– ¿Qué han hecho? -preguntó el Chino.
Madre e hijo se miraron. En aquel momento Antonia recogía los libros y los cuadernos a un lado de la mesa. Traía una bandeja con la merienda, y fue colocando las tazas. Sólo se oía el ruido de las tazas y las cucharillas.
– Le han rapado el cabello -dijo -. Nada más. La han llevado a la plaza de los judíos, allí donde a veces hacen hogueras los muchachos, y las mujeres le han cortado el pelo. Así han dado ejemplo.
Las manos me temblaron sobre la mesa, y las oculté. Me sentí cobarde, miserable, con ganas de decir: "Manuel es amigo mío, él tuvo en sus manos a Gorogó, y ni siquiera preguntó para qué servía un muñeco así".
Las escaleras crujieron y Antonia se precipitó fuera de la habitación. La abuela bajaba los peldaños, pesadamente. Casi en seguida entró, seguida de Antonia, y se quedó junto a la puerta, mirándonos. Al levantarnos cayeron al suelo, por el lado del Chino, un montón de libros y un insolente lápiz amarillo que rodó hasta los pies de la abuela (pequeños, desbordando su carne de los zapatos). Rojo como una amapola, el Chino fue a recogerlo. Avanzó doblado de cintura, hincó las rodillas y murmuró entrecortadas frases. Era la primera vez que la abuela entraba en aquella habitación, la primera que interrumpía una de nuestras clases. La abuela miró fríamente a Lauro.
– Déjelo -cortó-. ¿Qué ha ocurrido con esa mujer?
Antonia, que estaba quieta y erguida a un lado, parpadeó:
– Señora, esa mujer… parece que se insolentó con los Taronjí. Demostró sentimientos… poco resignados. Es una mala mujer, señora, y le han dado un escarmiento.
– ¿Qué escarmiento?
– Le han cortado el pelo al rape. Usted recordará, tenía un hermoso cabello dorado…
– Pelirrojo -aclaró la abuela-. Sí, lo recuerdo. Pero no dorado, pelirrojo.
Echó sobre la mesa un periódico.
– Aquí se rapa la cabeza, allí se hace esto otro.
Miramos tímidamente la fotografía del periódico. Parecía que hubiera gentes colgadas de algún lado. Pero estaba tan borrosa que resultaba horriblemente cruenta, macabra. Y me vino a la memoria el muñeco de paja que esgrimían los de Guiem en las hogueras, para demostrar que nos vencían. Aquel muñeco informe, con un astroso jersey, que logró Borja recuperar a costa de un desgarrón en el brazo.
Pesada y firme, con su estúpido bastoncillo en la mano, salió la abuela. El Chino cogió apresuradamente el periódico, y lo desplegó. En gruesos titulares, se decía que en un pueblo de la Península habían arrojado el párroco a los cerdos. Imaginé por un momento al hermoso Mossén Mayol, luchando con una piara de cerdos, de los que tanto abundaban en la isla. Feroces animales, de largos colmillos. No lo podía remediar: los cerdos y sus colmillos tenían la misma sonrisa de la abuela, de Borja y acaso mía.
– Hijo, tienes que merendar -dijo Antonia.
Oíamos por segunda vez aquella palabra. "Así le llama -pensé- desde que sabe que le van a despedir."
Sentí los ojos de Borja y me volví a mirarle. En el fruncimiento de sus cejas, en el modo de morderse los labios, hasta en el rizo negro, brillante, que le caía sobre la frente, adiviné lo que me iba a decir:
– Matia, vámonos.
El Chino abrió la boca y la volvió a cerrar. Luego, se sentó con la cabeza baja y dobló el periódico.
Antonia, opaca, como sin alma, vertió el café en las tazas.
– ¿A dónde? – le pregunté, apenas salimos. Hacía frío y me crucé la chaqueta, sujetándola con las manos. Temía lo que me iba a contestar.
– A ver a Manuel.
– ¡No, Borja, no!
Intenté sujetarle por la manga, pero se desasió. Echó a correr delante de mí. Sus piernas, finas y doradas, saltaban sobre los muros del declive. Había un sol maduro, pleno, aquella tarde. Entrábamos en un tiempo dorado, de luz en sazón, con un resplandor rojo y malva, entre los árboles. Un sol cálido como un vino antiguo, que debía tomarse sorbo a sorbo para que no se subiera a la cabeza. Habíamos entrado en el mes de octubre.
