John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Cuando regresó con el grupo, vio que Hollis discutía con Gabriel mientras que Vicki se interponía entre los dos, como intentando lograr que llegaran a un compromiso.

– ¿Qué problema hay? -preguntó la Arlequín.

– Habla con Gabriel -le contestó Hollis-. Está empeñado en que busquemos a su hermano.

La idea de volver a entrar en el centro de investigación pareció aterrorizar a Richardson.

– Tenemos que marcharnos de inmediato. Estoy seguro de que los vigilantes ya nos estarán buscando.

Maya cogió a Gabriel del brazo y lo llevó aparte de los demás.

– Tienen razón. Es peligroso que nos quedemos. Puede que consigamos volver en otra ocasión.

– Sabes que esa ocasión no se va a presentar -contestó Gabriel-. Y, aunque volviéramos, Michael ya no estaría aquí. Se lo llevarán a cualquier otra parte, con más guardias y más vigilancia. Ésta es mi única oportunidad.

– No puedo permitir que lo hagas.

– Tú no me controlas, Maya. Yo tomo mis propias decisiones.

Maya tenía la sensación de que ella y Gabriel estaban unidos igual que dos escaladores que treparan un acantilado. Si cualquiera de ellos resbalaba y caía, arrastraría al otro con él. Ninguna de las lecciones de su padre la había preparado para una situación como aquélla.

«Piensa en un plan -se dijo-. Arriesga tu vida, no la suya.»

– De acuerdo. Tengo una idea -repuso intentando mantener un tono lo más sosegado posible-. Tú te marchas con Hollis, que te sacará de aquí, y yo te prometo quedarme y buscar a tu hermano.

– Aun suponiendo que lo encontraras, Michael no confiaría en ti. Siempre ha desconfiado de todo el mundo. Sin embargo, a mí me escuchará. Sé que lo hará.

Gabriel la miró a los ojos, y durante una fracción de segundo, Maya sintió el vínculo que los unía. Presa de la desesperación, la Arlequín intentó tomar la decisión correcta, pero resultaba imposible. En ese momento, ya no intervenían las decisiones, sino el destino.

Corrió hacia Richardson y le arrancó de la bata la tarjeta de identificación.

– ¿Esto me abrirá todas las puertas de por aquí?

– Más o menos la mitad.

– ¿Dónde está Michael? ¿Sabe dónde lo retienen?

– Normalmente lo tienen en una suite vigilada de una serie de habitaciones que hay en el bloque de administración. En este instante, nos encontramos en el extremo norte del centro de investigación. Administración se halla al otro lado del cuadrilátero, en su lado sur.

– ¿Y cómo llegamos allí?

– Utilicen los túneles y manténganse alejados de los corredores elevados.

Maya sacó unos cartuchos del bolsillo y empezó a cargar la escopeta.

– Volved al sótano -le dijo a Hollis-. Llévate a los dos por el conducto de ventilación. Gabriel y yo volvemos por Michael.

– No lo hagas -repuso Hollis.

– No tengo alternativa.

– Ordénale que venga con nosotros. Oblígale.

– Eso es lo que haría la Tabula, Hollis. Nosotros no nos comportamos así.

– Gabriel quiere ayudar a su hermano. Vale. Eso lo entiendo, pero sólo conseguiréis que os maten a los dos.

Maya cargó un cartucho en la recámara, y el seco ruido resonó en la desierta zona de aparcamiento. Maya nunca había oído a su padre decir «gracias». Se suponía que los Arlequines no debían estar agradecidos a nadie. No obstante, deseaba decir algo a la única persona que había luchado a su lado.

– Buena suerte, Hollis.

– Eres tú la que vas a necesitarla. Echa un rápido vistazo y sal pitando de aquí.

Unos minutos más tarde, ella y Gabriel caminaban por el túnel de hormigón que pasaba por debajo del cuadrilátero. El aire era caliente y estaba enrarecido, y se oía correr el agua por las negras cañerías adosadas a la pared.

Gabriel no dejaba de mirarla de refilón. Parecía incómodo, casi culpable.

