John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– Aquí Pritchett -dijo la tercera voz, que sonaba como si estuviera hablando por radio-. La hemos visto en el segundo piso, pero se ha ido. Sí, señor. Estamos comprobando cada…

Sujetándose a la cañería con las piernas, Maya asomó por el agujero. Estaba boca abajo, y el negro cabello le caía suelto. Vio las espaldas de los tres individuos y disparó a la más cercana.

El retroceso de la escopeta la lanzó hacia atrás, y aprovechó el impulso para soltarse, dar una voltereta en el aire y aterrizar sobre sus pies en medio del pasillo. El agua le caía en la cabeza, pero hizo caso omiso mientras disparaba contra el segundo justo cuando éste se daba la vuelta. El tercer mercenario seguía sosteniendo el móvil cuando las postas le atravesaron el pecho. Dio contra la pared y quedó tirado en el suelo.

La alarma seguía sonando con su agudo y penetrante sonido. Maya apuntó con la escopeta y la hizo saltar en pedazos. El rociador dejó de escupir agua, y ella se quedó contemplando los tres cuerpos del suelo. Quedarse en aquel edificio resultaba demasiado peligroso. Tenían que volver a los túneles. De nuevo vio que las sombras de las paredes cambiaban. Entonces, un hombre desarmado apareció al final del pasillo. Incluso prescindiendo del parecido familiar, Maya supo que se trataba de un Viajero. Bajó la escopeta de inmediato.

– Hola, Maya. Soy Michael Corrigan. Todos los de aquí te tienen miedo, pero yo no. Sé que estás aquí para protegerme.

La puerta de un despacho se abrió tras Maya, y Gabriel salió al corredor. Los dos hermanos se encontraron cara a cara, con Maya en medio.

– Ven con nosotros, Michael. -Gabriel forzó una sonrisa-. Estarás a salvo. Ya no tendrás a nadie dándote órdenes.

– Tengo unas cuantas preguntas que hacer a nuestra Arlequín. Es una situación extraña, ¿verdad? Si me fuera con vosotros dos sería como compartir la novia.

– No tiene nada que ver, Michael -dijo Gabriel-. Maya sólo está aquí para protegernos.

– Pero ¿qué ocurre si tiene que elegir? -Michael dio un paso adelante-. ¿A quién salvarías, Maya? ¿A Gabriel o a mí?

– A los dos.

– Vivimos en un mundo lleno de peligros. Quizá eso no sea posible.

Maya miró a Gabriel, pero éste no le indicó lo que debía decir.

– Protegeré a quien haga de este mundo un lugar mejor.

– Entonces, ése soy yo. -Michael dio un paso más-. La mayoría de la gente no sabe lo que quiere. Quiero decir que puede que deseen una gran casa o un coche nuevo, pero están demasiado asustados para decidir el rumbo de sus vidas. Así pues, nosotros lo haremos en su lugar.

– La Tabula te ha contado todo eso, pero no es cierto -replicó Gabriel.

Michael meneó la cabeza.

– Te estás comportando igual que nuestro padre, llevando una vida discreta, ocultándote bajo una piedra. Cuando éramos niños odiaba toda aquella palabrería sobre la Red. El poder nos ha sido concedido a los dos, pero tú no quieres utilizarlo.

– El poder no viene de nuestro interior. Lo cierto es que no.

– Crecimos como una familia de chiflados, sin electricidad, sin teléfono. ¿Te acuerdas del modo en que la gente nos señalaba cuando llegábamos a la ciudad en coche? No tenemos por qué vivir de ese modo, Gabe. Podemos tener el mando, encargarnos de todo.

– Las personas tienen derecho a controlar sus propias vidas.

– ¿Cómo es que aún no te has dado cuenta, Gabe? No es difícil. Haces lo que es mejor para ti y al demonio con el resto del mundo.

– Eso no hace que seas más feliz.

Michael miró a Gabriel y sacudió la cabeza.

– Hablas como si tuvieras todas las respuestas. -Michael levantó las manos como si fuera a bendecir a su hermano-. Sólo puede haber un Viajero…

Un hombre con el pelo gris cortado muy corto y gafas con montura de acero apareció por una esquina del vestíbulo y los apuntó con una pistola automática. Gabriel creyó que había perdido a su familia para siempre. Se sintió traicionado.

