John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Hollis rompió dos candados con el cortafríos y levantó la rejilla con la palanqueta. Iluminó el conducto con la linterna, pero el haz de luz no alcanzaba más allá de tres o cuatro metros. Maya notó el contacto del aire caliente.

– Según el plano, este conducto conduce directamente a los sótanos -dijo a Hollis-. No sé si habrá espacio suficiente para moverse, de modo que iré yo primera bajando de cabeza.

– ¿Cómo sabré si estás bien?

– Me harás descender a intervalos de un metro. Si todo va bien, tiraré de la cuerda dos veces para que sigas soltando.

Maya se colocó el arnés de escalar mientras Hollis fijaba una polea en el borde de la rejilla. Cuando todo estuvo a punto, la Arlequín se metió por el conducto de ventilación llevando unas cuantas herramientas bajo la chaqueta. El túnel estaba oscuro, caliente y era justo lo bastante ancho para que cupiera una sola persona. Tuvo la impresión de que la bajaban al fondo de una gruta.

Con doce metros de cuerda desenrollados, Maya llegó a un empalme en forma de «T» donde el túnel se dividía en direcciones opuestas. Cabeza abajo, sacó el martillo y el escoplo y se dispuso a perforar la plancha metálica. Cuando la herramienta golpeó el conducto, el sonido la envolvió. El sudor le caía por la cara a medida que golpeaba con el martillo, una y otra vez. De repente, el cincel perforó el acero y apareció una rendija de luz. Maya acabó de cortar el agujero y dobló la plancha hacia dentro. Dio dos tirones a la cuerda, y Hollis la bajó hasta un túnel subterráneo con suelo de cemento y paredes de ladrillo. Todo él estaba lleno de cañerías, tendidos eléctricos y conductos de ventilación. La única iluminación provenía de una serie de bombillas fluorescentes situadas cada seis metros.

Les llevó diez minutos tirar una segunda cuerda y bajar la bolsa con las herramientas. Cinco minutos después, Hollis estaba a su lado.

– ¿Cómo subiremos? -preguntó.

– En la esquina norte del edificio hay una escalera de emergencia. Hemos de conseguir encontrarla sin hacer saltar las alarmas.

Siguieron el túnel y se detuvieron en la primera puerta que encontraron. Maya sacó un pequeño espejo de maquillaje y lo sostuvo en un ángulo determinado. Al otro lado había una pequeña caja de plástico con una lente difusora curvada.

– Los planos indican que tienen detectores infrarrojos de movimiento. Son dispositivos que captan la energía infrarroja emitida por los objetos, y la alarma se dispara si se alcanza cierto nivel.

– ¿Y para esto hemos traído el oxígeno?

– Exacto.

Maya metió la mano en la bolsa y sacó la bombona. El recipiente parecía un termo con una espita en un extremo. Con cuidado, alargó la mano más allá de la puerta y roció el detector. Cuando el dispositivo quedó cubierto de hielo, siguieron avanzando por el túnel.

Los que habían construido la zona subterránea habían pintado los números de cada sector en las paredes, pero Maya no comprendía su significado. En algunos sectores del túnel se escuchaba un zumbido mecánico que sonaba como el de una turbina de vapor; sin embargo, no se veía rastro de la maquinaria. Tras caminar diez minutos, llegaron a un cruce. Dos corredores partían en direcciones opuestas sin que presentaran indicación alguna del camino correcto. Maya buscó en uno de sus bolsillos y sacó el generador de números aleatorios. Decidió que impar significaría a la derecha y oprimió el botón. Apareció «3.531».

– Vamos por la derecha -le dijo a Hollis.

– ¿Por qué?

– Por nada en particular.

– El túnel de la izquierda parece más ancho. Propongo que vayamos por allí.

Se dirigieron a la izquierda y pasaron diez minutos explorando cuartos de almacenaje vacíos. Al final, llegaron a un callejón sin salida. Cuando dieron media vuelta encontraron los pequeños signos del laúd que Maya había ido grabando en las paredes con su cuchillo.

Hollis parecía molesto.

