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Marta Rivera de laCruz: En tiempo de prodigios

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Marta Rivera de laCruz En tiempo de prodigios

En tiempo de prodigios: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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– Puede usted volver cuando quiera -me dijo al fin-. Lo que no quiero es que lo tome como una obligación. ¿De acuerdo? Casi siempre estoy en casa. Sólo salgo por las mañanas a dar un paseíto por el barrio…

– Sin saltarse los semáforos…

– Eso. Los lunes y los jueves no paseo, porque viene el fisioterapeuta y ya se ocupa él de dejarme molido. No sabe lo bruto que es. Carmina dice que los ejercicios me vienen bien para la artritis, pero yo no lo acabo de ver. Por las tardes, leo o hago crucigramas. Comprenderá que me parece estupendo que alguien me dé conversación. Lucinda no tiene mucha labia, que digamos, y el fisio sólo me habla para pedir que no me queje cuando me hace daño.

– Así que tengo poca competencia…

– Con esos dos, ninguna.

– Muy bien. Vendré una o dos tardes a la semana, si le parece. De todos modos, me gustaría dejarle mi teléfono por si le hace falta algo…

Silvio me detuvo con su mano cuando iba a buscar en el bolso un boli y un papel.

– De verdad, señorita, no necesito nada. Lucinda no dice dos palabras seguidas, pero la casa la lleva muy bien. A mí me basta con poder charlar con alguien. Es que cuando uno se hace viejo, todo el mundo deja de contarle cosas. No sé si es que la gente cree que no nos enteramos. Como mi hija. En vez de explicar que una amiga de Elena iba a hacerme algunas visitas, ¿qué cree que fue lo que me dijo?: «Papá, cuando estemos fuera va a venir a vigilarte una señorita muy simpática.» ¿Le extraña que me enfade? Pensaba que me habían puesto una niñera. A mí, que estuve en la guerra…

La verdad es que Silvio tenía derecho a disgustarse. Carmina no se había molestado lo más mínimo en darle detalles de la situación. Quizá sea ése uno de los principales problemas a la hora de vivir con ancianos: la cochina manía de tratarles como a niños pequeños. Pasa lo mismo con los enfermos en los hospitales. Se me ponen los pelos de punta cuando escucho a una enfermera hablando a un recién operado como si estuviera dirigiéndose a un oligofrénico.

– Mi hija piensa que estoy senil. -Silvio parecía haberme leído el pensamiento-. En fin, qué le vamos a hacer. ¿Sabe una cosa? Me alegro de que haya venido. De verdad. Si hubiera sabido desde el principio que es usted una amiga de Elena… Por cierto, ¿tiene fotos?

¿Fotos? ¿El abuelo de Elena me estaba pidiendo una foto mía? De inmediato pensé que quizá Silvio «sí» estuviese un poco gaga, después de todo. Ochenta y ocho son muchos años para cualquier cosa, sobre todo para conservar las neuronas en su sitio.

– Pues… me hice unas de carnet hace…

Silvio se echó a reír.

– No, hija, no. Fotos de su familia, de sus amigos. Son muy buenas para recordar. Yo tengo un montón de fotos. Las miro de vez en cuando, para refrescar la memoria. Claro que a usted esas cosas no le harán falta. ¿Cuántos años tiene?

– Treinta y cinco. Dos menos que Elena.

– Elena… cuando era pequeña le encantaba estar conmigo. Ahora casi no la veo, ni a ella ni a los dos chiquillos.

No supe qué decir a eso. Supongo que es la eterna canción de la gente mayor, a la que siempre parecen pocas las visitas de las personas queridas.

– El viaje desde Nueva York es complicado con dos niños tan pequeños. -Era una disculpa bastante buena.

– Ya lo sé. Además, soy el menos indicado para hablar de esas cosas. Cuando tenía vuestra edad, pasé años sin ver a mis padres. Claro que tenía mis motivos, pero… en fin, cada cual sabe lo suyo. ¿Conoce a Eliza y a Alexander?

Silvio había pronunciado los nombres de los pequeños con la corrección de un miembro de la cámara de los lores, pero no me pareció oportuno dar muestras de sorpresa ante su dicción impecable.

– Claro. Son unos niños preciosos…

– Yo estuve con ellos el año pasado, cuando vinieron de vacaciones. Eliza se durmió en mis rodillas. Llevaba un vestido rosa y parecía una muñeca.

Pensando en sus bisnietos, Silvio había perdido definitivamente el aspecto feroz que casi me había atemorizado unos minutos antes. Ya no era un anciano encolerizado, sino un abuelito nostálgico que recordaba a una niña dormida en su regazo. Me pregunto qué sensación se debe experimentar cuando tienes en brazos a los hijos de los hijos de tus hijos. Como tantas otras cosas, eso es algo que voy a perderme. Quizá algún día le pida a Silvio que me cuente qué pensó al ver por vez primera a sus dos bisnietos, pero desde luego no en aquella visita, que de todos modos había resultado ya suficientemente rara.

– Permiso, señor…

Lucinda, que sabía caminar sin hacer ruido, se acercaba a nosotros con una bandeja donde había un servicio de té y una rebanada de bizcocho. Colocó la merienda en una mesa auxiliar. Era fácil darse cuenta de que todo obedecía a un ritual bien establecido, a la rutina que sirve de andamiaje a los días de aquellos que no tienen nada que hacer excepto dejar que pase el tiempo. Lucinda sirvió una sola taza de té, y Silvio se dio cuenta de que mi presencia obligaba a alterar las costumbres de la casa.

