Mientras el helicóptero seguía ascendiendo, los ordenadores de la Hermandad en Londres se abrían paso a través de sistemas de datos protegidos. Igual que fantasmas digitales, se deslizaban a través de las paredes y aparecían en salas de almacenamiento. El mundo exterior seguía pareciendo el mismo, pero los fantasmas eran capaces de ver las torres y las ocultas murallas del Panóptico virtual.
Cuando Lawrence salió del túnel de Midtown, la lluvia caía con fuerza. Gruesas gotas estallaban en el pavimento y en el techo del coche. El tráfico se detuvo por completo y después empezó a avanzar muy despacio, igual que un fatigado ejército. Lawrence enfiló hacia Grand Central Parkway junto con la fila de vehículos. En la distancia veía cortinas de lluvia empujadas por el viento.
Todavía le quedaba una última responsabilidad antes de desaparecer en la selva. Mientras mantenía la vista en las luces traseras de los coches que le precedían, marcó el número de emergencia que Linden le había dado cuando se encontraron en París. Nadie contestó, pero escuchó una voz grabada que le dijo algo sobre un fin de semana de vacaciones en España y que añadió: «Deje un mensaje y nos pondremos en contacto con usted».
– Le habla su amigo norteamericano -dijo Lawrence Takawa añadiendo el día y la hora-. Voy a emprender un largo viaje y no pienso volver. Debe saber que mi empresa ha descubierto que trabajo para la competencia. Eso significa que repasarán todos mis anteriores contactos y cualquier solicitud de información hecha al sistema de datos. Yo permaneceré fuera de la Red, pero ha de saber que el hermano mayor va a seguir en nuestras instalaciones de investigación. El experimento se está desarrollando satisfactoriamente.
«Ya basta -se dijo-. Con esto es suficiente. No digas nada más.»
Sin embargo, se resistió a colgar.
– Buena suerte -añadió-. Ha sido un privilegio conocerlo. Espero que usted y sus amigos sobrevivan.
Presionó el interruptor y bajó la ventanilla eléctrica. La lluvia cayó dentro del coche, golpeándole la cara y las manos. Dejó caer el móvil a la carretera y siguió conduciendo.
Empujado por la tormenta, el helicóptero tomó rumbo hacia el sur. La lluvia golpeaba el parabrisas del piloto con un ruido restallante, como si fueran gotas de barro. Boone siguió marcando diversos números de teléfono y a ratos perdía la señal. El helicóptero cayó en una turbulencia y descendió bruscamente un centenar de metros. Luego, recuperó la estabilidad.
– Nuestro objetivo ha utilizado el teléfono móvil -anunció Leutner-. Hemos establecido su ubicación. Se encuentra en Queens, en la entrada de la autovía Van Wick. El GPS de su coche indica lo mismo.
– Se dirige al aeropuerto Kennedy -contestó Boone-. Llegaré en veinte minutos. Algunos de nuestros amigos se reunirán conmigo allí.
– ¿Qué quiere hacer ahora?
– ¿Tiene usted acceso al dispositivo localizador de su coche?
– Eso es fácil. -Leutner sonaba muy orgulloso de sí-. Puedo conseguirlo en menos de cinco minutos.
Lawrence cogió el billete de la máquina y entró en el aparcamiento de larga estancia del aeropuerto. Tenía que abandonar el coche. Una vez la Hermandad descubriera su traición jamás podría volver a Estados Unidos.
Seguía lloviendo, y alguna gente se apelotonaba bajo las marquesinas del aparcamiento esperando a que pasara el autobús para llevarlos hasta la terminal. Lawrence encontró una plaza de estacionamiento y metió el coche entre las gastadas líneas de pintura blanca. Comprobó la hora. Faltaban dos horas y media para que saliera su avión hacia México. Tenía tiempo de sobra para facturar el equipaje y los palos de golf, pasar los controles de seguridad y tomarse un café en la sala de espera.
Al poner la mano en el tirador, vio que bajaban los pivotes de las cerraduras de las puertas, como si una mano invisible los hubiera empujado. Sonó un fuerte clic. Alguien, muy lejos, sentado ante un ordenador acaba de cerrar las cuatro puertas de su vehículo.
