– ¿Qué?
– ¡Nada!
– No te pongas así…
– ¡No tengo más remedio! ¡Eres tan egoísta, que si no me quejo a gritos nunca harás nada para ayudarme!
Franck se marchó dando un portazo y Camille se encerró en su habitación.
Cuando salió, los encontró a los dos en el vestíbulo. Paulette estaba feliz: su nieto se estaba ocupando de ella.
– Hala, gordinflona, siéntate. Esto es como con una moto, para llegar lejos hay que ajustar bien las tuercas…
Franck estaba agachado en el suelo, revisando una a una todas las palancas:
– ¿Los pies están bien a esta altura?
– Sí.
– ¿Y los brazos?
– Un poco altos…
– Bueno, Camille, vente para acá. Ya que la que vas a empujar eres tú, vente para acá que te ajuste los agarradores…
– Perfecto. Bueno, tengo que irme… Acompañadme al curro y así la probamos…
– ¿Cabe en el ascensor?
– No. Hay que plegarla… -contestó nervioso-. Pero mejor, no está incapacitada, que yo sepa, ¿no?
– Brrrrum, brrrum… Ponte el cinturón, que tengo prisa.
Cruzaron el parque a toda velocidad. Al llegar al semáforo, Paulette tenía el pelo revuelto, y las mejillas coloradas.
– Bueno, chicas… Yo ya os dejo. Mandadme una postal cuando estéis en Katmandú…
Ya había recorrido unos cuantos metros cuando se dio la vuelta:
– ¡Eh! ¡Camille! No te olvides de lo de esta noche, ¿eh?
– ¿El qué?
– Las crêpes …
– ¡Mierda!
Camille se llevó la mano a la boca.
– Se me había olvidado… No voy a estar en casa.
Franck acusó el golpe.
– Además es importante… No lo puedo anular… Es una cosa de trabajo…
– ¿Y ella?
– Le he pedido a Philou que tome el relevo…
– Bueno… pues nada, qué se le va a hacer… Nos las comeremos sin ti…
Aguantó estoicamente la desesperación y se alejó, retorciéndose.
Le picaba la etiqueta de su calzoncillo nuevo.
Mathilde Daens-Kessler era la mujer más guapa que Camille había conocido en su vida. Era muy alta, mucho más que su marido, muy delgada, muy alegre, y muy culta. Pisaba nuestro pequeño planeta sin darle importancia, se interesaba por todo, se sorprendía por cualquier cosa, se divertía, se indignaba blandamente, a veces apoyaba su mano sobre la tuya, siempre hablaba en voz baja, dominaba cuatro o cinco lenguas, y escondía sus cartas tras una sonrisa desalentadora.
Tan guapa que a Camille jamás se le pasó por la cabeza dibujarla.
Era demasiado arriesgado. Tenía demasiada vida.
Sólo un boceto de nada, una vez. Su perfil… El final de su moño y sus pendientes… Pierre se lo robó, pero no era ella. Faltaban su voz grave, su presencia resplandeciente y los hoyuelos en sus mejillas cuando reía.
Tenía la bondad, la arrogancia y la desenvoltura de quienes han nacido entre sábanas de organza. Su padre había sido un gran coleccionista, Mathilde siempre había vivido rodeada de cosas bellas y nunca había contado nada en su vida, ni sus bienes, ni sus amigos, y menos aún sus enemigos.
Ella era rica, y Pierre, emprendedor.
Permanecía callada cuando él hablaba, y luego enmendaba las tonterías que decía su marido en cuanto éste miraba para otro lado. Pierre bajaba los humos a sus jóvenes protegidos. No se equivocaba jamás, era él quien había lanzado a Voulys y a Barcarès por ejemplo, y ella se las ingeniaba para retenerlos.
Retenía a quien quería.
Su primer encuentro, Camille se acordaba muy bien, había tenido lugar en la escuela de Bellas Artes con ocasión de una exposición de proyectos de fin de curso. Los precedía una especie de aura… El marchante terrible y la hija de Witold Daens… La gente esperaba su llegada, los temía, y estaba al acecho de su más mínima reacción. Camille se sintió miserable cuando se acercaron a saludarlos, a ella y a su pandilla de desharrapados… Bajó la cabeza al estrecharle la mano, esquivó torpemente algún que otro cumplido, y buscó con la mirada algún agujero en el que esconderse por fin.
