John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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La Arlequín se volvió y vio a Hollis corriendo y alejándose de ella, intentando introducir un nuevo cargador en su rifle mientras tres segmentados lo perseguían. Se volvió, dejó la linterna en el suelo y, agarrando el rifle como un bate, golpeó de lleno al primero, arrojándolo a un lado. Las otras dos bestias saltaron sobre él, y Hollis cayó hacia atrás en la oscuridad.

Maya cogió el soplete con la mano izquierda, aferró la espada con la derecha y corrió hacia su compañero mientras éste forcejeaba con sus atacantes. De un tajo cortó la cabeza de un segmentado y al otro le clavó la espada en la barriga. Hollis tenía la chaqueta desgarrada y el rostro cubierto de sangre.

– ¡Levántate! -gritó Maya-. ¡Tienes que levantarte!

Hollis se puso rápidamente en pie y metió otro cargador en el rifle. Un segmentado malherido intentaba alejarse arrastrándose, pero Maya lo decapitó de un tajo. Los brazos le temblaban cuando se incorporó. El segmentado tenía la boca abierta y la Arlequín le vio los dientes.

– Prepárate -avisó Hollis-. Aquí vienen de nuevo. -Alzó el rifle y empezó a murmurar una plegaria Jonesie: «Rezo a Dios con todo mi corazón. Que su Luz me proteja del mal que…».

Un aullido sonó a sus espaldas. Entonces fueron atacados desde tres direcciones distintas. Maya luchó con su espada, lanzando tajos y mandobles a los dientes y garras que se le echaban encima, a las rojas lenguas y los enloquecidos ojos que ardían de odio. Hollis empezó disparando tiro a tiro, pero enseguida cambió a ráfagas. Los segmentados siguieron atacando hasta que el último de ellos se lanzó contra Maya. La Arlequín blandió la espada, presta para abatirlo, pero Hollis se adelantó y descerrajó un tiro en la cabeza de la bestia.

Permanecieron juntos, rodeados de cadáveres. Maya se sentía aturdida, impresionada por la violencia del ataque.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Hollis con voz tensa y fatigada.

Maya se volvió para mirarlo.

– Eso creo. ¿Y tú?

– Uno de ellos me ha desgarrado el hombro, pero creo que todavía soy capaz de mover el brazo. Vamos. Hemos de seguir adelante.

Maya devolvió la espada a su estuche y, llevando la escopeta en la mano, buscó el camino hacia el otro extremo de sala subterránea. Sólo tardaron unos minutos en localizar una puerta de seguridad protegida por sensores electromagnéticos. Un cable iba desde ellos hasta una caja de conexiones que Hollis abrió. Había cables e interruptores por todas partes, pero estaban identificados por colores. Eso lo hizo más fácil.

– Aunque ahora ya saben que estamos dentro del edificio -explicó Maya-, no quiero que se enteren de que hemos llegado a la escalera.

– ¿Qué cable hay que cortar?

– Nunca cortes nada. Eso siempre activa la alarma.

«Nunca evites una decisión difícil -le había dicho su padre en más de una ocasión-. Sólo los idiotas creen que pueden garantizar la respuesta correcta.»

Maya decidió que los cables que había que manipular eran el verde y el rojo que llevaban corriente. Utilizó el soplete para derretirles el aislante y a continuación los empalmó con unas pinzas.

– ¿Funcionará? -preguntó Hollis.

– Quizá no.

– ¿Nos estarán esperando?

– Probablemente.

– Suena prometedor.

Hollis sonrió ligeramente y eso hizo que Maya se sintiera mejor. Él no era como su padre ni como Madre Bendita, pero estaba empezando a pensar al modo Arlequín. Uno tenía que aceptar lo que deparara el destino y a pesar de todo demostrar coraje.

Cuando abrieron la puerta de hierro no ocurrió nada. Se encontraban debajo del todo de una escalera de emergencia con bombillas en cada rellano. Maya subió el primer peldaño y a continuación empezaron a moverse con rapidez.

Tenían que encontrar al Viajero.

