John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Gabriel caminó hacia Maya moviendo los hombros para relajar sus agarrotados músculos.

– No creo que vayamos a necesitar eso -le dijo señalando el estuche-. Sólo se trata de desayunar, Maya. No se va a desencadenar la Tercera Guerra Mundial.

Ella se vio a través de los ojos de Gabriel: la demencia Arlequín, la constante paranoia.

– Mi padre me entrenó para que llevara armas siempre.

– Relájate. Todo irá bien -contestó Gabriel, y ella contempló de un modo hasta cierto punto nuevo su rostro, sus ojos y sus cabellos castaños.

Apartándose de él, Maya suspiró y dejó la espada dentro de la furgoneta. «No te preocupes -se dijo-, no pasará nada.» No obstante, se aseguró de llevar los dos cuchillos bien sujetos a los antebrazos.

El coyote estaba en una jaula que había cerca de la entrada del restaurante. Tumbado en una superficie de cemento llena de excrementos, el animal jadeaba bajo el calor. Aquélla era la primera vez que Maya veía un coyote. Parecía un perro asilvestrado con la cabeza y los dientes de un lobo. Sólo sus oscuros ojos, que miraron a Maya fijamente cuando ella alzó la mano, denotaban parte de su carácter salvaje.

– Odio los zoológicos -le dijo a Gabriel-. Me recuerdan a las cárceles.

– A la gente le gusta ver animales.

– A los ciudadanos les gusta matar animales o encerrarlos en jaulas. Les ayuda a olvidar que ellos también están prisioneros.

El restaurante consistía en una sala alargada con reservados al lado de las ventanas, una barra con taburetes y una pequeña cocina. Cerca de la puerta había tres máquinas tragaperras con temas siniestros. Un par de mexicanos con botas de vaquero y sucias ropas de trabajo estaban sentados a la barra comiendo huevos revueltos y tortitas de maíz. Una joven camarera teñida de rubio y con un mandil vaciaba el resto de una botella de ketchup dentro de otra. Maya vio un rostro que se asomaba a través de la abertura de la cocina, un hombre mayor de ojos legañosos y barba de varios días: el cocinero.

– Siéntense donde quieran -dijo la camarera.

Maya escogió el mejor lugar desde un punto de vista defensivo: el último reservado mirando a la entrada. Era un buen lugar para haberse detenido. Los dos mexicanos parecían inofensivos, y no se acercaba ningún coche por la carretera.

La camarera se acercó con dos vasos de agua con hielo.

– Buenos días. ¿Los dos quieren café? -Tenía una voz aguda y cantarina.

– Mejor zumo de naranja -contestó Gabriel.

– ¿Dónde está el aseo? -preguntó Maya poniéndose en pie.

– Tiene que salir fuera y dar la vuelta hacia la parte de atrás. Además está cerrado. Venga, yo la acompañaré.

La chica, en cuyo identificador se leía «Kathy», condujo a Maya hasta la parte de atrás del restaurante donde había una puerta cerrada con candado. No dejaba de hablar mientras buscaba la llave en sus bolsillos.

– Mi padre no quiere que la gente venga aquí y le robe todo el papel higiénico. Él es el cocinero, el pinche y el lavaplatos.

Kathy abrió la puerta, encendió la luz y se apresuró a coger un trozo de papel para limpiar el lavabo. El sitio estaba lleno de latas de comida y otras provisiones.

– Tiene usted un novio muy guapo -dijo Kathy-. Ya me gustaría pasearme por ahí del brazo de un chico como ése, pero estoy maniatada aquí hasta que mi padre venda el negocio.

– Se debe de estar bastante solo por aquí.

– Únicamente estamos nosotros y el viejo coyote, además de los pocos que pasan al salir de Las Vegas. ¿Ha estado en Las Vegas?

– No.

– Yo he ido seis veces.

