Franck estaba de mal humor. Su abuela ya no le dirigía la palabra desde que estaba allí ingresada, y él tenía que estrujarse la cabeza desde que salía de París para encontrar cosas que contarle. La primera vez no había pensado en nada, y se pasaron la tarde mirándose sin decir nada… Por fin se colocó delante de la ventana, y se puso a comentar en voz alta lo que ocurría en el aparcamiento: los familiares cargando y descargando viejos en los coches, las parejas discutiendo, los niños correteando entre los coches, uno que acababa de llevarse una colleja, una chica llorando, que si el Porsche Roadster, la Ducati, el serie 5 nuevecito y el continuo ir y venir de las ambulancias. Una jornada verdaderamente apasionante.
La señora Carminot se encargó del traslado y él llegó tan campante el primer lunes, sin imaginarse ni remotamente lo que lo esperaba…
Para empezar el lugar en sí… Por motivos económicos, se había tenido que contentar con una residencia pública construida deprisa y corriendo en las afueras de la ciudad, entre un restaurante de carretera y una planta de tratamiento de residuos. Una Zona de Urbanización Concertada, una Zona de Intervención Urbanística, una Zona de Urbanización Prioritaria, una mierda. Una gran mierda colocada en medio de ninguna parte. Se perdió, y se tiró dando vueltas más de una hora por todas esas naves gigantescas buscando un nombre de calle que no existía y parándose en cada rotonda para tratar de descifrar unos planos incomprensibles, y cuando por fin aparcó la moto, y se quitó el casco, por poco sale volando del viento que hacía. «¿Pero de qué va esta movida? ¿Desde cuándo se planta a los viejos en plena corriente? Y yo que siempre había oído decir que el viento les hace perder la cabeza… Joder… Por favor, no puede ser verdad… No puede estar aquí… Que me haya equivocado, por favor…»
Dentro hacía un calor infernal, y conforme se iba acercando a su habitación, Franck notaba un nudo cada vez más grande en la garganta, tan grande que necesitó varios minutos antes de poder pronunciar una sola palabra.
Todos esos viejos tan feos, tristes, deprimentes, venga a quejarse y a gemir, arrastrando las zapatillas, haciendo ruidos de succión con la boca, con las dentaduras postizas, esos viejos con esos tripones y esos brazos esqueléticos. Uno con un tubo en la nariz, otro que hablaba solo en un rincón, y una hecha un ovillo en la silla de ruedas, como si le acabara de dar un ataque de tetania… Hasta se le veían las medias y el pañal…
¡Y qué calor, hostia! ¿Por qué no abrían nunca las ventanas? ¿Para que la palmaran antes?
Cuando volvió el lunes siguiente, se dejó puesto el casco hasta la habitación 87 para no tener que volver a ver nada de aquello, pero una enfermera lo pilló por banda y le ordenó que se lo quitara inmediatamente porque estaba asustando a los ancianos.
Su abuela ya no le dirigía la palabra, pero buscaba sus ojos para quedárselo mirando, para desafiarlo y avergonzarlo: «¿Qué? ¿Estás orgulloso, hijo? Contéstame. ¿Estás orgulloso?» Eso le repetía en silencio mientras él apartaba las cortinas, buscando su moto con la mirada.
Estaba demasiado nervioso para poder dormir. Seguía acercando el sillón a su cama, buscaba las palabras adecuadas, frases, anécdotas, chorradas y luego, cansado, terminaba por encender la televisión. No le prestaba atención, miraba el reloj que había detrás en la pared y contaba las horas que le quedaban de estar allí: dentro de dos horas me largo, dentro de una hora me largo, dentro de veinte minutos…
Como cosa excepcional, aquella semana se presentó un domingo porque Potelain no lo necesitaba en el curro. Atravesó deprisa el vestíbulo, encogiéndose apenas de hombros al descubrir la nueva decoración chillona y a todos esos pobres viejos con sombreritos de fiesta.
– ¿Qué pasa, es carnaval o qué? -le preguntó a la señora de bata blanca que subió con él en el ascensor.
– Estamos ensayando una pequeña función navideña… Es usted el nieto de la señora Lestafier, ¿verdad?
– Sí.
