John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– Lo entiendo. -Boone le ofreció una comprensiva sonrisa-. Cuando todo acabe podrá regresar a sus clases; pero, por el momento es usted un miembro importante de nuestro grupo. Me han dicho que estuvo usted presente anoche, cuando trajeron a Gabriel Corrigan.

– Lo examiné brevemente. Eso fue todo. Sigue con vida.

– Exacto. Está aquí, está vivo y ahora nosotros tenemos que ocuparnos de él. Eso nos enfrenta con un problema un tanto peculiar: cómo se mantiene encerrado en una habitación a un Viajero. Según Michael, si se le tiene completamente inmovilizado, no puede escapar de su cuerpo. Sin embargo, esa situación puede plantear problemas médicos.

– Cierto. Eso mismo fue lo que dije al general Nash.

Boone se acercó y apretó una tecla del ordenador. La partida, con todos sus personajes, desapareció de la pantalla.

– Durante los últimos cinco años, la Fundación Evergreen ha financiado distintas investigaciones de los procesos neurológicos que determinan el dolor. Estoy seguro de que usted está al corriente de que el dolor es un fenómeno bastante complejo.

– El dolor lo controlan distintas zonas del cerebro y se transmite por circuitos nerviosos paralelos -repuso Richardson-. De ese modo, si una parte de nuestro cerebro sufre una lesión, el cuerpo puede seguir reaccionando ante una herida.

– Eso es cierto, doctor, pero nuestros investigadores han descubierto que se pueden implantar cables en cinco regiones distintas del cerebro, siendo las más importantes el cerebelo y el tálamo. Eche un vistazo a esto…

Boone sacó un DVD del bolsillo y lo cargó en el ordenador de Richardson.

– Esto se filmó en Corea del Norte hace un año.

La imagen de un macaco de la India apareció en la pantalla. Se hallaba sentado en una jaula con una serie de cables que le salían del cráneo. Los hilos estaban conectados a un aparato radiotransmisor atado al cuerpo del animal.

– ¿Lo ve? -prosiguió Boone-. Nadie le está haciendo daño. Nadie lo corta o lo quema. Sin embargo, no tiene más que apretar un botón y…

El mono dio un brinco y se retorció entre espasmos de dolor. Luego, se quedó tirado en la jaula gimiendo lastimeramente.

– ¿Lo ha visto? No hay ningún tipo de trauma, pero el sistema nervioso se ha visto afectado por una abrumadora sensación neurológica.

Richardson apenas podía articular palabra.

– ¿Por qué me enseña esto?

– ¿No está claro, doctor? Queremos que inserte cables en el cerebro de Gabriel. Cuando regrese de su viaje, lo liberaremos de sus ataduras. Lo trataremos bien e intentaremos que cambie sus rebeldes opiniones en ciertos asuntos; pero, en el momento en que intente abandonarnos, alguien apretará un botón y…

– No puedo hacer semejante cosa -replicó Richardson-. Se trata de tortura.

– Ese término resulta incorrecto. No hacemos más que proporcionar una reacción inmediata a ciertas elecciones equivocadas.

– Soy médico. Mi misión es sanar a la gente. Esto… Esto está mal.

– Mire, doctor, lo único que tiene que hacer es perfeccionar su vocabulario. El procedimiento no está mal. Simplemente es necesario.

Nathan Boone se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– Estudie la información del disco. Dentro de unos días le enviaremos más datos.

Boone sonrió una última vez y desapareció por el pasillo.

Richardson se sentía como un hombre al que le hubieran diagnosticado un cáncer. Casi podía notar las células malignas extendiéndose por su sangre y huesos. Por culpa del miedo y la ambición, había hecho caso omiso de los síntomas, y en ese momento era demasiado tarde.

Sentado en el laboratorio siguió mirando los distintos monos que aparecían en la pantalla. Pensó que debían escapar de la jaula, huir y esconderse; pero alguien daba una orden, apretaba un botón, y ellos se veían obligados a obedecer.