Cuando Kathy salió al fin, Maya cerró la puerta y se sentó en una pila de cajas de cartón. Le preocupaba que pudiera estar trabando algún tipo de vínculo con Gabriel. Los Arlequines no tenían permitido hacerse amigos de los Viajeros a quienes protegían. La actitud correcta consistía en mostrar una cierta superioridad, como si los Viajeros fueran niños pequeños, ajenos a los lobos del bosque. Su padre siempre le había insistido en que había razones prácticas para ese distanciamiento emocional. Un cirujano raras veces operaba a un miembro de su propia familia porque eso podía nublar su buen juicio. Con los Arlequines regía el mismo principio.

Maya se incorporó ante el lavabo y se miró en el agrietado espejo. «Mírate -se dijo-. Despeinada, ojos enrojecidos, ropa oscura y anodina.» Thorn la había convertido en una asesina sin lazos, en alguien que no conocía la apetencia de los zánganos por el confort ni el deseo de seguridad de los ciudadanos. Puede que los Viajeros fueran débiles y estuvieran confusos, pero al menos ellos podían cruzar a otros mundos y escapar de la prisión de éste. En cambio, los Arlequines se encontraban atrapados en el Cuarto Dominio hasta que morían.

Cuando Maya regresó al restaurante. Los dos mexicanos habían terminado su comida y se habían marchado. Pidió el desayuno, y Gabriel se recostó en su asiento observándola minuciosamente.

– Supongamos que la gente puede realmente cruzar a otros dominios -comentó-. Dime, ¿cómo son esos lugares? ¿Es peligroso?

– No sé mucho del tema. Ésa es la razón de que necesites un Rastreador para que te ayude. Mi padre me habló de dos posibles peligros. Uno es que, cuando cruzas, tu caparazón, es decir, tu cuerpo, permanece aquí.

– ¿Y cuál es el segundo peligro?

– Tu Luz, tu espíritu o como quieras llamarlo, puede resultar dañado o muerto en otro dominio. Si eso ocurre, te encontrarías atrapado allí para siempre.

Voces. Risas. Maya contempló a los cuatro jóvenes que entraban en el restaurante. En el aparcamiento, el sol brillaba sobre el resplandeciente todoterreno azul oscuro. Maya evaluó a cada componente del grupo y les asignó apodos: «Brazotes», «Calvorota» y «Gordito» iban vestidos con una combinación de sudaderas deportivas y pantalones de chándal; parecía como si acabaran de salir de un gimnasio en llamas y hubieran cogido su ropa al azar de distintas taquillas. El cabecilla -el más bajo pero el que más voceaba- calzaba botas de vaquero para parecer más alto.

«Llámalo "Bigotes" -pensó Maya-. No, mejor "Hebilla de Plata".» La hebilla formaba parte de un recargado cinturón.

– Siéntense donde quieran -les dijo Kathy.

– Pues, claro. De todas maneras, eso es lo que pensábamos hacer -le contestó Hebilla de Plata.

Sus gritos, su deseo de llamar la atención pusieron nerviosa a Maya. Comió deprisa, dando buena cuenta de su desayuno mientras Gabriel extendía mermelada en su tostada. Los cuatro jóvenes cogieron la llave del aseo de manos de Kathy y encargaron sus desayunos. Luego cambiaron de opinión y pidieron ración doble de beicon mientras explicaban a la joven que volvían a Arizona después de haber asistido a una pelea de boxeo en Las Vegas, donde habían perdido una buena cantidad de dinero apostando al aspirante y más aún en las mesas de blackjack . Kathy tomó el pedido y se retiró tras la barra. Gordito cambió un billete de veinte en monedas y empezó a jugar en las tragaperras.

– ¿Has acabado de desayunar? -preguntó Maya a Gabriel.

– En un minuto.

– Salgamos de aquí.

Gabriel parecía divertido.

– ¿No te gustan esos tipos?

Maya agitó el hielo de su vaso de agua.

– Los ciudadanos no me interesan a menos que se crucen en mi camino.

– Creía que Victory Fraser te caía bien. Las dos os comportabais como si fuerais amigas…

– ¡Esto es una jodida mierda! -gritó Gordito de repente aporreando la máquina tragaperras-. ¡He metido veinte pavos en este trasto y no me ha devuelto ni uno!

Hebilla de Plata se encontraba sentado en un reservado frente a Calvorota. Se acarició el bigote y sonrió.

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