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Anna Gavalda: Juntos, Nada Más

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Anna Gavalda Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto. Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia. Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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– ¿Vas a volver el sábado que viene?

– ¿Pará que?

– Pues… Para descansar…

– Ya veremos…

– Te lo pido…

– Ya veremos…

– ¿No nos damos un beso?

– No. Vendré a echarte un polvo el sábado que viene si no tengo nada mejor que hacer pero ya no te beso más.

– Bueno.

Franck fue a despedirse de su abuela y desapareció por el sendero.

Camille volvió a sus grandes botes de pintura. Ahora le había dado por la decoración de interiores…

Empezó a pensar, pero cortó en seco. Sacó sus pinceles del frasco de white-spirit y los secó largo rato. Franck tenía razón: ya veremos.

Y la tranquila vida de Camille y Paulette retomó su curso. Como en París, pero más despacio todavía. Y al solecito.

Camille conoció a una pareja inglesa que estaba reformando la casa de al lado. Intercambiaron ideas, truquillos, herramientas y gin tonics a la hora en que los vencejos revolotean, alborotados, por todo el jardín.

Fueron al museo de Bellas Artes de Tours, Paulette esperó bajo un cedro inmenso (demasiadas escaleras) mientras Camille descubría el jardín, la preciosa mujer y el nieto del pintor Édouard Debat-Ponsan. Éste no figuraba en el diccionario… Como Emmanuel Lansyer, cuyo museo en Loches habían visitado hacía unos días… A Camille le gustaban mucho esos pintores que no figuraban en el diccionario… Esos maestros menores, como se les llamaba… Los regionales de la etapa, los que no tenían más cimacio que las ciudades que los habían acogido. El primero será ya para siempre el abuelo de Olivier Debré, y el segundo, el discípulo de Corot… Bah… Sin la capa protectora del genio y la posteridad, sus cuadros se dejaban apreciar con más tranquilidad. Y con más sinceridad tal vez…

Camille le preguntaba todo el rato si necesitaba ir al baño. Era una tontería eso de la incontinencia, pero Camille se aferraba a esa idea fija para que Paulette no se desmandara… La anciana se había abandonado un par de veces, y Camille la había regañado muchísimo:

– ¡Ni hablar, Paulette! ¡Esto sí que no! ¡Todo lo que quiera salvo esto! ¡Estoy aquí sólo para usted! ¡Pídamelo! ¡No se abandone, caramba! ¿A qué viene esto de hacérselo encima de esta manera? Que yo sepa no está usted encerrada en una jaula, ¿no?

– …

– ¡Eh, eh! ¡Paulette! Contésteme. ¿Es que además se está volviendo sorda?

– No quería molestarte…

– ¡Mentirosa! ¡La que no quería molestarse es usted!

El resto del tiempo Camille se ocupaba del jardín, hacía bricolaje, dibujaba, pensaba en Franck y leía, por fin, El cuarteto de Alejandría . A veces en voz alta… Para meterla un poco en ambiente… Y luego le tocaba a ella contarle la historia de las óperas…

– Escuche esto, es precioso… Don Rodrigo le propone a su amigo ir a morir a la guerra con él para hacerle olvidar su amor por Elisabeth…

»Espere, que subo el volumen… Escuche este dúo, Paulette… Dieu, tu semas dans nos â-â -âmes … -cantaba Camille, moviendo las muñecas, na ninana ninana…

»Es precioso, ¿verdad?

Paulette se había quedado dormida.

Frank no vino el sábado siguiente, pero recibieron la visita de los inseparables señores Marquet.

Suzy colocó su cojín de yoga entre las malas hierbas y Philibert, recostado en una tumbona, leía guías de España, adonde pensaban ir la semana siguiente en su luna de miel…

– Hospedados por Juan Carlos… Primo mío por alianza.

– Debería habérmelo imaginado… -dijo Camille con una sonrisa.

– Pero… ¿y Franck? ¿No está aquí?

– No.

– ¿Se ha ido por ahí con la moto?

– No lo sé…

– ¿Quieres decir que se ha quedado en París?