56

Allanar un edificio constituía una de las habilidades menores pero importantes de cualquier Arlequín. Siendo Maya adolescente, Linden había pasado tres días con ella enseñándole todo lo que sabía sobre cerraduras, tarjetas de seguridad y sistemas de vigilancia. Al final de aquel cursillo informal, el francés la había ayudado a entrar sin ser detectada en la Universidad de Londres. Los dos se pasearon por los desiertos corredores y dejaron una postal en el negro abrigo que cubría los huesos de Jeremy Bentham.

El plano del centro de investigación mostraba un conducto de ventilación subterráneo que conducía a los sótanos del edificio de investigación genética. En distintos lugares del dibujo, el arquitecto había escrito «DIM» en letra pequeña para señalar los puntos donde había detectores infrarrojos de movimiento. Maya tenía su propio método para ocuparse de ellos, pero le preocupaba la posibilidad de que hubieran añadido otras medidas de seguridad en algún momento posterior.

Hollis se detuvo en un centro comercial del oeste de Filadelfia; compraron cuerda de escalar en una tienda de deporte y una pequeña botella de oxígeno líquido en un almacén de suministros sanitarios. Había una tienda de bricolaje cerca y estuvieron casi una hora paseando por entre los vastos pasillos. Maya llenó el carrito de la compra con un martillo y un escoplo, una linterna, una palanqueta, un soplete de gas y un cortafríos. Tenía la sensación de que todo el mundo los miraba, pero Hollis bromeó con la cajera, y los dejaron salir sin hacerles preguntas.

Esa misma tarde, a última hora, llegaron a Purchase, en Nueva York. Se trataba de una próspera comunidad, llena de grandes residencias, colegios privados y sedes de grandes compañías rodeadas de zonas ajardinadas. Maya la consideró una zona perfecta para situar un centro de investigación secreto. La instalación estaría cerca de la ciudad de Nueva York y de los aeropuertos locales, y al mismo tiempo la Tabula podría ocultar fácilmente sus actividades tras un muro de piedra.

Se alojaron en un hotel, y Maya durmió unas cuantas horas con la espada a su lado. Al levantarse, halló a Hollis afeitándose en el baño.

– ¿Estás listo? -le preguntó.

Hollis se puso una camiseta limpia y se recogió el cabello.

– Dame unos minutos -contestó-. Un hombre debe tener buen aspecto antes de lanzarse a la lucha.

A las diez de la noche salieron del hotel, pasaron con la camioneta ante el Old Oaks Country Club y giraron hacia el norte por una carretera local. No les costó localizar el centro de investigación. Había reflectores de sodio instalados sobre el muro y un guardia de seguridad sentado en su garita de la entrada. Hollis controló el retrovisor, pero nadie los seguía. Un par de kilómetros más allá, cogió un desvío y aparcó en un montículo, cerca de un bosquecillo de manzanos. Los frutos habían sido recogidos hacía semanas, y el suelo estaba cubierto de hojas muertas.

Dentro de la camioneta estaba todo en silencio, y Maya comprendió que se había acostumbrado a la música que salía de los altavoces: había sido su apoyo durante todo el camino.

– Va a ser difícil -dijo Hollis-. Estoy seguro de que el centro de seguridad está lleno de guardias.

– No tienes por qué venir.

– Mira, sé que haces esto por Gabriel; pero también tenemos que rescatar a Vicki. -Hollis contempló el cielo nocturno a través de la ventanilla-. Es inteligente, valiente y defiende lo que es justo. Cualquier hombre se consideraría afortunado formando parte de su vida.

– Suena como si desearas ser esa persona.

Hollis se echó a reír.

– Si fuera afortunado no estaría sentado en una vieja camioneta con una Arlequín. Sois vosotros los que tenéis demasiados enemigos.

Se apearon del vehículo y se abrieron camino por la espesura. Maya llevaba su espada y la escopeta de combate. Hollis había cogido el fusil semiautomático y la bolsa de lona llena de herramientas. Cuando salieron del bosque, cerca de la zona norte del muro del centro de investigación, no tardaron en localizar la boca de ventilación que surgía del suelo. La abertura estaba cubierta por una pesada rejilla de hierro.

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