John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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A Boone toda aquella destrucción le traía sin cuidado. Por lo que a él respectaba toda la instalación podría haber quedado convertida en ruinas. El auténtico desastre era que una Arlequín y un conocido Viajero habían logrado escapar.

La actitud del infeliz guardia de seguridad que se sentaba en la garita de la entrada había entorpecido su capacidad para poner inmediatamente en marcha una persecución de los escapados. El joven se había dejado llevar por el pánico y había llamado a la policía y a los bomberos. La Hermandad tenía contactos en todo el mundo, pero Boone no había podido impedir que un grupo de decididos agentes hicieran su trabajo. Mientras los bomberos montaban el puesto de mando y rociaban los túneles con agua, Boone había ayudado al general Nash y a Michael Corrigan a salir del recinto en un convoy con escolta. Luego había pasado el resto de la noche asegurándose de que nadie hallara los cadáveres de Shepherd ni de los tres mercenarios del edificio de administración.

– Disculpe, ¿es usted el señor Boone?

El interpelado miró por encima de su hombro y vio que Vernon McGee, el capitán de los bomberos, se le acercaba. El macizo individuo llevaba en el cuadrilátero desde medianoche, pero aún parecía lleno de energía, casi de buen humor. Boone llegó a la conclusión de que los bomberos de las zonas suburbanas debían de estar aburridos de arreglar aspersores o rescatar gatitos de los árboles.

– Creo que ya estamos listos para llevar a cabo la inspección.

– ¿De qué está hablando? -preguntó Boone.

– El fuego ha sido apagado, pero todavía pasarán algunas horas antes de que podamos entrar en los túneles de mantenimiento. En este momento debemos examinar edificio por edificio para comprobar si alguno ha sufrido daños estructurales.

– Eso es imposible. Tal como le dije anoche, el personal del centro se dedica a una serie de investigaciones ultrasecretas para el gobierno. Casi todas las salas necesitan un pase de seguridad.

El capitán McGee se columpió sobre sus talones.

– Eso me importa un pimiento. Soy el jefe de bomberos y éste es mi distrito. Tengo autorización para entrar en cualquiera de esos edificios por motivos de seguridad pública. Póngame escolta, si eso hace que se sienta usted mejor.

Boone intentó contener su irritación mientras McGee regresaba junto a sus hombres. Quizá los bomberos pudieran llevar a cabo su inspección después de todo. No era imposible. Todos los cuerpos habían sido ya metidos en bolsas de plástico y encerrados en una furgoneta. Más tarde serían llevados a Brooklyn, donde una funeraria de confianza los convertiría en cenizas que arrojaría al mar.

Boone decidió comprobar primero el edificio administrativo antes de que McGee y sus bomberos empezaran a meter las narices. Se suponía que dos vigilantes de seguridad ya estaban en el segundo piso arrancando la moqueta manchada de sangre. A pesar de que las cámaras de vigilancia no funcionaban, Boone siempre daba por hecho que había alguien observándolo. Intentando aparentar tranquilidad, cruzó la zona del cuadrilátero. Su móvil sonó, y cuando se lo llevó al oído escuchó la voz atronadora de Kennard Nash.

– ¿Cuál es la situación?

– El departamento de bomberos va a realizar una inspección de seguridad.

Nash soltó una imprecación.

– ¿A quién hay que llamar? ¿Al gobernador? ¿Podría impedirlo el gobernador?

– No hay motivo para que impidamos nada. Hemos resuelto las principales dificultades.

– Pero descubrirán que alguien inició el fuego.

– Eso es exactamente lo que quiero que hagan. En estos momentos tengo un equipo de hombres en la vivienda de Lawrence Takawa. Dejarán en la mesa de la cocina un artefacto explosivo a medio construir y escribirán una nota de venganza en su ordenador. Cuando los investigadores del incendio se presenten les hablaremos de cierto empleado resentido.

Nash dejó escapar una risita.

– Y entonces se pondrán a buscar a un tipo que ya ha desaparecido. Buen trabajo, señor Boone. Lo volveré a llamar esta noche.

