La puerta de acero se descorrió, y entraron en una espaciosa y oscura estancia. A unos seis metros por encima del liso suelo de hormigón, una galería de cristal corría a lo largo de las cuatro paredes. Dentro brillaban las luces de los paneles de control y de las pantallas de los ordenadores, y Michael vio a varios técnicos que lo observaban. El aire era frío y seco, y podía escucharse un leve zumbido.
En el centro de la sala había una mesa de quirófano con una pequeña almohada para la cabeza. El doctor Richardson estaba de pie cerca de ella mientras el doctor Lau y la enfermera comprobaban el equipo y el contenido de una estantería de acero llena de tubos de ensayo con líquidos de diferentes colores. Al lado de la almohada descansaba un haz de ocho cables de colores conectados a unos electrodos plateados. Los ocho conductores se fundían en un único cable negro que serpenteaba y desaparecía en el suelo.
– ¿Se encuentra bien?
– Por el momento…
Lawrence tocó levemente el brazo de Michael y se quedó junto a la puerta con los dos guardias de seguridad. Se comportaban como si Michael fuera a escapar corriendo del edificio, saltar la verja y ocultarse en el bosque. Michael caminó hasta el centro de El Sepulcro, se quitó el gorro de lana y lo entregó a la enfermera. Vestido únicamente con la camiseta y el ligero pantalón se tumbó boca arriba en la mesa de operaciones. En la sala hacía frío, pero él se sentía preparado para cualquier cosa, igual que un campeón dispuesto a jugar un partido crucial.
Richardson se inclinó y conectó los ocho sensores a los ocho electrodos de su cráneo. En ese momento, su cerebro se hallaba directamente unido al ordenador cuántico, y los técnicos de la galería podían monitorizar su actividad neurológica. Richardson parecía nervioso y Michael deseó que su rostro estuviera oculto por la mascarilla quirúrgica. Al cuerno con él. No era su cerebro el que estaba ensartado de hilos de cobre.
«Se trata de mi vida -pensó Michael-. El riesgo es mío.»
– Buena suerte -dijo Richardson.
– Déjese de suerte. Simplemente haga lo que tenga que hacer y veamos qué ocurre.
El neurólogo asintió y se colocó unos auriculares con micrófono para poder comunicarse con los técnicos de arriba. Era el responsable del cerebro de Michael, mientras que Lau y la enfermera se hallaban a cargo del resto. Le colocaron más electrodos por todo el cuerpo para controlar sus signos vitales. La enfermera le aplicó una anestesia tópica en el brazo y a continuación le colocó una vía intravenosa que conectó a un gota a gota que empezó a inyectarle suero en la vena.
– ¿Registran ondas? -preguntó Richardson por el micrófono-. ¿Sí? Bien, eso está muy bien. -A continuación se dirigió a Michael-: Necesitamos un punto de partida para empezar, así que vamos a proporcionar algunos estímulos a su cerebro. Nada de que preocuparse. Sólo reacciones elementales.
La enfermera fue hasta la estantería y regresó con varios tubos de ensayo. La primera serie contenía distintos sabores: salado, amargo, dulce y ácido. La segunda, olores: a rosas, a vainilla y algo que a Michael le recordó a goma quemada. El neurólogo no dejaba de murmurar por el micrófono mientras cogía una linterna especial y proyectaba distintos colores ante los ojos de Michael. A continuación reprodujeron sonidos a distintos volúmenes y le acariciaron el rostro con una pluma, un trozo de madera y una áspera pieza de acero.
Satisfecho con las informaciones sensoriales, Richardson pidió a Michael que contara hacia atrás, que sumara distintas cifras y describiera la cena que le habían servido la noche anterior. Luego, entró en su memoria profunda y le pidió que explicara la primera vez que había visto el mar y una mujer desnuda. «¿Tenía usted su propia habitación de niño?» «¿Qué aspecto tenía?» «Describa los muebles y los pósteres de las paredes.»
Cuando por fin Richardson dejó de hacerle preguntas, la enfermera dio a Michael un poco de agua.
– De acuerdo -dijo el neurólogo a los técnicos-. Creo que estamos preparados.