– Lamento todo esto. Sabes que mi intención era que te marcharas con Hollis.

– Ha sido elección mía, Gabriel. No protegí a tu hermano estando en Los Ángeles. Ahora tengo otra oportunidad.

Llegaron al edificio de administración, al otro lado del cuadrilátero, y la tarjeta del doctor Richardson les permitió subir por la escalera y llegar al vestíbulo. Maya también la utilizó para entrar en uno de los ascensores y subir hasta el tercer piso. Los dos caminaron rápidamente por los enmoquetados corredores mirando en despachos y salas de reuniones vacías.

Maya se sintió rara sosteniendo su escopeta al tiempo que miraba entre máquinas de café, archivadores y pantallas de ordenador con salvapantallas de angelitos volando por un cielo azul. Se acordó del empleo que había tenido en la empresa de diseño londinense. Allí había pasado horas sentada en un blanco cubículo con la foto de una isla tropical pinchada en la pared. Todos los días a las cuatro en punto una gorda mujer bengalí pasaba empujando su carrito con el té. En esos momentos, aquella vida se le antojaba tan distante como cualquiera de los dominios.

Cogió una papelera de un despacho, y los dos volvieron a los ascensores. Cuando llegaron al segundo piso, dejó la papelera atrancando la puerta. Despacio, empezaron a caminar por el pasillo. Cada vez que llegaban a una puerta y la abría, Maya obligaba a Gabriel a mantenerse dos metros por detrás de ella.

Los pasillos estaban iluminados con plafones empotrados que proyectaban un tipo especial de sombra en el suelo. Al final del corredor, una de las sombras parecía algo más oscura.

«Podría ser cualquier cosa -se dijo Maya-, quizá un fluorescente fundido.»

Al dar un paso más, la sombra empezó a moverse. Maya se volvió hacia Gabriel y le indicó silencio llevándose un dedo a los labios. Le señaló un despacho privado y le hizo un gesto para que se ocultara tras el escritorio; luego, volvió a la esquina y miró por el pasillo. Alguien había dejado un carrito de conserje cerca de uno de los despachos, pero su propietario había desaparecido.

Maya llegó al final del corredor, se asomó unos centímetros a la esquina y retrocedió de un salto cuando los tres hombres le dispararon con sus armas. Los proyectiles perforaron la pared y dejaron la puerta llena de astillas.

Escopeta en mano, Maya corrió por el pasillo y abrió fuego sobre la espita del rociador antiincendios del techo. El dispositivo se abrió, y la alarma de incendio empezó a sonar. Un miembro de los Tabula se asomó a la esquina y disparó furiosamente en su dirección. La pared que tenía al lado pareció explotar mientras grandes pedazos de yeso se desparramaban por la moqueta. Cuando Maya respondió a los disparos, el hombre retrocedió tras la esquina.

El agua brotaba del rociador mientras Maya permanecía de pie en el pasillo. Cuando estaba en peligro, la visión de la mayoría de la gente se restringía.

«Mira a tu alrededor», se ordenó Maya que alzó la vista. Levantó la escopeta y disparó dos veces al plafón que había encima del carrito. La pantalla de plástico se hizo añicos y un agujero apareció en el cielo raso.

Maya insertó la escopeta en el cinturón y se subió al carro. Metió los brazos por el agujero y se agarró a una cañería de agua. Con una sola y rápida patada empujó el carro por el pasillo y se aupó al falso techo. Lo único que oía era la alarma antiincendios y el agua que brotaba del rociador. Sacó la escopeta del cinturón, rodeó la cañería con las piernas y se quedó colgando boca abajo igual que una araña.

– ¡Preparaos! -gritó una voz-. ¡Ahora!

Los Tabula salieron al pasillo al tiempo que disparaban.

– ¿Adónde ha ido?

– Tened cuidado -dijo una tercera voz-. Podría estar en cualquier despacho.

Maya se asomó al agujero y vio a uno, dos, tres mercenarios de la Tabula pasar bajo ella pistolas en mano.

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