«Cómo es debido.» Era una forma de verlo. Eso pensaba mientras mis padres saludaban a los de Carmen. Antes de salir hacia el restaurante, todos estuvimos de acuerdo en que sería mejor no mencionar la particular boda de Efraín delante de nuestra familia política: hablar de un hijo casado casi en secreto con una muchacha polaca no era la mejor forma de empezar a relacionarse con una gente tan conservadora como los Orenes. Y eso que mis padres no sabían que Hannah era judía ni unos años mayor que Efraín.
La víspera de la boda, mientras mi madre ayudaba a Carmen a hacer las últimas compras y mi padre descansaba en el hotel, fui a casa de Zachary West. Allí, cuidadosamente empaquetados, estaban los obsequios que debía llevar a los amigos italianos de Antolín Prado. Dos días antes él me había entregado su regalo de bodas: un marco de plata ostentoso y feo, y la noticia de que Carmen y yo participaríamos en una audiencia privada con Pío XII.
– Mis amigos romanos lo han arreglado todo.
– Supongo que tendré ocasión de agradecerles las molestias… si no están muy ocupados, me gustaría invitarles a almorzar.
– Por supuesto. Les he hablado de usted y del trabajo que ha hecho para nosotros, y están deseando conocerle. Se llaman Enzo Casería y Gaetano Corradini.
– ¿Son militares?
– Hombres de negocios. Les he dado el nombre de su hotel y le llamarán en cuanto llegue a Roma.
– Gracias por todo, señor. Y también por su regalo. A Carmen le gustará mucho. Por cierto, yo también he comprado unos detalles para sus amigos italianos…
– Usted siempre tan cumplido, Rendón.
Zachary West me explicó qué era cada cosa. Había cuatro cajas de puros habanos, dos abanicos de encaje y dos mantones de Manila bordados en seda. Me entregó además un sobre con una fortuna en liras italianas.
– Espero que lo gastes durante tu estancia -me dijo.
– ¿Quieres que compre toda la ciudad?
– Quiero que les compres a ellos. Que pidas los mejores vinos, que envíes flores a diestro y siniestro, que pagues todas las copas que puedan beberse. Abrúmalos con tu generosidad, Silvio. La mala gente suele ser también codiciosa y mezquina, no importa el dinero que tengan. Si ven en ti a una vaca que puedan ordeñar, olvidarán toda prudencia. Es cierto que partes con ventaja porque te consideran uno de los suyos, pero necesitas impresionarles para que ellos también deseen dejarte con la boca abierta. Y, por cierto, ahí está mi regalo de bodas para Carmen. Creo que le va a gustar.
Me señaló un bulto informe envuelto en una tela blanca.
– Es un abrigo de piel. Mary Jo lo encargó en Nueva York. También llegó esto para ti.
Se llevó la mano al bolsillo del chaleco y me entregó un sobre que contenía a su vez tres cartas de Efraín, Mary Jo y Elijah. La de Mary Jo era un cálido texto, vagamente poético, en el que reiteraba su cariño por mí y me aseguraba que, «a pesar de las dificultades y de los obstáculos que pueda haber» seguiría ocupando un lugar esencial en su vida. Aquellas líneas me hicieron suponer que Elijah se lo había contado todo. El billete de Efraín estaba redactado de cualquier manera y resultaba alegre y afectuoso. Hannah había añadido unas letras al final, con su elegante caligrafía de niña bien educada: «Silvio, te deseo toda la felicidad del mundo. Tu cuñada, Hannah». En cuanto a la carta de Elijah, eran tres folios escritos con su particular estilo epistolar, llenos de intensidad, claramente emotivos:
«Mi querido Silvio, nadie, o casi nadie, sabe de verdad quién eres. Yo sí, y por eso estoy orgulloso de ser tu amigo. Sé que piensas que mi padre y yo te cambiamos la vida, pero fuiste tú quien cambió la mía. Estaba condenado a la soledad más absoluta y tú viniste a rescatarme aquel día, en Ribanova, mientras celebrábamos el bautizo de Efraín. Hemos pasado muchas cosas, no todas buenas, pero han servido para enriquecernos y para hacer nuestra amistad indestructible. Quiero decirte lo mucho que te respeto y te admiro. Vas a hacer algo con lo que no estoy de acuerdo, pero deseo que sepas que es porque no soy capaz de entender que alguien haya puesto un objetivo -en este caso, el de hacer justicia- por encima de cualquier otra cosa en su vida. El día de tu boda, Mary Jo y yo estaremos pensando en ti y rezando una oración, no importa en qué idioma ni a qué Dios. Alguien habrá por ahí arriba que nos escuche y que se encargue de proporcionarte toda la felicidad que te mereces, toda la felicidad que te has ganado, toda la felicidad que has procurado a otros como yo, querido Silvio, mi amigo, mi hermano.»