El helicóptero de Boone tomó tierra en una zona cercana a la terminal para vuelos privados que había al lado del aeropuerto Kennedy. La hélice todavía giraba cuando Boone saltó a tierra y corrió bajo la lluvia hasta el Ford sedán que lo esperaba al final de la pista. Abrió la puerta de golpe y saltó dentro. Los detectives Mitchell y Krause se hallaban en los asientos de delante bebiendo cerveza y comiendo emparedados.
– ¿No se ha traído el arca? -bromeó Mitchell-. Parece que ha llegado el diluvio.
– En marcha -ordenó Boone-. El localizador del GPS dice que Takawa está en el aparcamiento número uno o número dos cerca de la terminal.
Krause miró a su compañero y alzó los ojos al cielo.
– Puede que el coche siga allí, Boone, pero lo más probable es que el pájaro haya volado.
– No lo creo. Acabamos de encerrarlo dentro del vehículo.
El detective Mitchell puso en marcha el motor y condujo hacia la vigilada salida.
– En esos aparcamientos hay miles de coches. Vamos a tardar horas en dar con él.
Boone se colocó un auricular con micrófono y marcó un número con su móvil.
– También voy a ocuparme de eso.
Lawrence intentó subir los pestillos y forzar el tirador, pero no lo consiguió. Tenía la impresión de hallarse encerrado en un ataúd. La Tabula lo sabía todo. Incluso cabía la posibilidad de que llevaran horas rastreándolo. Se frotó el rostro con las frías manos.
«Tranquilízate -se dijo-. Intenta comportarte como lo haría un Arlequín. Todavía no te han cogido.»
De repente, la bocina del coche empezó a sonar y se conectaron los intermitentes de emergencia. El ruido parecía pincharlo igual que la punta de una navaja. Lawrence se dejó llevar por el pánico y golpeó la ventanilla con los puños; sin embargo, el cristal de seguridad no se rompió.
Se dio la vuelta, se arrastró hasta el asiento de atrás y abrió la bolsa de viaje de los palos de golf. Metió la mano, sacó un hierro y golpeó con él la ventanilla del pasajero una y otra vez. El vidrio se astilló hasta que, finalmente, el hierro lo hizo añicos.
Los dos detectives desenfundaron sus pistolas al acercarse al vehículo, pero Boone ya había visto la destrozada ventanilla y la bolsa de viaje abandonada en un charco.
– Nada -anunció Krause asomándose al interior del coche.
– Deberíamos recorrer el aparcamiento -dijo Mitchell-. En estos momentos podría estar escabulléndose de nosotros.
Boone regresó al sedán sin dejar de hablar por teléfono con el equipo de Londres.
– Ha salido del vehículo -avisó-. Desconecten la alarma e inicien un escaneo facial con todas las cámaras de seguridad del aeropuerto. Presten especial atención a la zona exterior de la terminal de salidas. Si Takawa coge un taxi, quiero saber el número.
El tren subterráneo arrancó, y sus ruedas chirriaron al alejarse de la estación de Howard Beach. Con el cabello empapado y la gabardina húmeda, Lawrence Takawa se sentó al final de uno de los vagones. Tenía la espada en su regazo, con la funda negra y el mango envueltos todavía en papel de embalar.
Sabía que las cámaras de vigilancia del aeropuerto lo habían fotografiado subiendo al autobús que conducía a los turistas hasta el enlace del metro. Había más cámaras en la entrada de la estación, en las taquillas y en el andén. La Tabula las pincharía con sus ordenadores y lo buscaría mediante su tecnología de reconocimiento facial. Lo más probable era que en esos momentos sus enemigos supieran que se encontraba en el Tren A de regreso a Manhattan.
Pero a la Tabula ese conocimiento no le serviría de nada si él se quedaba en el tren y seguía en movimiento. La red del metro de Nueva York era vastísima. Muchas estaciones contaban con apeaderos a distintos niveles y distintos pasillos de salida. A Lawrence le hizo gracia la idea de pasar el resto de su vida viviendo en el metro. Nathan Boone y sus mercenarios se quedarían en los andenes, impotentes, mientras él pasaba ante ellos en algún convoy expreso.
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