Era en junio, de eso hacía ya casi diez años… Unas golondrinas daban un concierto en el patio de la escuela, y se estaban tomando un ponche malejo mientras escuchaban hablar a Kessler. Camille no oía nada. Miraba a Mathilde. Aquel día llevaba una túnica azul y un ancho cinturón de plata en el que se agitaban unos minúsculos cascabelitos al compás de sus movimientos.
Fue un flechazo…
Después los invitaron a un restaurante de la calle Dauphine y, al final de una cena en la que el vino había corrido generosamente, su novio la instó a que abriera su portafolio. Camille no quiso.
Unos meses más tarde, regresó a verlos. Ella sola.
Pierre y Mathilde poseían dibujos de Tiepolo, de Degas y de Kandinsky, pero no tenían hijos. Camille no se atrevió jamás a abordar ese tema, y se abandonó entre sus redes por completo. Después Camille resultó ser tan decepcionante que las mallas se dieron de sí…
– ¡Esto es absurdo! ¡Lo que haces no tiene ningún sentido! -la regañaba Pierre.
– ¿Por qué no te quieres a ti misma? ¿Por qué? -añadía Mathilde con más dulzura.
Y Camille dejó de asistir a sus inauguraciones.
En la intimidad, Pierre todavía se desesperaba:
– ¿Por qué?
– No la hemos querido lo suficiente -contestaba su mujer.
– ¿Nosotros?
– Todo el mundo…
Pierre se abandonaba sobre el hombro de Mathilde, gimiendo:
– Oh… Mathilde… Mi bellísima Mathilde… ¿Por qué a ésta la has dejado escapar?
– Volverá.
– No. Va a desperdiciar todo su talento…
– Volverá.
Y Camille volvió.
– ¿No está Pierre?
– No, está cenando con sus ingleses, no le he dicho que venías, me apetecía verte un poco…
Y al descubrir su portafolio, dijo:
– Pero… ¿has… has traído algo?
– Qué va, no es nada… Una tontería que le prometí el otro día…
– ¿Puedo verlo?
Camille no contestó.
– Bueno, pues lo esperaré…
– ¿Es tuyo?
– Psé…
– Dios mío… Cuando sepa que has traído algo, le va a dar un patatús… Voy a llamarlo…
– ¡No, no! -replicó Camille-. ¡Déjelo! Le digo que no es nada… Es algo entre él y yo. Una especie de pago de alquiler…
– Muy bien. Venga… A cenar.
En su casa todo era bonito, la vista, los objetos, las alfombras, los cuadros, la vajilla, el tostador, todo. Hasta el aseo era bonito. Sobre una reproducción de yeso se leían los versos que Mallarmé había escrito en su propio cuarto de baño:
Tú que alivias tu tripa,
Puedes en este refugio sombrío,
Cantar o fumarte una pipa,
Pero sin ponerlo todo perdido.
La primera vez que lo vio, Camille alucinó:
– ¡¿Han… han comprado un pedazo del retrete de Mallarmé?!
– No hombre, no… -dijo Pierre riéndose-, es que conozco al tipo que les hizo el vaciado… ¿Conoces su casa? ¿En Vulaines?
– No.
– Pues ya te llevaremos algún día… Es un sitio que te va a encantar… Ya verás, te va a encantar…
Y todo era agradable. Hasta su papel higiénico era más suave que en otros sitios…
Mathilde estaba feliz:
– ¡Qué guapa estás! ¡Qué buena cara tienes! ¡Qué bien te queda el pelo corto! Has engordado, ¿no? Qué alegría verte así… De verdad, qué alegría… Te he echado tanto de menos, Camille… Si supieras cuánto me hartan a veces todos esos genios… Cuanto menos talento tienen, más ruido meten… A Pierre le trae sin cuidado, está en su salsa, pero yo, Camille, yo… Cómo me aburro… Ven, siéntate a mi lado, cuéntame…
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