Se me saltaron las lágrimas. Zachary me abrazó, y en ese momento recordé la primera vez que le había visto, en Ribanova, con su traje impecable y sus maneras de aristócrata, cojeando ligeramente, sonriendo a todos aquellos que ni siquiera soñábamos con pasar a formar parte de su privilegiado mundo particular. Ahora, aquel hombre me abrazaba como un padre en la víspera de mi boda.
– Silvio… escucha bien lo que voy a decirte. Esto no es lo que hubiera elegido para ti. Te vas a casar con una mujer sabiendo que quieres a otra… y me siento responsable. Pero… pero sé que, a pesar de todo, puedes llegar a ser feliz. Porque eso es algo que también depende de uno mismo. La felicidad tiene mucho de acto voluntario. Te voy a contar algo que ni siquiera sabe Elijah. Todos pensáis que soy un solterón. Un solitario, a lo mejor incluso un misógino. No es verdad. Estuve casado durante un tiempo. Incluso tuve un hijo, una niña. Se llamaba Rebeca. Ella y mi mujer murieron en un accidente de tren. Ocurrió un año después de que empezara la guerra. Creí que iba a volverme loco, y por eso me gané tantas condecoraciones: olvidé toda prudencia y supongo que hasta busqué la muerte. Un día, al volver de una incursión nocturna en la que me había jugado la vida, mi asistente me preguntó por qué me arriesgaba tanto. Le contesté que no tenía a nadie, y que por lo tanto me daba igual morir o no. Y aquel chico me dijo algo muy raro: cuídese, mayor West, porque vendrá alguien que le necesite vivo. Recordé esa frase el día que encontré a Elijah y decidí adoptarlo. Me propuse ser feliz para él, de la misma forma que, tras perder a mi mujer y a mi niña, había decidido convertirme en el ser más desgraciado de la tierra. Uno tiene que estar siempre predispuesto a la felicidad. Porque un día viene alguien y lo cambia todo. Como yo cambié tu vida, y tú cambiaste la vida de Elijah, y los Sezsmann cambiaron las vidas de todos nosotros. Sé que las cosas no son perfectas, pero éste es el material que tenemos para construir el futuro. Y tienes que arreglarte con eso, Silvio.
Recuerdo aquel instante, en el despacho de Zachary West. El jardín que se veía desde la ventana empezaba a teñirse con los colores magníficos del otoño, y la casa entera estaba en silencio. Había muchos objetos a nuestro alrededor: el abrigo de Carmen, embutido en su bolsa de loneta; los regalos para los italianos; todos los cachivaches de escritorio que se acumulaban sobre la mesa; los libros, los muebles, los recuerdos materiales de la vida de Zachary. Y allí estaba yo, en la víspera de mi boda, escuchando los consejos de un hombre que me quería como a un hijo y al que yo, aun sabiéndome un traidor a mi sangre, quería más que a mi propio padre.
– Gracias por todo, Silvio. Y que tengas mucha suerte.
– Ya la tengo. Carmen es una persona estupenda.
Zachary me dio un tímido golpe en el hombro.
– Me refiero a tu misión en Italia…
Mira, aquí tienes el retrato de mi boda. Carmen estaba muy guapa. Esta es mi suegra. Mi padre está muy serio, ¿verdad? Bueno, todos lo estamos. Antes la gente se ponía así para las fotos. En cuanto a mí, creo que tengo un aire algo ausente. Pasé así toda la ceremonia. Pensaba en Hannah, en Elijah y en Mary Jo, y con especial intensidad en Ithzak Sezsmann. De vez en cuando, Carmen buscaba mis ojos con aquella mirada suya, tan limpia, y yo correspondía con una sonrisa. Creo que nunca dudó de que yo era tan feliz como ella.
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