Anna Gavalda - Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto.
Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia.
Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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Camille se reía.

– Estaba orgullosa, y me convertí en vigilante de museo, ¿qué requetelista, eh? Bueno, aquí te ahorro las anécdotas sobre mis compañeros de trabajo, porque tuve oportunidad de ver con mis propios ojos lo mejorcito del funcionariado, pero… la verdad es que me traía sin cuidado… Estaba contenta. Por fin estaba en el taller del gran maestro que siempre había querido… Los lienzos ya estaban secos desde hacía tiempo, pero seguro que allí aprendí más que en todas las escuelas del mundo… Y como por aquella época no dormía mucho, podía vegetar tranquilamente… Estaba calentando motores… El problema era que no me estaba permitido dibujar… Ni siquiera en un cuadernito de nada, ni siquiera si no había ningún visitante, y Dios sabe que algunos días no había casi nadie, ni hablar de hacer cualquier otra cosa que no fuera maldecir mi estampa, dar un respingo cuando oía el chuc-chuc de las suelas de goma de algún visitante perdido, o esconder mi material deprisa y corriendo cuando lo que oía era el clin-clin de su manojo de llaves… Al final, se convirtió en el pasatiempo preferido de Séraphin Tico, Séraphin Tico, me encanta ese nombre… avanzar de puntillas para sorprenderme in fraganti . ¡Ah, cómo se alegraba, el muy idiota, cuando me obligaba a guardarme el lápiz! Lo veía alejarse, con las piernas separadas para dejar que sus cojones se dilataran de gusto… Pero cuando daba un respingo, movía la mano, y eso me ponía de los nervios. La de bocetos que eché a perder por su culpa… ¡Basta! ¡Se acabó! ¡Así no podía seguir! Así que entré en el juego… El aprendizaje de la vida empezaba a dar sus frutos: lo asalarié.

– ¿Perdona?

– Lo soborné. Le pregunté cuánto quería a cambio de dejarme trabajar… ¿Treinta francos al día? De acuerdo… ¿El precio de una hora de vegetación tranquilita? De acuerdo… Y se los di…

– Joder…

– Pues sí… El gran Séraphin Tico -añadió Camille, pensativa-, ahora que tenemos la silla de ruedas, iré a saludarlo un día de estos con Paulette…

– ¿Por qué?

– Porque me caía bien… Era un granuja honrado. No como el otro subnormal que me recibía de morros después de una jornada de trabajo, y todo porque se me había olvidado comprar cigarrillos… Y yo, como una idiota, volvía a bajar para comprarlos…

– ¿Por qué seguías con él?

– Porque le quería. Y también admiraba su trabajo… Era un hombre libre, sin complejos, seguro de sí mismo, exigente… Todo lo contrario que yo… Él hubiera preferido morir antes que aceptar el más mínimo compromiso. Yo tenía apenas veinte años, lo mantenía, y lo admiraba muchísimo.

– Estabas de la olla…

– Sí… No… Después de la adolescencia que acababa de pasar, era lo mejor que me podía ocurrir… Siempre estábamos rodeados de gente, sólo hablábamos de arte, de pintura… Éramos ridículos, si, pero también íntegros. Sobrevivíamos seis personas con dos salarios mínimos, nos pelábamos de frío, y teníamos que hacer cola en los baños públicos, pero nos parecía que vivíamos mejor que los demás… Y por muy grotesco que pueda parecer hoy en día, pienso que teníamos razón. Teníamos una pasión… eso sí que es un lujo… Estaba loca y feliz. Cuando me hartaba de vigilar una sala, me iba a otra, y cuando no se me olvidaban los cigarrillos, ¡la casa era una fiesta! También bebíamos mucho… En esa época cogí unos cuantos malos hábitos… Y entonces conocí a los Kessler, de los que te hablé el otro día…

– Seguro que ese tío tenía un buen polvo… -dijo Franck enfurruñado.

Camille puso voz de arrullo:

– Y tanto que sí… El mejor del mundo… Uf, sólo de pensarlo me dan escalofríos…

– Vale, vale, ya me he enterado.

