Anna Gavalda - Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto.
Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia.
Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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20

Al levantarse para ir a atender a Paulette, Camille pisó el despertador de Franck y lo desenchufó. Nadie se atrevió a despertarlo. Ni sus compañeros de piso, cada uno a lo suyo, ni su jefe, que ocupó su puesto sin rechistar.

Qué mal lo tenía que estar pasando, el pobre…

Salió de su habitación hacia las dos de la mañana y llamó a la puerta del fondo.

Se arrodilló a los pies de su colchón.

Camille estaba leyendo.

– Ejem… ejem…

Camille bajó el periódico, levantó la cabeza, y fingió asombro:

– ¿Algún problema?

– Esto… señor agente… vengo a poner una denuncia…

– ¿Le han robado algo?

¡A ver, a ver, un poco de calma! No iba a contestar «el corazón», o alguna parida por el estilo…

– Pues es que… esto… ayer alguien se introdujo en mi casa…

– ¿Ah, sí?

– Sí.

– ¿Pero estaba usted dentro?

– Estaba durmiendo…

– ¿Vio usted algo?

– No.

– Vaya, hombre, qué mala suerte… Por lo menos tendrá usted un buen seguro, ¿no?

– No -contestó Franck, afligido.

Camille suspiró:

– Su testimonio no es muy preciso que digamos… Sé que estas cosas nunca son muy agradables, pero… mire usted, lo mejor en este caso sería proceder a una reconstrucción de los hechos…

– ¿Ah, sí?

– A ver, qué remedio…

De un salto, Franck se plantó sobre ella. Camille gritó.

– ¡Yo también tengo hambre, yo también! Llevo desde anoche sin probar bocado, y lo vas a pagar tú, Mary Poppins. Joder, anda que no hace tiempo que me suenan las tripas… No me pienso contener, mira tú por dónde…

La devoró de los pies a la cabeza.

Empezó por sus pecas, luego la mordisqueó, la besó, la mordió, la lamió, la chupó, se la zampó, se la comió, se la tragó y no dejó ni los huesos. De pasada, Camille sacó placer, y se lo devolvió con creces.

Ya no se atrevían a hablarse ni a mirarse siquiera.

Camille se llevó las manos a la cabeza.

– ¿Qué pasa? -se inquietó Franck.

– Ay, señor… Me va a decir que soy imbécil, pero me hacía falta otra copia de su denuncia para archivarla, y se me ha olvidado poner papel carbón… Habrá que volver a empezar todo desde el principio…

– ¿¿Ahora??

– No. Ahora, no. Pero tampoco convendría demorarlo demasiado… No vaya a ser que se le olvide algún detalle…

– Bueno… Y cree, cree usted… ¿cree usted que se me reembolsará?

– Me extrañaría…

– Se lo llevó todo, ¿sabe?

– ¿Todo?

– Casi todo…

– Tiene que ser difícil para usted…

Camille estaba tumbada boca abajo, con la barbilla apoyada en las manos.

– Eres guapa.

– Calla… -dijo ella, escondiendo el rostro entre los brazos.

– No, tienes razón, no eres guapa, eres… No sé cómo explicarlo… Estás viva… Todo en ti está vivo: tu pelo, tus ojos, tus orejas, tu naricita, tu boca tan grande, tus manos, tu precioso culo, tus largas piernas, tus muecas, tu voz, tu dulzura, tus silencios, tu… tu… tus…

– ¿Mi organismo?

– Sí…

– No soy guapa, pero mi organismo está vivo. Qué maravilla de declaración de amor… Nunca me habían hecho una así…

– No juegues con las palabras -se enfadó Franck-, para ti es muy fácil… Esto…

– ¿Qué?

– Tengo más hambre que antes… Ya sí que tengo que ir a comer algo…

– Bueno, pues nada, hasta luego… Que aproveche, como se dice en estos casos.

Franck se asustó:

– ¿No… no quieres que te traiga algo?

– ¿Qué me ofreces? -contestó ella, estirándose.

– Lo que tú quieras…

Tras unos segundos de reflexión, dijo:

– … Nada… Todo…

– Vale. Trato hecho.

