Presionó el botón del aerosol, rociando los ojos de la hiena, y a continuación encendió el mechero. La nube de laca se convirtió en una bola de fuego que envolvió la cabeza del segmentado. La hiena lanzó un alarido de dolor que sonó casi humano. Ardiendo, salió al pasillo y corrió hacia la cocina. Hollis entró en el cuarto de gimnasia, cogió una de las barras de las pesas y salió tras la bestia. La casa estaba llena de un penetrante hedor a carne y pellejo chamuscados.
Hollis se quedó cerca de la puerta y alzó la barra de hierro, presto a atacar, pero el «segmentado» siguió aullando y quemándose hasta que se derrumbó tras la mesa y murió.
Gabriel no sabía cuánto tiempo llevaba viviendo bajo tierra. Cuatro o cinco días. Quizá más. Se sentía desconectado del mundo exterior y de su ciclo diario de luz y oscuridad.
La línea divisoria que había creado entre el sueño y la vigilia empezaba a desaparecer. En Los Ángeles, sus ensoñaciones habían sido confusas y carentes de significado; pero, en esos momentos, parecían un tipo diferente de realidad. Si se iba a dormir concentrándose en los caracteres del Tetragrámaton, podía permanecer consciente en sus sueños y caminar alrededor de ellos como si fuera un visitante. El mundo de los sueños resultaba de una intensidad casi aplastante, de modo que la mayor parte del tiempo miraba hacia abajo, clavaba la vista en sus pies, y sólo alzaba la mirada de vez en cuando para contemplar el nuevo entorno que lo rodeaba.
En un sueño, Gabriel había caminado por una playa donde cada grano de arena era una estrella diminuta. Se detuvo y contempló el océano, azul verdoso, cuyas silenciosas olas rompían en la orilla. En otra ocasión, se vio en una desierta ciudad con barbadas estatuas asirias talladas en altos muros de ladrillo. En el centro de la ciudad había un parque con hileras de abedules, una fuente y un parterre de iris azules; todas las flores, hojas y tallos eran perfectos e inconfundibles: una creación ideal.
Al despertarse de aquellas experiencias solía encontrar galletas, latas de atún y trozos de fruta en una caja de plástico al lado de su camastro. La comida aparecía casi por arte de magia, y Gabriel no sabía cómo Sophia Briggs era capaz de entrar en el cuarto de dormir sin hacer ningún ruido. Comía hasta quedar saciado; luego, salía de la sala dormitorio y se internaba por el túnel. Si Sophia no estaba por los alrededores, cogía la lámpara de queroseno y se dedicaba a explorar.
Normalmente, las serpientes reales se mantenían alejadas de las bombillas del túnel principal; sin embargo, Gabriel se las encontraba siempre en las estancias laterales. A veces no eran más que una masa informe de cabezas y colas que se retorcían. Otras, no hacían más que yacer pasivamente en el suelo, como si estuvieran en plena digestión de una rata. Las serpientes nunca reaccionaban con agresividad ante Gabriel ni hacían movimientos amenazadores. A pesar de todo, le incomodaba el hecho de ver sus ojos, tan redondos y precisos como pequeñas joyas negras.
Las serpientes no le hacían daño, pero el silo era peligroso. Gabriel inspeccionó la abandonada sala de control, el generador eléctrico y la antena de radio. El generador estaba cubierto de un moho que se adhería al metal igual que un manto verde y peludo. En la sala de control, los relojes e indicadores habían sido hechos pedazos y objeto de rapiña. Del techo colgaban cables eléctricos igual que raíces en una cueva.
Gabriel recordaba haber visto una pequeña abertura en una de las tapas de hormigón que cubrían el silo de lanzamiento. Quizá fuera posible arrastrarse por aquel agujero y salir a la luz del sol; no obstante, la zona de los misiles era la más peligrosa de todo el complejo subterráneo. En una ocasión, mientras intentaba explorar uno de los silos de lanzamiento, se perdió por oscuros pasadizos y estuvo a punto de caer por un agujero en el suelo.