Maya apartó a Gabriel de un violento empellón en el momento que Boone disparaba. La bala alcanzó a Maya en la pierna derecha y la lanzó contra la pared. La muchacha cayó de bruces al suelo. Tenía la sensación de que la había dejado sin aire.

Gabriel apareció y la cogió en brazos. Corrió unos metros y se lanzó con ella al ascensor mientras Maya intentaba zafarse. «Sálvate tú», deseaba decirle, pero sus labios eran incapaces de articular las palabras. Gabriel apartó de una patada la papelera que bloqueaba las puertas y apretó con furia los botones. Disparos. Gente gritando. Las puertas se cerraron y empezaron a descender hacia la planta baja.

Maya perdió el conocimiento y, cuando abrió los ojos, vio que se encontraban en el túnel. Gabriel estaba apoyado con la rodilla en el suelo, abrazándola con fuerza. Oyó que alguien hablaba y comprendió que Hollis también estaba con ellos. Apilaba frascos de productos químicos que había cogido del laboratorio de investigación genética.

– Todavía me acuerdo de mi época del laboratorio del colegio del pequeño símbolo rojo. Todo este material puede ser peligroso si se pone cerca del fuego -dijo Hollis abriendo la espita de una bombona verde-. Oxígeno puro. -Cogió una botella de cristal y derramó un poco de líquido transparente en el suelo-. Y esto es éter líquido.

– ¿Algo más?

– Es todo lo que necesitamos. Larguémonos de aquí.

Gabriel llevó a Maya hasta la puerta de incendios del final del corredor. Hollis encendió el soplete de gas, ajustó la siseante llama y lo arrojó tras de sí. Entraron en un segundo túnel. Unos segundos más tarde, se oyó un fuerte ruido y la onda expansiva abrió de golpe la puerta cortafuegos.

Cuando Maya abrió de nuevo los ojos, estaban bajando por la escalera de emergencia. De repente se escuchó una explosión mucho más fuerte, como si el edificio hubiera recibido el impacto de una bomba enorme. La luz se apagó, y ellos se abrazaron en la oscuridad hasta que Hollis encendió la linterna. Maya intentó seguir consciente, pero entraba y salía como de un sueño. Recordaba oír la voz de Gabriel, que le ataban una cuerda bajo los brazos y la subían por el conducto de ventilación. Después se vio tumbada en la hierba, mirando el cielo estrellado. Oyó más explosiones y el aullido de las sirenas de la policía, poco de eso importaba. Maya sabía que se estaba desangrando mortalmente. Notaba como si el frío terreno le estuviera chupando la vida.

– ¿Puedes oírme? -le preguntó Gabriel-. Maya…

Ella deseó hablarle, decirle unas últimas palabras, pero alguien le había robado la voz. Un negro líquido apareció en los bordes de su campo de visión y empezó a extenderse y a oscurecerse igual que una gota de tinta en agua clara.

60

Alrededor de las seis de la mañana, Nathan Boone contempló el cielo por encima de las instalaciones del centro de investigación y vio una brumosa franja de sol. Boone tenía la ropa y la piel cubiertas de hollín. El incendio de los túneles estaba aparentemente controlado, pero una densa y negra humareda que apestaba a productos químicos seguía saliendo por los conductos de ventilación. Parecía como si el terreno ardiera.

En el cuadrilátero se veían estacionados varios coches de bomberos y de la policía. Por la noche, sus centelleantes luces de emergencia habían resultado llamativas e imperiosas, pero a la luz del amanecer parpadeaban débilmente. Del vehículo cisterna salían gruesas mangueras de lona parecidas a enormes serpientes que llegaban hasta los tubos de ventilación. Algunas seguían enviando agua a los niveles inferiores mientras un grupo de bomberos de ennegrecidos rostros descansaba y tomaba café en tazas de plástico.

Un par de horas antes, Boone había hecho una evaluación general de la situación. La explosión en los túneles y el consiguiente fallo eléctrico había causado daños prácticamente en todos los edificios. Según parecía, el ordenador cuántico se había desconectado y parte de sus mecanismos habían quedado destruidos. Un joven técnico informático le había comentado que se tardaría entre nueve meses y un año en tenerlo todo a punto de nuevo. Los sótanos estaban inundados; y todos los laboratorios y oficinas ennegrecidos por el humo. Uno de los refrigeradores computarizados del laboratorio de investigación genética había dejado de funcionar, con lo que varios experimentos con especímenes de segmentados se habían echado a perder.

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