– Esto no quiere decir que tu maquinita de números tuviera razón. Por favor, Maya, dame un respiro. Ese número no significaba nada.

– Significaba que fuéramos por la derecha.

Entraron en un segundo corredor e inutilizaron el correspondiente detector de movimiento. De repente, Hollis se detuvo y señaló hacia arriba. En el techo había instalada una pequeña caja plateada.

– ¿Eso es un detector de movimiento?

Maya negó con la cabeza.

– No. No hables.

– Sólo dime qué es.

La Arlequín lo cogió del brazo y ambos corrieron por el túnel. Abriendo una puerta de hierro entraron en una sala del tamaño de un campo de fútbol que estaba llena de pilares maestros.

– ¿Qué demonios ocurre? -preguntó Hollis.

– Eso era su sistema de apoyo. Un detector de sonido. Seguramente está conectado a un programa informático llamado Eco. El ordenador filtra los ruidos mecánicos y detecta las voces humanas.

– Entonces, ¿saben que estamos aquí?

Maya abrió el estuche portaespadas.

– El detector debe de haber rastreado nuestras voces hará unos veinte minutos. Vamos. Tenemos que encontrar esas escaleras.

La zona de los cimientos tenía sólo cinco puntos de luz: una bombilla en cada esquina y otra más en el centro. Salieron del rincón y caminaron por entre las grises columnas hacia la luz del centro. El suelo de cemento estaba lleno de polvo y el aire resultaba caliente y enrarecido.

Las luces parpadearon y se apagaron. Durante unos segundos, quedaron sumidos en la más completa oscuridad hasta que Hollis encendió la linterna. Se lo veía tenso y listo para el combate.

Oyeron entonces un ruido de algo que crujía y rozaba, como si alguien abriera trabajosamente una puerta. Se hizo el silencio. Luego, la puerta se cerró con estrépito. Maya sintió un cosquilleo en la punta de los dedos. Puso la mano en el brazo de Hollis para que no se moviera, y los dos escucharon una especie de ladridos que casi parecían risotadas.

Hollis dirigió la linterna entre dos filas de columnas, y vieron que algo se movía en las sombras.

– Segmentados -dijo-. Los han enviado para que acaben con nosotros.

Maya rebuscó en la bolsa y sacó el soplete de gas. Sus dedos se movieron nerviosamente al abrir la espita y aplicar el mechero. Una llama azul surgió con un suave zumbido. Sostuvo el soplete en alto y avanzó unos pasos.

Oscuras formas corrieron entre los pilares. Más risas. Los segmentados estaban cambiando de posición, trazando círculos alrededor de ellos. Maya y Hollis permanecieron espalda contra espalda en el pequeño círculo de luz.

– No se los mata con facilidad -le advirtió Hollis-. Y si les disparas, las heridas les cicatrizan enseguida.

– Habrá que darles en la cabeza.

– Si puedes, hazlo. Siguen atacando hasta que son despedazados.

Maya dio media vuelta y vio una manada de hienas a unos cinco metros de distancia. Había entre ocho y diez segmentados, que se movían deprisa. Pelaje amarillento moteado de negro. Hocicos fuertes y chatos.

Uno de los segmentados dejó escapar un agudo ladrido parecido a una risa. La manada se dividió, corrió entre los pilares y atacó desde lados opuestos. Maya dejó el soplete en el suelo y metió un cartucho en la recámara de la escopeta. Esperó a que los segmentados estuvieran un poco más cerca y entonces disparó al que iba primero. Las postas le acertaron de pleno en el pecho y lo lanzaron hacia atrás, pero los otros siguieron adelante. Hollis disparó su rifle contra el otro grupo.

Maya cargó y disparó hasta vaciar el cargador. Soltó la escopeta, agarró la espada y la apuntó hacia delante como si de una lanza se tratara. Un segmentado saltó por el aire y se ensartó en la hoja. El pesado cuerpo cayó a los pies de Maya que le arrancó desesperadamente la espada para asestar rápidas cuchilladas a los otros dos segmentados que la atacaban. Las bestias aullaron cuando la hoja se abrió paso por sus gruesos pellejos.

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