– Su abuela no coopera demasiado…
– ¿Ah, no?
– No. No mucho que digamos… Es más terca que una mula…
– Yo creía que sólo era así conmigo. Pensaba que con ustedes sería más… mmm… más fácil…
– Oh, con nosotros es encantadora. Una joya. Amabilísima. Pero con los demás ancianos, en cambio… No quiere verlos y antes prefiere quedarse sin almorzar que bajar al comedor…
– ¿Y entonces? ¿No come?
– Bueno, al final hemos acabado cediendo… Se queda en su habitación…
Como no lo esperaba hasta el día siguiente, Paulette se sorprendió al verlo allí y no tuvo tiempo de ponerse la máscara de anciana ultrajada. Por una vez, no estaba en la cama, tiesa como un palo, sino sentada junto a la ventana, cosiendo algo.
– ¿Abuela?
Vaya, le hubiera gustado adoptar su expresión de reproche, pero no pudo reprimir una sonrisa.
– ¿Estás mirando el paisaje?
Casi le dieron ganas de decirle la verdad: «¿Me tomas el pelo? ¿Qué paisaje? No. Estoy atenta, esperando verte aparecer. Me paso los días así… Incluso cuando sé que no vas a venir, aquí estoy. Aquí estoy siempre… ¿Sabes?, ahora ya reconozco el ruido de tu motocicleta a lo lejos y espero hasta ver que te quitas el casco para meterme en la cama y presentarte mi fachada de enfado…» Pero se contuvo y se contentó con refunfuñar.
Franck se dejó caer a sus pies y apoyó la espalda contra el radiador.
– ¿Estás bien?
– Mmm.
– ¿Qué estás haciendo?
– …
– ¿Estás cabreada?
– …
Se miraron fijamente sin decir nada durante quince minutos por lo menos, y después Franck se rascó la cabeza, cerró los ojos, suspiró, se movió un poco para colocarse delante de ella, y soltó con voz monocorde:
– Escúchame, Paulette Lestafier, escúchame bien:
»Vivías sola en una casa que adorabas y que yo también adoraba. Todas las mañanas te despertabas al alba, te preparabas tu malta y te la tomabas mirando el color de las nubes para saber qué tiempo haría. Luego dabas de comer a tus animalitos, ¿no?: a tu gato, a los gatos de los vecinos, a tus petirrojos, a tus patos y a todos los gorriones de la creación. Cogías las tijeras de podar, y aseabas a tus flores antes de asearte tú. Te vestías, y esperabas la visita del cartero o del carnicero. El gordo de Michel, ese caradura que siempre te cortaba filetes de 300 gramos cuando se los habías pedido de 100, y eso que sabía muy bien que ya no tenías buena dentadura… ¡Pero tú no decías nada! Por miedo a que el martes siguiente se olvidara de tocar el claxon… El resto de la carne lo ponías en la olla para dar sabor a la sopa. Hacia las once cogías tu cesta y te acercabas al café de Grivaud para comprar el periódico y tu pan de dos libras. Hace tiempo que ya no te lo comías, pero seguías comprándolo… Por costumbre… Y para dárselo a los pájaros… A menudo te encontrabas con una amiga de toda la vida que se había leído las esquelas antes que tú, y hablabais de vuestros muertos suspirando. Después, le dabas noticias mías. Aunque no tuvieras… Para esa gente, yo ya era tan famoso como Bocuse, ¿verdad? Vivías sola desde hace casi veinte años, pero seguías poniéndote un mantel limpio, una vajilla bonita, una copa para el agua y flores en un jarrón. Si mal no recuerdo, en primavera eran anémonas, en verano, reinas margaritas, y en invierno comprabas un ramo en el mercado, repitiéndote en cada comida que era muy feo y demasiado caro… Por la tarde te echabas una siestecita en el sofá, y tu gato aceptaba subirse a tus rodillas durante unos segundos. Luego terminabas lo que habías empezado por la mañana en el jardín o en el huerto. Ay, el huerto… Ya no hacías gran cosa allí, pero con todo aún te daba de comer un poco y no te gustaba que Yvonne comprara las zanahorias en el supermercado. Para ti, era el colmo de la deshonra…
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