Borja se detuvo en la puerta de Manuel, como yo aquella tarde, antes de que se volviera a pedirme que le esperase. Contemplé su nuca con un hoyo en el cogote, y le miré con un gran deseo de que no llamase a Manuel.
Por la puerta abierta veíamos los olivos y el pozo al que echaron un perro muerto. El cielo, me dije, era el mismo que entonces y que siempre; solamente en la tierra cambiaban las cosas. Ahora estaba bañado por la luz resplandeciente de un sol maduro, tardío. Eran, quizá, las cinco de la tarde.
Borja seguía mirando hacia los olivos, pero Manuel no estaba allí.
– ¿Dónde anda ese, a estas horas? – preguntó. Había una gran pasión en su voz, y noté la agitación que le dominaba.
– No sé.
Impaciente, levantó los hombros, y repitió:
– ¿Dónde está, Matia, dónde está? Te arrepentirás, si no me lo dices…
– Te aseguro que no lo sé…
– ¿Pero dónde os encontráis vosotros dos?
Era inútil decirle que no nos encontrábamos de una forma determinada, explicarle (y tampoco hubiera sabido) cómo íbamos el uno al otro sin saberlo ni pensarlo. Era inútil darle cualquier otro razonamiento. Me aterré recordando aquel, día en que me pareció que Manuel iba a decir: "Detente ahí, éste es mi mundo. Detente, ésta es la puerta privada de mi reino", al ver que Borja, zafio y osado ("malvado, malvado Borja") sacudió los hombros y atravesó aquella puerta por primera vez. Aquella puerta que era el gran valladar, el oculto santuario de algo que iba más allá de mi posible amor. Le seguí con el corazón angustiado, apoyándome en el tronco del primer olivo. La espesa verdura ya se había agostado. Distinguí el pozo entre los árboles, cubierto de musgo y orín, como un misterioso ojo de la tierra. La casa tenía un pequeño porche, con un arco. El farolillo aparecía roto, como por una pedrada. Había un gran silencio, en el que se perseguían dos abejas de oro. El velo rosado del sol lo bañaba todo, como un sueño. Y había un olor espeso, dulce como de azúcar de flores o de mosto. Una de las palomas de la abuela, gris oscura, picoteaba en el primer peldaño, junto a un charco.
– Manuel… -llamó Borja.
Las sombras se movían en el suelo. En grandes macetas de barro resaltaba el rojo vivo de los geranios. Todo resplandecía, como si hubiera caído una lluvia de oro, fina y centelleante. Un vidrio de la ventana derecha, espejeaba, azul y verde. Tenían el balcón abierto y se respiraba el gran silencio, como si todos estuvieran dormidos o encantados. El huerto parecía recién regado.
– ¡Manuel! -repitió Borja, con mayor decisión.
La paloma echó a volar, pasó sobre nuestras cabezas y se posó en el muro. Su sombra en el suelo, desde el olivo en que me apoyaba, tenía algo mágico. Sus alas se movían en la tierra. "Todo en el mundo es tan misterioso", pensé.
En aquel momento llegó Manuel. Estaba muy serio, sucio de barro y con los pies descalzos. Se apoyó en el muro y despaciosamente, sin mirarnos, empezó a calzarse las sandalias. Resaltaba la sombra de sus largas pestañas, obstinadamente bajas. Era mucho más alto que Borja; le hubiera aplastado.
– Manuel -dijo mi primo, con violencia-. Vengo a preguntarte una cosa: ¿con quién estás tú, con Guiem o conmigo?
Manuel le miró, y por primera vez descubrí en él un fugaz temblor de cólera. Una cólera tan profunda y dolorida como su tristeza.
– No entiendo -dijo.
Borja se acercó. Noté que estaba temblando, conteniéndose:
– Ven conmigo. ¡Vamos a Son Major!
Por primera vez en la tarde, Manuel se volvió a mí. Borja se interpuso:
– ¡Ven! Ven, si no quieres que te pase algo… Algo peor, aún, que a tu madre.
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