La enfermera se acercó con una bolsa transparente llena de una mezcla diluida de la droga conocida como 3B3. Kennard Nash había hecho llamar a Michael para hablarle de ella. Le explicó que el 3B3 era una bacteria especial desarrollada en Suiza por los mejores científicos. Se trataba de una droga muy cara y difícil de preparar, pero las toxinas que desprendía dicha bacteria parecían incrementar la energía neural. Cuando la enfermera colgó la bolsa intravenosa, el viscoso líquido azul turquesa osciló dentro del recipiente. Desconectó el suero, empalmó el gota a gota de la droga y un hilillo de 3B3 se deslizó a toda prisa por el tubo hasta el brazo de Michael. Richardson y Lau lo observaron como si fuera a levitar hacia otra dimensión.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó el neurólogo.
– Normal. ¿Cuánto tarda en hacer efecto esta cosa?
– No lo sabemos.
– Ritmo cardíaco ligeramente alto -informó el doctor Lau-. Respiración sin cambios.
Intentando disimular su desengaño, Michael contempló el cielo raso unos minutos; luego, cerró los ojos. Quizá no fuera un Viajero o quizá aquella nueva droga no funcionaba. Tanto esfuerzo y dinero para nada.
– Michael…
Abrió los ojos. Richardson lo miraba fijamente. En la sala seguía haciendo frío, pero gotas de sudor perlaban la frente del médico.
– Empiece a contar hacia atrás.
– Eso ya lo hemos hecho.
– Quieren volver al punto de partida neurológico.
– Olvídelo. Esto no va a…
Michael alzó el brazo derecho y vio algo extraordinario: una mano y una muñeca compuestas de diminutos puntos de luz surgió de su extremidad igual que un fantasma saliendo de un armario. Su mano corpórea, ya sin vida, se desplomó sobre la mesa mientras la aparición permanecía.
Al instante comprendió que aquella cosa, aquella aparición, había formado siempre parte de él, que había anidado en su interior. La fantasmagórica mano le recordaba los sencillos dibujos de constelaciones como El Arquero o Los Gemelos. Su mano aparecía formada por pequeñas estrellas conectadas por tenues hilos de luz. Era incapaz de mover su fantasmal mano como movía el resto del cuerpo. Si pensaba «Mueve el pulgar», «Cierra los dedos», nada ocurría. Tenía que pensar en lo que deseaba que su mano hiciera en el futuro; luego, al cabo de un breve intervalo, ésta respondía a su visión. No resultaba fácil. Todo ocurría con un ligero retraso, como cuando uno se desplazaba bajo el agua.
– ¿Qué le parece? -preguntó a Richardson.
– Empiece a contar hacia atrás, por favor.
– ¿Qué opina de mi mano? ¿Puede ver lo que le está ocurriendo?
El neurólogo meneó la cabeza.
– Sus dos manos descansan en la mesa de operaciones. ¿Puede describir usted lo que ve?
A Michael le resultaba cada vez más difícil hablar. No era solamente que se le hiciera raro mover labios y lengua, sino que conceptuar las ideas y traducirlas en palabras se le hacía progresivamente trabajoso. Su mente era más rápida que las palabras. Mucho más rápida.
– Creo que… -hizo una pausa que se le antojó interminable-. No se trata de ninguna alucinación.
– Descríbalo, por favor.
– Ha estado siempre en mi interior.
– Describa lo que está viendo, Michael.
– Ustedes… están… ciegos.
El enojo que Michael sentía fue en aumento y se tornó en enfado mientras se apoyaba en los antebrazos y se incorporaba. Tenía la sensación de estar liberándose de un caparazón, de una vieja cáscara, vieja y amarillenta. Entonces se dio cuenta de que la parte superior de su cuerpo fantasma se hallaba vertical mientras su cuerpo corpóreo permanecía postrado. ¿Por qué no podían ver aquello? Resultaba de lo más claro. Sin embargo, Richardson seguía mirando el cuerpo de la mesa como si éste fuera una ecuación a punto de desvelar su propia incógnita.
Читать дальше