– Supongo…

– Oh, Camille… -dijo Philibert, afligido.

– ¿Como que «oh, Camille»? -se irritó ésta-. ¿Qué es eso de «Oh, Camille»? Fuiste tú mismo quien me dijo cuando me hablaste de él por primera vez que era un lío imposible… Que no había leído nada en su vida aparte de los anuncios por palabras de su macarrada de revistas de motos, que… que…

– Calla. Tranquilízate. No te estoy reprochando nada.

– No, lo que haces es peor…

– Parecíais tan felices…

– Sí. Justamente. Quedémonos en eso. No lo estropeemos…

– ¿Crees que son como las minas de tus lápices? ¿Crees que se gastan cuando se utilizan?

– ¿El qué?

– Los sentimientos.

– ¿Cuándo hiciste tu último autorretrato?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– ¿Cuándo?

– Hace tiempo…

– Justo lo que me imaginaba…

– No tiene nada que ver.

– No, claro que no…

– ¿Camille?

– Mmm…

– El día uno de octubre de 2004 a las ocho de la mañana…

– ¿Sí?

Le tendió la carta del señor Buzot, notario de París.

Camille la leyó, se la devolvió, y se tumbó en la hierba a sus pies.

– ¿Perdona, cómo has dicho?

– Que era demasiado bonito para durar…

– Lo siento mucho…

– Calla.

– Suzy está mirando anuncios en nuestro barrio… También está muy bien, ¿sabes? Es… es pintoresco, como diría mi padre…

– Calla. ¿Lo sabe Franck?

– Todavía no.

Éste anunció que vendría la semana siguiente.

– ¿Me echas demasiado de menos? -le susurró Camille al teléfono.

– Qué va. Tengo que arreglar unas cosas de la moto… ¿Te ha enseñado Philibert la carta?

– Sí.

– …

– ¿Estás pensando en Paulette?

– Sí.

– Yo también.

– Hemos jugado al yo-yo con ella… Tendríamos que haberla dejado donde estaba…

– ¿De verdad piensas eso? -preguntó Camille.

– No.

13

La semana pasó.

Camille se lavó las manos y volvió al jardín para reunirse con Paulette, que tomaba el sol, sentada en su silla.

Había preparado una quiche … Bueno, una especie de torta con trozos de tocino dentro… Bueno, algo de comer, vamos…

Una auténtica mujercita sumisa que espera a su hombre…

Ya estaba de rodillas, escarbando en la tierra, cuando su anciana amiga murmuró a su espalda:

– Lo maté.

– ¿Cómo?

Qué desgracia. Últimamente cada vez desvariaba más…

– Maurice… Mi marido… Lo maté.

Camille se enderezó sin darse la vuelta.

– Yo estaba en la cocina, buscando el monedero para ir a comprar el pan y le… le vi caer… Estaba muy mal del corazón, ¿sabes? Gruñía, suspiraba, tenía la cara… Y yo… me puse la rebeca y me fui.

»Me tomé mi tiempo… Me paré delante de cada casa… "¿Y qué tal está el niño? ¿Y usted, está mejor ya del reuma? ¿Ha visto la tormenta que se avecina?" Yo que no soy muy habladora, esa mañana estaba de lo más amable… Y lo peor de todo es que jugué incluso a la lotería… ¿Te das cuenta? Como si fuera mi día de suerte… Bueno, al final volví a casa y él ya estaba muerto.

Silencio.

– Tiré el billete porque nunca habría tenido la osadía de comprobar los números ganadores, y después llamé a los bomberos… O a una ambulancia… Ya no me acuerdo… Y era demasiado tarde. Y yo lo sabía…

Silencio.

– ¿No dices nada?

– No.

– ¿Por qué no dices nada?

– Porque pienso que había llegado su hora.

– ¿Tú crees? -suplicó Paulette.

– Estoy segura. Un ataque al corazón es un ataque al corazón. Me dijo usted un día que había tenido quince años de tregua. Pues ya está, tuvo sus quince años.

Y para demostrarle su buena fe, retomó lo que estaba haciendo antes como si no pasara nada.

– ¿Camille?

– Sí.

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