– Gracias.
Cuando volvió a incorporarse media hora larga después, Paulette dormía sonriendo.
Camille fue a buscarle una manta.
Luego se lió un cigarrillo.
Luego se limpió las uñas con una cerilla.
Luego fue a vigilar su «quiche» .
Luego cortó en trocitos tres cogollitos de lechuga y unas hojitas de cebolleta.
Luego lo lavó lodo.
Luego se sirvió un vasito de vino blanco.
Luego se duchó.
Luego volvió al jardín, poniéndose un jersey.
Apoyó la mano en su hombro:
– Eh… Se va usted a enfriar, Paulette…
La zarandeó suavemente:
– ¿Paulette?
Nunca le resultó tan difícil un dibujo.
No hizo más que uno.
Y tal vez, fuera el más bello…
Era más de la una cuando Franck despertó a todo el pueblo.
Camille estaba en la cocina.
– ¿Otra vez bebiendo?
Dejó su cazadora sobre una silla y cogió un vaso del armario que estaba encima de la cabeza de Camille.
– No te muevas.
Se sentó delante de ella:
– ¿Ya se ha acostado mi abuela?
– Está en el jardín…
– En el jar…
Y cuando Camille levantó la cara, Franck se puso a gemir.
– Oh no, joder… No…
– ¿Y la música? ¿Tiene usted alguna preferencia?
Franck se volvió hacia Camille.
Ésta lloraba.
– Te encargas tú de encontrar algo bonito, ¿eh?
Camille asintió.
– ¿Y la urna? ¿Está… está al corriente de las tarifas?
Camille no tuvo el valor de volver a la ciudad para buscar un disco decente. Además, no estaba segura de encontrarlo… Y no tenía valor para hacerlo.
Sacó la cinta que había en la radio del coche y se la dio al empleado del crematorio.
– ¿No hay nada que hacer?
– No.
Porque ése sí que era su preferido… Y la prueba es que había cantado una canción sólo para ella, así que…
Camille se la había grabado para darle las gracias por el jersey horroroso que le había hecho aquel invierno, y el otro día la volvieron a escuchar religiosamente a la vuelta de los jardines de Villandry.
Camille la miraba sonreír por el retrovisor…
Cuando ese joven alto cantaba, ella también volvía a tener veinte años.
Lo había visto en 1952, cuando aún había una sala de fiestas cerca de los cines.
– Ah… Era tan guapo… -suspiraba Paulette-, tan guapo…
Se le confió pues a monseñor Yves Montand la tarea de encargarse de la oración fúnebre.
Y del réquiem…
Quand on partait de bon matin, quand on partait sur les chemins
À bicy-clèèè teu,
Nous étions quelques bons copains,
Y avait Fernand, y avait Firmin, y avait Francis et Sébastien,
Y avait Pau lèèè teu…
On était tous amoureux d'elle, on se sentait pousser des ailes.
Á bicy- clèèè teu…
Y ni siquiera estaba ahí Philou…
Se había ido a los castillos de España…
Franck estaba muy tieso, con las manos detrás de la espalda.
Camille lloraba.
La, la, la… Mine de rien,
la voilà qui revient
La chanso-nnet-teu…
Elle avait disparu.
Le pavé de ma rue,
Était tout bê- teu…
Les titis, les marquis
C'est parti mon kiki…
Y sonreía… les titis, les marquis… Los don nadie, los marqueses… «Anda, pero si ésos somos nosotros…»
La, la, la, haut les cœurs
Avec moi tous en choeur…
La chanso-nne-teu…
La señora Carminot estrujaba su rosario sorbiéndose los mocos.
¿Cuántos eran en esa falsa capilla do falso mármol?
¿Unos diez, tal vez?
Exceptuando a los ingleses, no había más que viejos…
Sobre todo viejas.
Sobre todo viejas que asentían tristemente con la cabeza.
Camille se derrumbó sobre el hombro de Franck, que seguía triturándose las falanges.
Trois petites notes de musique,
Ont plié boutique,
Au creux du souvenir…
C'en est fini d'leur tapage,
Elles tournent la page,
Et vont s'endormir…
El señor del bigote le hizo una seña a Franck.
Éste asintió con la cabeza.
La puerta del horno se abrió, el ataúd rodó, la puerta se cerró y… Fffffuuuuuffff…
Paulette se consumió por última vez escuchando a su cantante preferido.
… Et s’en alla… clopin… clopant… dans le soleil… Et dans… le vent…
Y todos se dieron besos. Las viejas recordaron a Franck cuánto querían a su abuela. Y éste les sonreía, apretando con fuerza las mandíbulas para no llorar.
Los asistentes se dispersaron. El señor del bigote le hizo firmar unos papeles y otro le tendió una cajita negra.
Muy bonita. Muy elegante.
Brillaba bajo la falsa lámpara de araña de intensidad variable.
Daban ganas de potar.
Yvonne los invitó a tomar una copita.
– No, gracias.
– ¿Seguro?
– Seguro -contentó Franck, agarrándose al brazo de Camille.
Y salieron a la calle.
Solos.
Los dos.
Una señora de unos cincuenta años los abordó.
Les dijo que fueran a su casa.
La siguieron con el coche.
Habrían seguido a cualquiera.
Les preparó un té y sacó un bizcocho del horno.
Se presentó. Era la hija de Jeanne Louvel.
Franck no caía…
– Normal. Cuando me vine a vivir a casa de mi madre, hacía tiempo que usted ya se había ido…
Les dejó beber y comer tranquilamente.
Camille salió a fumar al jardín. Le temblaban las manos.
Cuando volvió con ellos, su anfitriona fue a buscar una gran caja.
– Espere, espere, que ahora se la encuentro… ¡Ah, aquí está! Mire…
Era una fotografía sepia muy pequeñita, con los bordes que hacían como piquitos, y una firma cursilona abajo a la derecha.
Dos chicas. La de la derecha se reía mirando a la cámara y la de la izquierda mantenía la vista fija en el suelo bajo el ala de un sombrero negro.
Calvas las dos.
– ¿La reconoce?
– ¿Cómo?
– Esta de aquí… Es su abuela.
– ¿Ésta?
– Sí. Y la de al lado es mi tía Lucienne… La hermana mayor de mi madre…
Franck le pasó la foto a Camille.
– Mi tía era maestra. Decían que era la chica más guapa de la región… También decían que se creía mejor que nadie, la niña… Tenía estudios y había rechazado a varios pretendientes, así que sí, se creía mejor que nadie… El 3 de junio de 1945, Rolande. F., costurera de profesión, declara… Mi madre se sabía la denuncia de memoria… «La vi divertirse, reír, bromear e incluso jugar un día con ellos (unos oficiales alemanes) a regarse en bañador en el patio del colegio.»
Silencio.
– ¿Le raparon la cabeza? -preguntó por fin Camille.
– Sí. Mi madre me contó que permaneció postrada durante días y que una mañana su buena amiga Paulette Mauguin vino a buscarla. Se había rapado la cabeza con la navaja de su padre y se reía ante su puerta. La cogió de la mano y la obligó a acompañarla a un estudio de fotografía de la ciudad. «Anda, ven -le dijo-, así tendremos un recuerdo… ¡Que vengas, te digo! No les des el gustazo… Anda… levanta la cabeza, Lulu… Vales más que todos ellos, anda…» Mi tía no se atrevió a salir sin sombrero y se negó a quitárselo en el estudio, pero su abuela… Mírela… Esa expresión traviesa… ¿Qué edad tendría entonces? ¿Veinte años?
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