El general Nash puso fin a la llamada sin despedirse siquiera, y Boone se quedó solo ante la entrada del edificio de administración. Si repasaba sus acciones de las últimas semanas, no le quedaba más remedio que reconocer ciertos errores: había infravalorado la capacidad de Maya y hecho caso omiso de sus propias sospechas acerca de Lawrence Takawa; además, se había dejado llevar por su genio en varias ocasiones, y eso había influido negativamente en sus decisiones.

A medida que el fuego se apagaba, el humo pasó de un denso color negro a un gris sucio. Mientras salía de los conductos de ventilación y se disolvía en el aire, parecía como el humo de un tubo de escape cualquiera, simple polución. Puede que la Hermandad hubiera sufrido un golpe temporal, pero su victoria seguía siendo inevitable. Los políticos podían seguir hablando de libertad y lanzar sus palabras al viento igual que confeti. No significaba nada. El concepto tradicional de libertad estaba desapareciendo. Por primera vez esa mañana, Boone apretó el pulsador de su reloj y se alegró al ver que su pulso era normal. Se irguió, enderezó los hombros y entró en el edificio.

61

Maya volvía a hallarse cautiva de su sueño. De pie y sola en el sombrío túnel, se lanzó contra los tres matones del equipo de fútbol y escapó por las escaleras mecánicas. Había gente luchando en el andén, intentando romper las ventanillas del metro, cuando Thorn la agarró con la mano derecha y la metió en el vagón.

Había pensado tantas veces en aquel incidente que se había convertido en algo fijo en su cerebro.

«Despierta -se dijo-. Ya basta.»

Sin embargo, en esa ocasión se entretuvo con sus recuerdos. El tren arrancó y ella hundió el rostro en el abrigo de lana de su padre. Cerró los ojos y se mordió el labio, notando el sabor de su propia sangre.

La ira de Maya era poderosa y se dejaba oír, pero otra voz le susurraba en la oscuridad. Entonces supo que estaba a punto de serle revelado un secreto. Thorn siempre había sido valiente, fuerte y seguro de sí. Aquella noche, en Londres, la había traicionado, pero también había ocurrido algo más.

El metro ganó velocidad saliendo de la estación, y ella alzó la mirada hacia su padre y vio que él estaba llorando. En aquella época parecía imposible que Thorn pudiera dar muestras de la más pequeña debilidad, pero en ese momento supo que era cierto. Una solitaria lágrima en la mejilla de un Arlequín era algo infrecuente y de gran valor. «Perdóname.» ¿Era eso lo que realmente él estaba pensando? «Perdóname por lo que te he hecho.»

Abrió los ojos y vio que Vicki la miraba desde lo alto. Durante unos segundos, Maya flotó en las sombras que separaban el mundo de los sueños del de la vigilia. Todavía podía ver el rostro de Thorn mientras tocaba la sábana con la mano. Respiró profundamente, y su padre desapareció.

– ¿Puedes oírme? -preguntó Vicki.

– Sí. Estoy despierta.

– ¿Cómo te encuentras?

Maya metió la mano bajo el cobertor y palpó el vendaje que cubría su pierna herida. Cuando se movía bruscamente, la acometía un agudo dolor, como si le clavaran un cuchillo; pero si se estaba quieta tenía la sensación de que alguien le había quemado la pierna con un hierro de marcar. Thorn le había enseñado que no había forma de esquivar el dolor, pero que se podía reducir hasta un punto determinado en que quedaba aislado del resto del cuerpo.

Contempló la habitación donde se encontraba y recordó haber sido depositada en aquella cama. Estaban en una casa de la playa, en la costa de Cape Cod, la península de Massachusetts que penetraba en el Atlántico. Vicki, Gabriel y Hollis la habían llevado en coche después de que hubiera pasado varias horas en una clínica privada de Boston dirigida por un médico que era miembro de la congregación de Vicki y que utilizaba la vivienda como residencia de verano.

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