Cerca de los vacíos depósitos de combustible para el generador encontró un ejemplar atrasado cuarenta y dos años del Arizona Republic , un diario de Phoenix. Las hojas estaban amarillas y eran quebradizas, pero seguían siendo legibles. Gabriel pasó horas en su cama plegable leyendo las noticias, los anuncios de ofertas de trabajo y los de boda mientras fingía ser un visitante proveniente de otros dominios y que aquel diario era su única fuente de información sobre la raza humana.
La civilización que aparecía en las páginas del Arizona Republic parecía ser violenta y cruel. A pesar de todo, también presentaba aspectos positivos. Gabriel disfrutó leyendo un artículo sobre una pareja de Phoenix que llevaba cincuenta años casada. Tom Zimmerman era un electricista a quien le gustaban los trenes en miniatura. Su mujer, Elizabeth, era una antigua maestra de escuela y una activa miembro de la Iglesia metodista. Tumbado en su camastro, estudió la vieja foto de aniversario de la pareja. Ambos sonreían a la cámara y se cogían de la mano. Estando en Los Ángeles, Gabriel había tenido algunas relaciones con mujeres. Sin embargo, esas experiencias se le antojaban de lo más distantes. La foto de los Zimmerman era la prueba de que el amor podía sobrevivir a las furias de ese mundo.
El viejo diario y el pensar en Maya fueron sus únicas distracciones. Normalmente, se aventuraba por el túnel principal y se encontraba con Sophia Briggs. El año anterior, la mujer había contado todas las serpientes del silo y en esos momentos estaba llevando a cabo un nuevo censo para comprobar si su población había aumentado. Para ello les pintaba el lomo con un aerosol de pintura no tóxica y así sabía que ese ejemplar ya había sido registrado. Gabriel se acostumbró a ver serpientes reales con manchas de naranja fluorescente en la punta de la cola.
En su sueño, Gabriel caminaba por un largo pasadizo; entonces, abrió los ojos y se vio tumbado en la cama plegable. Después de beber un poco de agua y comer unas cuantas galletas, salió del dormitorio y encontró a Sophia en la sala de control abandonada. La bióloga se dio la vuelta y le dirigió una escrutadora mirada. Gabriel siempre se sentía como el alumno novato de una de sus clases en la universidad.
– ¿Qué tal ha dormido?
– Bien.
– ¿Ha encontrado la comida que le dejé?
– Sí.
Sophia vio una serpiente real deslizándose entre las sombras. Con un rápido movimiento, le roció la cola con pintura y contó el ejemplar con su contador manual.
– ¿Cómo va con esa preciosa gota de agua? ¿Ha conseguido ya cortarla en dos?
– Todavía no.
– Bueno, quizá la próxima vez. ¿Por qué no lo intenta?
Gabriel volvió a situarse ante la mancha de agua, mirando el techo y maldiciendo todos y cada uno de los Noventa y nueve caminos . La gota era demasiado pequeña y demasiado rápida. La hoja era demasiado estrecha. La tarea era demasiado imposible.
Al principio había intentado concentrarse en el acontecimiento en sí mismo, contemplando la gota a medida que se formaba, flexionando los músculos y agarrando la espada como si fuera un jugador de béisbol a la espera de un lanzamiento. Por desgracia, el suceso se desarrollaba sin ninguna previsibilidad. A veces, la gota tardaba veinte minutos en caer. A veces, caían dos gotas en apenas unos segundos.
A pesar de todo, golpeó con la espada. Masculló una imprecación y volvió a intentarlo. Lo invadía una furia tal que pensó en largarse del silo y regresar a San Lucas aunque fuera caminando. No era el príncipe perdido de los cuentos de su madre, solamente un joven idiota que se dejaba dar órdenes por una vieja medio chiflada.
Gabriel presentía que aquel día no iba a reportarle más que fracasos. No obstante, al permanecer allí, de pie con su espada, se fue olvidando de sí mismo y sus problemas. A pesar de que el arma seguía en sus manos, no tenía conciencia de estar sujetándola. La espada se había convertido en una simple prolongación de su mente.
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