John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Por un instante quedó sumergido. Entonces se obligó a nadar hacia la luz. Se hallaba en la superficie de un torbellino tan enorme como un cráter lunar. Las verdes aguas giraban y giraban hacia un negro vórtice. Se vio llevado por una corriente que lo arrastraba hacia abajo y lo alejaba de la luz.

«No dejes de moverte -se dijo Michael-. No te rindas.»

Algo en su interior sería destruido para siempre si permitía que el agua le llenara la boca y los pulmones.

A medio camino de aquel verde cuenco, vio una pequeña sombra negra con la forma y el tamaño de un ojo de buey. Parecía ajena al torbellino. Desaparecía bajo las salpicaduras para reaparecer de nuevo en el mismo lugar, igual que una piedra escondida en un río.

Impulsándose con brazos y piernas, Michael cayó hacia la sombra. La perdió y la localizó de nuevo. Entonces se lanzó hacia su oscuro centro.

38

La mayor parte de la acristalada galería que recorría el interior de El Sepulcro era utilizada por el personal técnico. Sin embargo, a la zona norte del edificio únicamente se accedía a través de una puerta vigilada. Esa zona de observación privada estaba enmoquetada y disponía de un amplio sofá y lámparas de pie de acero inoxidable. Pequeñas mesas negras y sillas de rectos respaldos de ante se alineaban tras los ahumados cristales.

Kennard Nash se hallaba sentado, solo, ante una de aquellas mesas mientras su guardaespaldas personal, un ex policía peruano llamado Ramón Vega, le servía una copa de Chardonnay. En una ocasión, Ramón había asesinado a cinco mineros lo bastante insensatos para haber organizado una huelga. No obstante, lo que más apreciaba Nash de él era su destreza como camarero y ayuda de cámara.

– ¿Qué hay para cenar, Ramón?

– Salmón, puré de patatas y judías verdes con almendras. Lo traerán todo del centro de administración.

– Excelente. Asegúrate de que la comida no llegue fría.

Ramón volvió a la antesala, cerca de la puerta de seguridad, y Nash probó el vino. Una de las lecciones que había aprendido tras veintidós años en el ejército era la necesidad de que los oficiales se mantuvieran aparte de la tropa. Eran sus líderes, no sus amigos. Cuando había trabajado en la Casa Blanca, el personal observaba la misma norma. Cada equis semanas, el presidente era apartado de su aislamiento para que tirara unos lanzamientos de béisbol o encendiera el Árbol Nacional de Navidad. Sin embargo, la mayor parte del tiempo la pasaba protegido del peligroso azar de los hechos imprevistos. A pesar de que Nash era militar, había prevenido al presidente en contra de asistir a los funerales de cualquier soldado. Una esposa emocionalmente inestable podía echarse a llorar, una madre podía arrojarse sobre el ataúd mientras el padre exigía explicaciones por la muerte del hijo. La filosofía del Panóptico había enseñado a la Hermandad que el verdadero poder se basaba en el control y la previsibilidad.

Dado que el Proyecto Crossover tenía un final impredecible, Nash no había informado a la Hermandad de que el experimento había dado comienzo. Sencillamente había en juego demasiadas variables para que el éxito estuviera garantizado. Todo dependía de Michael Corrigan, el joven cuyo cuerpo yacía en la mesa de operaciones, en medio de El Sepulcro. Muchos de los chicos y chicas que habían tomado 3B3 habían acabado en hospitales psiquiátricos. Hasta el doctor Richardson había expresado sus dudas acerca de la incapacidad de calcular la dosis correcta o de predecir sus efectos en un potencial Viajero.

De haberse tratado de una operación militar, Nash habría delegado por completo la responsabilidad en un oficial de rango inferior y se habría alejado de la batalla. Resultaba más fácil eludir las culpas cuando se estaba lejos. Nash conocía esa elemental norma y la había aplicado a lo largo de toda su carrera, pero no había sabido mantenerse alejado del centro de investigación. El diseño del ordenador cuántico, la construcción de El Sepulcro y el intento de crear un Viajero habían sido decisiones suyas. Si el Proyecto Crossover tenía éxito, él, Kennard Nash, cambiaría el rumbo de la historia.

