Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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En tiempo de prodigios: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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Fue, como habíamos previsto, una celebración sencilla. Por mi parte vinieron sólo mis padres, dos de mis tías con sus esposos y un hermano de mi abuela que, a sus ochenta años, estaba como un roble y se negó a perderse el festejo. Por parte de Carmen vinieron unos treinta familiares. Acudieron también algunos amigos de mi suegro -todos con cargo público en el gobierno de Franco- y mis compañeros del ministerio. Zachary West firmó como testigo al lado de Antolín Prado y luego, durante el cóctel, les presenté oficialmente.

– He oído hablar de usted -le dijo Prado-. ¿Sigue trabajando para el señor Hughes?

– Es una de mis principales actividades. -West lucía su mejor sonrisa.

– No me dirá que tiene otras…

– Se sorprendería si le hablase de ellas.

Y se echó a reír, en una carcajada que Prado, aun sin entenderla, no tardó en secundar.

Carmen y yo salimos en dirección a Roma a la mañana siguiente. Quien ya era mi esposa estaba guapísima. Al subir al avión me di cuenta de lo elegante que podía resultar, libre ya de la tutela de su madre y de las sombras del luto, pues por decisión propia había renunciado para siempre a los colores de la muerte. Era como si su condición de mujer casada le franquease las puertas a otra vida, donde no cabían los malos recuerdos ni los compromisos anteriores. Tuvimos un vuelo plácido y tranquilo. El comandante del avión -que supongo que tendría algún contacto con Zachary West- nos envió una botella de champán, y Carmen brindó conmigo «por lo felices que vamos a ser, y por Roma, y por todo».

Nuestra habitación en el Hassler tenía unas vistas maravillosas. La Organización había debido de pagar una fortuna por aquel alojamiento, y pensé que ojalá el esfuerzo mereciese la pena. Aún no habíamos acabado de instalarnos cuando sonó el teléfono de nuestro cuarto. Era el señor Corradini, que en una mezcla de español e italiano me daba la bienvenida a Italia y me proponía una cita para cenar «si usted y su esposa no están tan cansados».

– Sería un placer verles. Podemos encontrarnos en el restaurante del hotel.

Quedamos a las ocho y media. Mientras yo me ponía de acuerdo con nuestro contacto romano, Carmen suspiraba de emoción, pues una camarera había entrado para deshacer nuestro equipaje y planchar las prendas arrugadas.

– Ay, Silvio, es como estar en una película… estoy tan contenta…

Carmen brillaba en su traje nuevo, brillaba en su anillo de bodas, brillaba al mirar por la ventana y ver las escaleras de la plaza de España, al abrir los grifos dorados del cuarto de baño, al probar las chocolatinas que habían dejado en la mesilla de noche.

– Toma una. Es el chocolate más rico que he tomado en mi vida.

Y cerraba los ojos para saborear el dulce. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que sería fácil ser dichoso junto a una persona así, capaz de entusiasmarse con una vista hermosa, con una copa de champán, con un bombón, con un vestido nuevo. Me acerqué a ella y la abracé. Ahora que no está, me gusta recordarla aquel día, sentada en la cama, con las piernas cruzadas, luciendo unos zapatos de tacón y quitando el papel de plata que recubría los chocolates. Nunca estuve enamorado de Carmen, pero fue tan sencillo quererla durante veinticinco años que creo que la vida me hizo un gran favor al cruzarla en mi camino.

Dimos un breve paseo por Roma antes de volver al hotel para cenar. Me disculpé con Carmen por el incordio del encuentro con Caserta y Corradini.

– Ya sé que citarse con unos italianos no es el mejor plan para una luna de miel…

– Oh, no te preocupes. Además, seguro que resulta interesante. Nunca he conocido a gente extranjera… excepto a ese amigo tuyo, Zachary West. ¿Has visto el abrigo que me envió como regalo? Casi me desmayo al sacarlo de la bolsa. Por cierto, tendrás que decirme qué me pongo para la cena. No quiero quedar como una pobre paleta que no sabe vestirse.