– No -suspiró Camille-, tampoco era para tanto… Una vez pasados los primeros meses posvirginales, me… yo… en fin… que era un hombre egoísta, vaya…

– Aaaah…

– Pues sí… Tú, en ese ámbito, tampoco te quedas corto, ¿eh?

– ¡Sí, pero yo no fumo!

Se sonrieron en la oscuridad…

– Después la cosa se fue degradando… Mi novio me ponía los cuernos… Mientras yo tenía que soportar los chistes tontos de Séraphin Tico, él se pasaba por la piedra a las alumnas de primer curso, y cuando hicimos las paces, me confesó que se drogaba, nada, un poquitín nada más, de vez en cuando… Por la belleza del gesto… Y de esto no me apetece nada hablar…

– ¿Por qué?

– Porque todo se volvió demasiado triste… Es alucinante la rapidez con la que esa mierda te pone a su merced… La belleza del gesto, ¡y una mierda!, aguanté unos meses más y luego me volví a casa de mi madre. Llevaba tres años sin verme, abrió la puerta y me dijo: «Que sepas que no hay nada de comer.» Yo me eché a llorar y me tiré postrada en la cama dos meses… En esa ocasión, por una vez, se portó como es debido… Tenía lo necesario para curarme, como te podrás imaginar… Y cuando me levanté, volví a ponerme a trabajar. Por aquella época, no me alimentaba más que de papillas y potitos. ¿Qué padezco, doctor Freud? Después del cinemascope dolby estéreo, con luz, sonido y emociones de todo tipo, volví a llevar una vida minúscula y en blanco y negro. Me pasaba el tiempo viendo la tele, y sentía vértigo cada vez que me acercaba al río…

– ¿Se te pasó por la cabeza?

– Sí. Me imaginaba a mi fantasma ascendiendo al Cielo con la música de Tornami a Vagheggiar, te solo vuol amar …, y mi padre me recibía con los brazos abiertos, riendo: «¡Ah, aquí está por fin, señorita! Ya verá, esto es aún más bonito que la Riviera…»

Camille lloraba.

– No, no llores…

– Sí. Me apetece llorar.

– Bueno, pues entonces llora.

– Así me gusta, que no seas un tío complicado…

– Es verdad, tengo un montón de defectos, pero no soy un tío complicado… ¿Quieres que paremos?

– No.

– ¿Quieres beber algo? ¿Te preparo un vasito de leche caliente con azahar como me solía hacer a mí Paulette?

– No, gracias… ¿Por dónde iba?

– El vértigo…

– Sí, el vértigo… Sinceramente, me habría bastado un pequeño empujoncito de nada para caer, pero en lugar de eso, el azar llevaba guantes negros de piel de cabrito muy suave, y una mañana me dio un golpecito en el hombro… Ese día me divertía con los personajes de Watteau, encorvada sobre mi silla, cuando por detrás de mí pasó un hombre… Lo veía a menudo… Siempre estaba rondando a los estudiantes, mirando sus dibujos disimuladamente… Yo pensaba que era un ligón. Tenía ciertas dudas sobre su sexualidad, lo miraba charlar con la juventud halagada por sus cumplidos, y admiraba su estilo… Siempre vestía unos abrigos maravillosos, muy largos, trajes muy elegantes, pañuelos y bufandas de seda… Para mí ese momento era como mi recreo… Ese día yo estaba pues inclinada sobre mi cuaderno y sólo veía sus magníficos zapatos, muy finos e impecablemente lustrados. «¿Podría hacerle una pregunta indiscreta, signorina ? ¿Tiene usted una moralità inquebrantable?» Yo me preguntaba adónde querría llegar con una pregunta así. ¿Al huerto? Pero bueno… ¿Que si tenía una moralidad inquebrantable? ¿Yo que corrompía a Séraphin Tico y soñaba con contrariar la voluntad de Dios? «No», le contesté, y por culpa de esa respuesta arrogante, me volví a meter en otro berenjenal… esta vez, inconmensurable…

– ¿Un berenjenal cómo?

– Un berenjenal tremendo.

– ¿Qué hiciste?

– Lo mismo que antes… pero en vez de vivir en una casa okupada y ser la chacha de un loco, viví en los mejores hoteles de Europa y me convertí en la chacha de un estafador…

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