De hecho, el Panóptico ya se estaba haciendo con el control de los lugares de trabajo. Sorbiendo su vino, Nash se permitió el placer de una grandiosa visión: en Madrid, un ordenador podía estar contando cada tecleo con los datos de una tarjeta de crédito que introducía una cansada joven. El programa que monitorizaba su trabajo crearía cada hora una gráfica que mostraría si ella había alcanzado o no su cuota y le enviaría automáticamente mensajes como: «Buen trabajo, María», o «Me preocupa, señorita Sánchez. Se está retrasando». Así que la joven se inclinaría y teclearía más y más deprisa con tal de no perder su trabajo.

En algún lugar de Londres, una cámara de vigilancia podía estar enfocando los rostros de la multitud, transformando a un ser humano en una serie de dígitos que pudiera ser comparada con una ficha igualmente digitalizada. En Ciudad de México y en Yakarta, una serie de dispositivos electrónicos podían estar escuchando las conversaciones telefónicas y los chats de internet podían controlarse. Los ordenadores del gobierno podían saber que en Denver determinado libro se vendía más que otro, o una solicitud en una biblioteca de Bruselas. ¿Quién compraba tal texto? ¿Quién leía tal otro? Buscar nombres. Cruzarlos. Volver a buscar. Día tras día, el Panóptico virtual observaba a sus prisioneros y se convertía en parte de su mundo.

Ramón Vega volvió a aparecer e hizo una pequeña reverencia. Nash supuso que algo había salido mal con su cena.

– El señor Boone ha llegado, general. Usted dijo que deseaba verlo.

– Sí, claro. Hazlo pasar enseguida.

Kennard Nash sabía que, de haber estado sentado en el Cuarto de la Verdad, el lado izquierdo de su córtex habría brillado con un engañoso color rojo. No le gustaba Nathan Boone, y se sentía incómodo en su presencia. Boone había sido contratado por su predecesor y conocía muchos detalles del funcionamiento interno de la Hermandad. Durante los últimos años, Boone había viajado por todo el mundo y establecido sus propios contactos con otros miembros del comité ejecutivo. La mayoría de los miembros de la Hermandad opinaban que Boone era un hombre valiente y de recursos, el perfecto jefe de seguridad. Lo que incomodaba a Nash era no poder controlar plenamente las actividades de Boone. De hecho, hacía poco que había descubierto que había desobedecido una orden directa.

Ramón acompañó a Boone hasta la galería y después dejó a ambos hombres a solas.

– ¿Quería verme, general? -preguntó Boone, manteniéndose de pie, con las piernas ligeramente separadas y las manos enlazadas tras la espalda.

Se suponía que Nash era el jefe, el máximo responsable. Aun así, los dos sabían que Boone podía cruzar la estancia y partir el cuello del general en cuestión de segundos.

– Siéntese, señor Boone. Tome un vaso de vino.

– Ahora no.

Boone se acercó a la ventana y contempló la mesa de operaciones. El anestesista estaba colocando un sensor de calor en el pecho de Michael.

– ¿Cómo va?

– Michael se encuentra en estado de trance. Pulso débil. Respiración reducida. Confío en que pueda convertirse en un Viajero.

– También es posible que esté medio muerto. El 3B3 puede haberle frito el cerebro.

– La energía neural ha abandonado su cuerpo. Nuestros ordenadores parecen estar siguiendo su rastro bastante bien.

Los dos hombres guardaron silencio un momento mientras miraban a través del cristal.

– Supongamos que es un Viajero de verdad -planteó Boone-. ¿Podría morir en estos instantes?

– La persona que yace en la mesa de operaciones podría dejar de estar biológicamente viva.

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