John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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»La teoría de la "brana" abarca un terreno más amplio e intenta ofrecer una explicación cosmológica. "Brana" es la abreviatura de "membrana". Los teóricos creen que el universo perceptible se halla confinado en una especie de membrana de espacio y tiempo. La analogía más frecuente dice que nuestro universo es como los residuos que flotan en la superficie de un estanque, es decir, una fina capa que flota encima de una masa de algo mucho mayor. Toda la materia, incluyendo nuestros cuerpos, se encuentra encerrada en la "brana", pero la gravedad puede filtrarse en la masa o influir sutilmente en nuestros fenómenos físicos. Podría haber otras "branas", otras dimensiones, otros dominios, llámelos como quiera, muy cerca de nosotros; pero nosotros seríamos por completo ajenos a su existencia. Eso se debe a que ni la luz ni el sonido ni la radiactividad pueden escapar de su propia dimensión.

Un gato negro se acercó a Lundquist, y éste le acarició detrás de las orejas.

– Ésa es la teoría expuesta de modo muy simplificado. Y ésa era la teoría que yo tenía en mente cuando asistí a la conferencia que dio un monje tibetano en Nueva York. Me encontraba allí, escuchándolo hablar de los seis planos distintos de la cosmología budista, y entonces caí en la cuenta de que estaba describiendo las «branas», las distintas dimensiones y las barreras que las separan. De todas maneras, existe una diferencia crucial: mis colegas de Princeton no conciben la posibilidad de trasladarse a esos lugares. Sin embargo, para un Viajero es posible. El cuerpo no puede conseguirlo; pero la Luz que hay en nuestro interior, sí.

Lundquist se recostó en su silla y sonrió a sus visitantes.

– Esa conexión entre la física y la espiritualidad me hizo ver la ciencia desde un nuevo punto de vista. En estos momentos estamos rompiendo átomos y desmenuzando cromosomas. Bajamos a lo más profundo de los océanos y contemplamos el espacio, pero en realidad no nos dedicamos a estudiar el universo que hay dentro de nuestro cráneo salvo en lo más superficial. La gente utiliza escáneres y resonancias magnéticas para ver el cerebro, pero todo resulta muy diminuto y fisiológico. Nadie parece comprender lo inmensa que en realidad es la conciencia. Nos ata al resto del universo.

Richardson contempló la buhardilla y vio un gatito sentado sobre una carpeta de piel llena de hojas manchadas. Intentando no alarmar a Lundquist, se levantó y dio unos pasos hacia la mesa.

– Así que entonces empezó con su experimento.

– Sí. Primero, en Princeton. Después me jubilé y me instalé aquí para ahorrar. Recuerde, soy químico, no físico. Por lo tanto, decidí buscar una sustancia que liberara la Luz de nuestros cuerpos.

– Y ha conseguido una fórmula…

– No se trata de la receta de un pastel. -Lundquist parecía molesto-. El 3B3 es algo vivo. Un nuevo tipo de bacteria. Cuando uno se toma el líquido, éste es absorbido por el sistema nervioso.

– Suena peligroso.

– Yo lo he tomado docenas de veces y todavía me acuerdo de sacar la basura los jueves y de pagar el recibo de la luz.

El gatito ronroneó y fue hacia Richardson cuando éste llegó a la mesa.

– ¿Y el 3B3 le ha permitido ver otros mundos?

– No. Ha sido un fracaso. Puede uno tomar tanto como quiera, pero eso no le convertirá en un Viajero. El viaje es muy breve: un leve contacto en vez de un aterrizaje completo. Uno está justo lo suficiente para percibir una o dos imágenes. Luego debe marcharse.

Richardson abrió la carpeta y miró los manchados gráficos y las notas garabateadas.

– ¿Qué pasaría si cogiéramos su bacteria y se la administráramos a alguien más?

– Siéntase como en su casa. Hay un poco en la placa de Petri que tiene usted delante. Pero va a perder el tiempo. Como le he dicho, no funciona. Por eso se la di a ese joven que me quita la nieve de delante de casa, a Pío Romero. Pensé que quizá hubiera algo que no funcionaba en mi consciencia, que quizá otros podrían tomar el 3B3 y cruzar a otros mundos; pero no, no tenía que ver conmigo. Siempre que Romero vuelve por más, le pido que me dé un informe completo. La gente tiene visiones de otros dominios, pero no puede quedarse.