57

Kennard Nash se dirigió a uno de los técnicos que controlaban el ordenador cuántico y le dijo algo. A continuación, le dio una palmada en el hombro, igual que un entrenador que envía a uno de sus jugadores de nuevo al campo, y volvió junto a Michael.

– Hemos recibido un mensaje preliminar de nuestros amigos -le explicó-. Eso normalmente significa que la transmisión principal tendrá lugar dentro de cinco o diez minutos.

Ramón Vega, el guardaespaldas del general, llenó los dos vasos de vino mientras Michael Corrigan mordisqueaba una galleta salada. El Viajero disfrutaba sentado en la oscura estancia y observando el tanque de cristal lleno de helio líquido. Pequeñas explosiones se sucedían dentro del verde líquido a medida que los conmutadores de electrones del corazón del ordenador eran manipulados dentro de una jaula de energía.

Los electrones existían en ese mundo, pero la propiedad cuántica de la superposición permitía que esas partículas estuvieran activas e inactivas, arriba y abajo, girando a la izquierda y a la derecha, todo al mismo tiempo. Durante un instante imperceptible, en un sitio y en otro, cruzando a una dimensión desconocida. Y en ese otro dominio, una civilización estaba esperando con otro ordenador. La máquina capturaba los electrones, los ordenaba en fragmentos de información y los devolvía.

– ¿Está usted esperando algo en concreto? -preguntó Michael.

– Un mensaje de ellos. Y puede que también una recompensa. Hace tres días les transmitimos toda la información que conseguimos cuando usted entró en el Segundo Dominio. Eso era lo que esperaban de nosotros: que les proporcionásemos la ruta abierta por un Viajero.

Nash apretó un botón y tres televisores de plasma descendieron del techo. En el otro extremo de la sala, un técnico que contemplaba el monitor de un ordenador empezó a teclear instrucciones. Unos segundos después, una serie de puntos de luz y espacios de oscuridad aparecieron en el televisor de la izquierda.

– Eso es lo que nos están enviando. Se trata de un código binario -explicó Nash-. La luz y la ausencia de luz componen el lenguaje básico del universo.

Los ordenadores descifraron el código, y unos dígitos aparecieron en el televisor derecho. Se produjo una pausa. Luego, Michael vio un entramado de líneas que surgían en el del centro. Parecía el plano de un dispositivo complejo.

El general Nash actuaba como un creyente fervoroso que acabara de contemplar a Dios.

– Esto es lo que estábamos esperando -murmuró-. Michael, está usted viendo la próxima versión de nuestro ordenador cuántico.

– ¿Y cuánto tiempo tardarán en construirlo?

– Mi gente analizará la información y después me comunicará una fecha aproximada de finalización de los trabajos. Hasta entonces, debemos mantener contentos a nuestros amigos. -Nash sonrió confiadamente-. Estoy jugando mi propio jueguecito con esa otra civilización. Nosotros deseamos incrementar el poder de nuestra tecnología; ellos, moverse libremente entre los distintos dominios. Usted será quien les muestre cómo se hace.

Un código binario. Números. Y después los planos del diseño de una nueva máquina. Los datos de una avanzada civilización fluían por los tres televisores, y Michael se sintió arrastrado por las imágenes que contemplaba. Apenas se dio cuenta de que Ramón Vega se acercaba al general y le entregaba un teléfono móvil.

– Estoy ocupado -dijo el general al que lo había llamado-. ¿Es que no puede esperar hasta que…?

De repente, la expresión del general cambió. Con aspecto tenso, se levantó y empezó a caminar por la habitación.

– ¿Dónde está Boone? -preguntó-. ¿Se han puesto en contacto con él? Bueno, pues dese prisa y llámelo. Dígale que se presente de inmediato en el Centro de Ordenadores.

– ¿Hay algún problema? -preguntó Michael cuando Nash hubo colgado.

– Alguien ha irrumpido en el centro de investigación. Seguramente se trata de uno de esos Arlequines fanáticos de los que le he hablado.

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