Aquella noche, Carmen se puso el vestido negro que le había comprado en Nueva York y unos pendientes de oro que habían sido de su abuela. Yo llevaba un traje oscuro con una corbata que me había regalado Elijah. Cuando bajamos al vestíbulo, el espejo de la entrada nos devolvió la imagen de una pareja joven y atractiva, y Carmen se dio cuenta, porque me pareció que crecía un poco más sobre sus zapatos de raso.

Caserta y Corradini venían con sus esposas. Eran dos parejas entradas en años y en kilos, raramente parecidas entre sí, algo vulgares en su fisonomía y sus atavíos. Nos saludaron con un afecto ruidoso, y las mujeres besaron a Carmen y se empeñaron en que diese una vuelta completa para ver bien su traje de noche. Mi esposa se reía, cohibida por la aplastante naturalidad de las dos italianas. Cuando nos sentamos a la mesa, las señoras formaron un grupo aparte, dejando claro que no pensaban intervenir en nuestra conversación. Enzo y Gaetano no hablaron de nada especial. Les agradecí sus gestiones con el Vaticano que iban a permitirnos asistir a la audiencia papal, y les transmití los saludos de Antolín Prado.

– La verdad -Caserta hablaba español con bastante corrección- es que apenas conocemos a su amigo. Pero nos contó que usted había trabajado por nuestra causa, así que…

Pensé que si en ese momento hubiese pedido detalles sobre la constitución de la Vía Romana, los dos italianos me los hubiesen dado sin dudar. Pero consideré que era mejor no precipitar las cosas. Así que cambié de conversación, disfruté de la cena y pedí con el postre dos botellas de champán Taittinger, observando, divertido, que Caserta y Corradini tensaban el gesto: sin duda tenían previsto pagar la cuenta, pero yo ya me había ocupado de eso, y el maître la cargó a mi habitación ante las débiles protestas de mis supuestos anfitriones.

– Por favor, permítanme invitarles… -les dije, mientras dejaba una buena propina con muy poca discreción-. Es lo menos que puedo hacer…

Los italianos se miraban entre sí, imagino que un poco confundidos.

– ¿Les parece que tomemos una copa en el bar de abajo? ¿Sí? Pues, si no les importa, vayan ustedes hacia allí. Tengo que recoger una cosa.

Puedes imaginar cómo recibieron Caserta y Corradini las cajas de puros, pues en esa época era casi un milagro encontrar tabaco cubano. En cuanto a sus esposas, agradecieron mil veces la entrega de los abanicos. Carmen les enseñó a manejarlos a la española, e incluso les dio lecciones sobre su lenguaje secreto. Pedí otra botella de champán -me pareció que Caserta estaba ya un poco piripi- y no consentí que pagase nadie más que yo. Los dos matrimonios estaban felizmente abrumados con tantas muestras de generosidad. Tanto es así, que Corradini se ofreció para organizar al día siguiente un recorrido por Roma.

– Vendré a buscarlos con el chófer a las diez de la mañana. Podemos ir a los jardines de Villa Borghese, que gustarán mucho a la señora Rendón.

– No me gustaría molestar, pero será un lujo tener a un romano como guía.

– Yo considero un honor acompañarle a usted y a su bella esposa en su primera visita a la ciudad. Después, si quieren, podemos almorzar todos juntos.

Y así fue como los amigos italianos de Antolín Prado se convirtieron en nuestra sombra durante la luna de miel. Les veíamos no ya todos los días, sino a todas horas. Carmen, dando muestras de una paciencia franciscana, no hizo un sólo comentario acerca de lo incómodo de llevar una perenne compañía durante nuestro viaje de novios. Al segundo día, Caserta y Corradini dejaron de lado las sutilezas y empezaron a tratarme con una franca camaradería que incluía frecuentes palmadas en la espalda y algún que otro golpe en las costillas. En cuanto a sus esposas, asediaban a Carmen con preguntas indiscretas acerca de nuestra luna de miel, nuestros planes de futuro y la inminencia de los hijos.

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