Richardson cogió la placa de Petri de la mesa. Una bacteria verdeazulada flotaba en la solución.

– ¿Es esto?

– Sí. Ahí tiene el fracaso. Vuelvan a la Hermandad y díganles que se metan en un monasterio. Que recen, mediten, estudien la Biblia, el Corán o la cábala. No hay forma de escapar de nuestro miserable y pequeño mundo.

– ¿Y qué pasaría si un Viajero tomara el 3B3? -preguntó Richardson-. Eso lo pondría en camino, y él podría concluir el viaje por sus propios medios.

Lundquist se inclinó hacia delante, y Richardson creyó que el anciano estaba a punto de saltar de su asiento.

– Es una idea interesante, pero ¿acaso no han muerto todos los Viajeros? La Hermandad ha gastado enormes sumas de dinero para acabar con ellos. Pero ¿quién sabe? Quizá quede alguno escondido en Madagascar o en Katmandú.

– Nosotros hemos localizado a un Viajero dispuesto a colaborar.

– ¿Y lo están utilizando?

Richardson asintió.

– No puedo creerlo. ¿Por qué hace tal cosa la Hermandad?

El neurólogo cogió la carpeta y la placa de Petri.

– El suyo es un descubrimiento fantástico, doctor Lundquist. Quiero que lo sepa.

– No me interesan los cumplidos. Sólo las explicaciones. ¿Por qué ha cambiado la estrategia de la Hermandad?

Boone se acercó a la mesa y preguntó en voz baja a Richardson.

– ¿Es esto por lo que hemos venido, doctor?

– Eso creo.

– No vamos a volver, así que será mejor que se asegure.

– Esto es todo lo que necesitamos. Escuche, no quiero que le ocurra nada malo al profesor Lundquist.

– Claro, doctor. Sé lo que siente. No se trata de un delincuente como Romero. -Boone puso una mano en el hombro de Richardson y lo acompañó hasta la puerta-. Vuelva al coche y espere. Tengo que explicar al doctor Lundquist nuestras exigencias de seguridad. No tardaré.

El médico bajó por la escalera, cruzó la cocina y salió por la puerta de atrás. Una corriente de aire helado hizo que le lloraran los ojos. Mientras permanecía en el porche se sintió tan cansado que deseó tumbarse en el suelo y hacerse un ovillo. Su vida había cambiado para siempre, pero su cuerpo seguía bombeando sangre, digiriendo alimentos y quemando oxígeno. Había dejado de ser un científico que escribía sus trabajos y soñaba con el premio Nobel. De algún modo, se había convertido en algo más pequeño, insignificante, en una diminuta rueda de un complejo mecanismo.

Sosteniendo la placa de Petri, Richardson caminó arrastrando los pies. Aparentemente, la conversación de Lundquist con Boone no fue larga porque éste lo alcanzó antes de que llegara al coche.

– ¿Está todo en orden? -preguntó Richardson.

– Naturalmente -repuso Boone-. Sabía que no iba a haber dificultades. A veces es mejor ser claro y directo. Nada de palabras de más. Nada de falsa diplomacia. Me expresé con firmeza y obtuve una respuesta positiva.

Boone abrió la puerta e hizo una burlona reverencia, igual que un chófer insolente.

– Debe de estar usted fatigado, doctor Richardson. Ha sido una noche muy larga. Deje que lo lleve de vuelta al centro de investigación.

36

Hollis pasó con el coche ante el bloque de apartamentos de Michael Corrigan a las nueve en punto de la mañana, a las dos de la tarde y a las siete. Buscaba mercenarios de la Tabula en coches aparcados o sentados en los bancos del parque, hombres disfrazados de empleados de la luz o de operarios del ayuntamiento. Tras cada pasada, aparcaba delante de una peluquería y anotaba lo que había visto: «Una anciana empujando un carrito de la compra», «Un tipo barbudo cargando con un asiento para niños». Cuando regresó cinco horas más tarde, comparó sus notas y no halló ninguna similitud. Lo único que quería decir eso era que los hombres de la Tabula no estaban aguardando delante del edificio. Quizá se hallaran en el vestíbulo o dentro del apartamento de Michael.

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