Franck estaba apoyado en la pared, con la bandeja sobre las rodillas. Descorchó una botella y le tendió una copa. Camille dejó su cuaderno.

Brindaron.

– Por el futuro…

– No. De ninguna manera. Por el presente -le corrigió Camille.

Ay, ay, ay…

– El futuro… esto… Lo… lo…

Camille lo miró a los ojos:

– A ver, Franck, tranquilízame, no iremos a enamorarnos, ¿no?

Franck fingió atragantarse.

– Arrrhghgh, arrghhg, arrghg… ¿Estás loca, o qué te pasa? ¡Pues claro que no!

– ¡Ah, bueno! Qué susto… Con la de tonterías que hemos hecho ya los dos…

– Y que lo digas. Aunque bueno, ya, una más una menos, tampoco es que importe mucho…

– Sí. A mí, sí.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Follemos, brindemos, vayámonos de paseo, démonos la mano, cógeme por el cuello, y deja que te persiga si quieres, pero… no nos enamoremos… Por favor…

– Muy bien. Tomo nota.

– ¿Me estás dibujando?

– Sí.

– ¿Y cómo me dibujas?

– Tal como te veo…

– ¿Estoy bien?

– Me gustas.

Franck rebañó bien el plato, dejó su copa, y se resignó a zanjar unos engorros administrativos…

Esta vez se tomaron su tiempo, y cuando cada uno se volvió hacia su lado de la cama, saciado y al borde del abismo, Franck dijo, dirigiéndose al techo:

– De acuerdo, Camille, no te amaré jamás.

– Gracias, Franck. Yo tampoco.

QUINTA PARTE

1

No cambió nada, todo cambió. Franck perdió el apetito, y Camille, su tez tan pálida. La ciudad se volvió más bella, más luminosa, más alegre. La gente estaba más sonriente, y el asfalto, más elástico. Todo parecía al alcance de la mano, los contornos del mundo estaban ahora más dibujados, y el mundo, más ligero.

¿Microclima en el Campo de Marte? ¿Recalentamiento del planeta? ¿Fin provisional de la ingravidez? Ya nada tenía sentido, y nada tenía ya importancia.

Navegaban de la cama de uno al colchón del otro, se tumbaban con cuidado y se decían palabras cariñosas acariciándose la espalda. Como ninguno de los dos quería desnudarse delante del otro, eran un poco torpes, un poco tontorrones, y se sentían en la obligación de cubrir su pudor con las sábanas antes de entregarse al desenfreno.

¿Nuevo aprendizaje o primer boceto? Se mostraban atentos y se aplicaban en silencio.

Pikou dejó de llevar jersey y la señora Pereira volvió a sacar sus tiestos con flores. Para los pajaritos, aún era un poco pronto.

– Eh, eh, eh -le dijo a Camille una mañana-, tengo algo para usted…

La carta tenía matasellos de Côtes-d'Armor.

10 de septiembre de 1889 . Comillas de apertura. Lo que tenía en la garganta tiende a desaparecer, todavía como con cierta dificultad, pero por lo menos vuelvo a hacerlo . Comillas de cierre. Gracias .

En el reverso de la postal, Camille descubrió el rostro febril de Van Gogh.

Lo guardó entre las páginas de su cuaderno.

Los grandes almacenes del barrio se resintieron mucho gracias a los tres libros que les había regalado Philibert, París secreto e insólito , París: 300 fachadas para los curiosos y Guía de los salones de té de París , Camille y Paulette ya no paraban. Camille levantaba los ojos y ya no criticaba su barrio, donde el Art Nouveau se mostraba en todo su esplendor.

Ahora, iban desde las Isbas rusas del bulevar Beauséjour hasta el barrio de la Mouzaia, en el parque de Buttes-Chaumont, pasando por el hotel del Norte y el cementerio Saint-Vincent, donde un día comieron con Maurice Utrillo y Eugène Boudin sobre la tumba de Marcel Aymé.

«En cuanto a Théophile Alexandre Steinlen, maravilloso pintor de los gatos y las miserias humanas, descansa bajo un árbol, en el rincón sudoeste del cementerio.»

Camille dejo la guía sobre sus rodillas y repitió:

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