Anna Gavalda - Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto.
Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia.
Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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– Ah… muy bien…

– No, un desastre.

– ¿Quiénes son esta vez?

– Los Valois contra los Habsburgo… Francisco I contra Carlos V…

– ¡Ah, sí, hombre! ¡Carlos V ya sé yo quién es! ¡Es el que viene después de Maximiliano I en el imperio germánico!

– ¡Demonios! ¿Y cómo sabes tú eso?

– ¡Jajá! ¡Te he dejado de piedra, ¿eh?!

Philibert se quitó las gafas para restregarse los ojos.

– ¿Qué tal vuestra escapadita?

– De lo más pintoresca…

– ¿Me enseñas tu cuaderno?

– Sólo si te levantas… ¿Ha sobrado algo de sopa?

– Creo que sí…

– Te espero en la cocina.

– ¿Y Franck?

– Se ha dado el piro…

– ¿Tú sabías que era huérfano? Bueno… ¿que su madre lo había abandonado?

– Eso me había parecido comprender…

Camille estaba demasiado cansada para poder dormir. Arrastró su chimenea hasta el salón y se fumó sus cigarrillos con Schubert.

El viaje de invierno.

Se echó a llorar, y de pronto volvió a sentir en la garganta el odioso sabor de los pedruscos.

Papá…

Camille, para. Vete a dormir. Entre este chaparrón romántico, el frío, el cansancio, y Philibert que se pone a jugar con tus nervios… Para inmediatamente. Es absurdo.

¡Mierda!

¿Qué?

Se me ha olvidado llamar a Paulette…

¡Pues hala, llámala!

Pero es que se ha hecho un poco tarde…

¡Pues razón de más! ¡Date prisa!

– Soy yo. Camille… ¿La he despertado?

– No, no…

– Se me había olvidado llamarla…

Silencio.

– ¿Camille?

– Sí.

– Se va a cuidar, ¿verdad, bonita?

– …

– ¿Camille?

– Va… vale.

Al día siguiente se quedó en la cama hasta la hora de irse a trabajar. Cuando se levantó, vio encima de la mesa el plato que le había preparado Franck, con una notita: «Solomillo de ayer con ciruelas pasas y pasta fresca. Microondas 3 minutos.»

Y sin una falta de ortografía, hay que ver…

Comió de pie y enseguida se sintió mejor.

Se ganó la vida en silencio.

Escurrió fregonas, vació ceniceros y ató bolsas de basura.

Volvió a pie.

Daba palmas para calentarse las manos…

Levantaba la cabeza del suelo.

Pensaba.

Y cuanto más pensaba, más deprisa caminaba.

Corría, casi.

Eran las dos de la mañana cuando zarandeó a Philibert por el hombro.

– Tengo que hablar contigo.

15

– ¿Ahora?

– Sí.

– ¿Pero qué hora es?

– ¡Qué más da, tú escúchame!

– Pásame mis gafas, por favor…

– No necesitas gafas, estamos a oscuras…

– Camille… Por favor…

– Ah, gracias… Con mis anteojos, oigo mejor… ¿Y bien, soldado? ¿A qué viene esta emboscada?

Camille respiró hondo y soltó todo lo que tenía dentro. Habló durante mucho rato.

– Fin del informe, mi coronel…

Philibert se quedó mudo.

– ¿No dices nada?

– Caramba, esto sí que es una ofensiva…

– ¿No quieres?

– Espera, déjame pensarlo…

– ¿Un café?

– Buena idea. Ve a hacerte un café mientras yo me recupero del susto…

– ¿Tú no quieres?

Philibert cerró los ojos indicándole con un gesto que se largara con viento fresco.

– ¿Entonces?

– Te… te lo digo sinceramente: no creo que sea una buena idea…

– ¿No? -dijo Camille, mordiéndose el labio.

– No.

– ¿Por qué?

– Porque es demasiada responsabilidad.

– Busca otra cosa. Esa respuesta no me vale. Es una chorrada. Estamos hasta el gorro de la gente que no acepta tomar responsabilidades… Hasta el gorro, Philibert… Tú no te planteaste eso cuando viniste a buscarme a la buhardilla y yo llevaba tres días sin comer…

– Pues sí, mira por dónde sí que me lo planteé…

– ¿Y? ¿Te arrepientes?