– ¿Y qué pasa con esta señorita, Lucinda? ¿La vamos a tener de secano?

– ¿Cómo dice? -La asistenta se puso tan colorada que me dio pena.

– Pues que habrá que traer otra taza para ella. Y más bizcocho.

– No se preocupe, Lucinda -intervine antes de que la buena mujer cayese fulminada por el sofoco-. Yo tengo que marcharme. Silvio, le veré dentro de unos días.

El abuelo de Elena se levantó para estrecharme la mano. Así, de pie, intentando mantenerse erguido, tensando adrede los músculos del cuello, parecía un viejo senador romano preparado para iniciar la defensa de alguna causa perdida.

– Hasta la próxima tarde.

Hizo una leve inclinación que se me antojó majestuosa.

– Lucinda, acompañe usted a la señorita Cecilia.

No volvió a sentarse hasta que me marché. Ya en la puerta del salón, me volví para mirarle por última vez. Desde allí, protegido por las primeras sombras de la tarde que difuminaban sus rasgos y sólo dejaban entrever su figura imponente, Silvio no parecía el abuelo de nadie, ni tampoco un hombre corriente. De pronto, la inminencia de futuras visitas a aquella casa había cobrado un cierto matiz de aventura.

Era casi de noche cuando salí a la calle. Septiembre estaba a punto de terminar, y los días que iban acortándose provocaban en mí una leve melancolía. Habían empezado a encenderse las farolas, y la calle estaba llena de gente que apuraba los últimos coletazos del verano o hacía las primeras compras de otoño en los grandes almacenes. El tráfico, como siempre, era terrible, pero para mí el ruido de los claxons, los frenazos repentinos y las sirenas de los coches de policía eran una parte más de la banda sonora de la urbe. Había llegado a disfrutar de ese caos como otras personas disfrutan de la paz del campo. Cuando vivía en Oxford, con su silencio secular que sólo rompen los timbres de las bicicletas o el tañido de las campanas de los colegios, añoraba extrañamente el jaleo de Madrid, incluidos los embotellamientos, las alarmas y los bocinazos, que tienen en mí un misterioso efecto galvanizador y me sirven para recordar a diario que he elegido libremente el vivir aquí, en esta ciudad desmadrada y endurecida, donde no existen el orden ni el concierto. Madrid, irredenta, carísima, inhumana, absurda, sucia, voraz, ajena o propia, salvaje o cívica, como aquella vez que unos trenes saltaron por los aires y en cuestión de minutos este monstruo se organizó para convertirse en un gigantesco vivero de eficacia y buenas voluntades, y los camiones de la Cruz Roja se llevaban por centenares las bolsas de sangre nueva mientras cuatro millones de personas lloraban, encorajinadas, la sangre derramada de las víctimas y el dolor de cientos de seres a los que no conocían. Aquel día maldito aprendí que esta ciudad, mi ciudad, está llena de gente dispuesta a llorar las lágrimas de otros, y encontré un nuevo motivo para amarla a mi manera. Regresé a casa en taxi. Llevo cuatro años viviendo en un segundo piso sin ascensor en una zona de Lavapiés que puede calificarse de privilegiada: mi calle es casi una isla pacífica en un barrio que en los últimos años se ha ganado un hueco en las páginas de sucesos y en la cabecera de «Sucedió en Madrid». Aquí casi nunca pasa nada verdaderamente grave. De vez en cuando hay alguna pelea más o menos violenta entre chinos y magrebíes (generalmente provocada por los segundos: los chinos prefieren matarse discretamente entre ellos) y atracos sin consecuencias, así como sustracciones limpias y tirones de bolso de los de toda la vida. Lo de los móviles arrancados de un zarpazo empieza a perder vigencia, pues ha habido tantos robos en esas condiciones que ya nadie se aventura a pasearse por el barrio con el telefonillo pegado a la oreja: si alguien recibe una llamada se mete en la tienda más cercana o en un portal abierto, o espera a llegar a casa para atenderla sin sobresaltos. El metro es territorio acotado por los grafiteros, que han demostrado tener tan malas pulgas como vocación artística propinando un par de palizas a los vigilantes de la estación. Las violaciones no son frecuentes. Los asesinatos, tampoco (al menos en esta zona concreta; un par de calles más abajo las cosas están algo más feas) y los únicos delincuentes habituales de todo el barrio son unos cuantos carteristas, varios traficantes de poca monta que entran y salen de los calabozos con enternecedora naturalidad y una familia de trileros que hace su agosto con los turistas de la Gran Vía. Luego están los del taller clandestino que hay en los bajos del todo a un euro, pero eso es harina de otro costal, igual que el sospechoso y constante cambio de camareros del restaurante chino y el trasiego del piso en el que viven media docena de chicas de cabellos rubios y gesto hastiado, que van siempre pintadas como puertas y lucen en los ojos un ademán desafiante como anticipándose a cualquier reproche. Quizá nunca llegarán a entender que en este barrio son muchos los que tienen algún motivo para sentirse despreciados o merecedores de determinada admonición. Y, en contra de lo que ellas piensan, unas cuantas putas bielorrusas no llaman la atención de nadie.

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