada treinta y tantos kilómetros pasaban ante un centro comercial con enormes almacenes. Apiñadas en torno a los establecimientos se veían urbanizaciones residenciales de idénticas viviendas, todas con sus tejados de rojas tejas y verdes jardines.

Todas esas aglomeraciones tenían un nombre que aparecía en los carteles de la carretera, pero a Maya se le antojaban tan artificiales como los decorados de cartón piedra de un escenario. Le costaba creer que alguien se hubiera desplazado hasta esos lugares en carretas cubiertas para arar la tierra y levantar una escuela. Las ciudades al borde de la autopista parecían obras deliberadas, como si alguna empresa de la Tabula hubiera trazado toda la comunidad y sus habitantes hubiesen seguido las órdenes al pie de la letra comprando las casas, buscando empleos, teniendo hijos y entregándolos a la Gran Máquina.

Cuando llegaron a un pueblo llamado Twenty Nine Palms salieron de la autopista y se metieron por una carretera de doble dirección que cruzaba el desierto de Mojave. Aquél era un Estados Unidos distinto de las urbanizaciones de las autopistas. Al principio, el paisaje resultó desolado y desierto; luego pasaron por zonas de piedra rojiza, tan parecidas entre sí como las mismísimas pirámides. Había yucas, con sus hojas en forma de espada, y grandes cactos cuyas torcidas ramas recordaban brazos alzados hacia el cielo.

Una vez fuera de la autopista, Gabriel empezó a disfrutar del viaje. Se inclinaba sobre la moto a un lado y a otro, zigzagueando en plena recta desierta. De repente, empezó a ir mucho más deprisa. Maya apretó el acelerador, intentando mantener la distancia, pero Gabriel metió la quinta y abrió gas a fondo. Furiosa, Maya lo vio hacerse cada vez más pequeño hasta que finalmente lo perdió tras el horizonte.

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