– No. Pero no se puede comparar. Éste no es en absoluto el mismo caso…

– ¡Sí! ¡Claro que lo es!

Silencio.

– Sabes muy bien que ésta no es mi casa… Estamos viviendo como en suspenso… Mañana mismo puedo recibir una carta certificada que me obligue a abandonar esta casa en menos de una semana…

– Pfff… Ya sabes cómo son estas historias de herencias… Lo mismo todavía te tiras aquí diez años…

– Diez años o un mes… Vete tú a saber… Cuando hay mucho dinero de por medio, hasta los mejores picapleitos terminan por encontrar una forma de llegar a un acuerdo, créeme…

– Philou…

– No me mires así… Me estás pidiendo demasiado…

– No, no te pido nada. Lo único que te pido es que confíes en mí…

– Camille…

– Nunca… nunca os he hablado de ello, pero… He tenido una vida de mierda hasta que os conocí. Por supuesto, comparada con la infancia de Franck tal vez no sea gran cosa, pero con todo, yo diría que por ahí anda… Lo mío era más insidioso tal vez… Como un goteo continuo… Y yo… no sé qué hice… Seguramente lo hice todo mal, pero…

– ¿Pero…?

– … perdí por el camino a todas las personas a las que quería y…

– ¿Y?

– Cuando te dije el otro día que sólo te tenía a ti en el mundo, no era… ¡Joder, yo qué sé…! ¿Sabes?, ayer fue mi cumpleaños. Cumplí veintisiete años, y la única persona que se manifestó fue mi madre, desgraciadamente. ¿Y sabes lo que me ha regalado? Un libro para adelgazar. Qué divertido, ¿verdad? ¿Se puede tener más sentido del humor, te pregunto yo? Siento mucho venirte con todo esto, pero una vez más necesito que me ayudes, Philibert… Una vez más. Después ya nunca te pediré más nada, te lo prometo.

– ¿Ayer fue tu cumpleaños? -se lamentó él-. ¿Por qué no nos dijiste nada?

– ¡Al cuerno mi cumpleaños! Esta anécdota te la he contado para que te diera pena, pero en realidad, no tiene ninguna importancia…

– ¡Pues claro que la tiene! Me hubiera encantado hacerte un regalo…

– Pues venga: házmelo ahora.

– Si acepto, ¿me dejarás que me vuelva a dormir?

– Sí.

– Bueno, pues entonces, sí…

Por supuesto, ya no se volvió a dormir.

16

Al día siguiente, a las siete, Camille estaba ya en pie de guerra. Fue a la panadería y trajo una pistola para su suboficial preferido.

Cuando éste entró en la cocina, se la encontró agachada debajo del fregadero.

– Uf… -gimió él-, ¿ya toca hacer obras a lo grande?

– Quería llevarte el desayuno a la cama, pero no me he atrevido…

– Has hecho bien. Soy el único que sabe dosificar bien mi tazón de cacao.

– Oh, Camille… siéntate, que me mareas…

– Si me siento, te voy a anunciar otra cosa grave…

– Dios mío… Pues entonces quédate de pie…

Camille se sentó delante de él, apoyó las manos en la mesa, y lo miró directamente a los ojos…

– Voy a volverme a poner manos a la obra.

– ¿Cómo?

– Acabo de echar al correo mi carta de dimisión…

Silencio.

– ¿Philibert?

– Sí.

– Habla. Dime algo…

Philibert bajó su tazón y se lamió los bigotes de cacao:

– No. Sobre esto no puedo decir nada. En esto estás sola, querida…

– Me gustaría instalarme en la habitación del fondo…

– Pero Camille… ¡si esa habitación está hecha una leonera!

– Con miles de moscas muertas, ya lo sé. Pero también es la más luminosa, es la de la esquina, la que tiene una ventana que da al Este, y otra al Sur…

– ¿Y los trastos?

– Ya me encargo yo de eso…

Philibert suspiró:

– Las que mandan son las mujeres…

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