Anna Gavalda - Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto.
Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia.
Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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Después cogió su cuaderno, se preparó una taza de té y volvió a sentarse en el cuarto de baño. Se había prometido llevárselo consigo. Era la habitación más bonita de la casa.

Quitó todas las cosas de Franck, su desodorante X de Mennen «para nosotros los hombres», su viejo cepillo de dientes de cochino, sus maquinillas Bic, su gel para pieles sensibles -ésa sí que era buena- y su ropa que apestaba a fritanga. Lo metió todo en la bañera.

La primera vez que había entrado ahí, no había podido reprimir un «¡Oh!» de admiración, y Philibert le había contado que se trataba de un modelo de la casa Porcher que databa de 1894. Un antojo de su bisabuela, que era la parisina más coqueta de la Belle Époque . Un poco demasiado, de hecho, a juzgar por cómo arqueaba las cejas su abuelo cuando la evocaba y contaba sus calaveradas… Todo Offenbach estaba ahí…

Cuando instalaron la bañera, todos los vecinos se congregaron para poner una denuncia, pues temían que reventara el suelo, y después para admirarla y extasiarse ante ella. Era la más bonita del edificio, y tal vez incluso de toda la calle…

Estaba intacta; desportillada, pero intacta.

Camille se sentó sobre el cesto de la ropa sucia y dibujó la forma del suelo de baldosas, los frisos, los arabescos, la gran bañera de porcelana con sus cuatro patas de león con garras, los apliques cromados que habían perdido su brillo, la enorme alcachofa de ducha que no había escupido nada desde la guerra del 14, las jaboneras, con su forma de pileta de agua bendita, y los toalleros medio desempotrados de la pared. Los frascos vacíos, Shocking de Schiaparelli, Transparent de Houbigant, o Le Chic de Molyneux, las cajas de polvos de arroz La Diaphane , los iris azules que corrían por el borde del bidé y los lavabos tan trabajados, tan barrocos, tan cargados de flores y de pájaros que a Camille siempre le había dado reparo dejar su horroroso neceser sobre el borde amarillento. Parte del inodoro había desaparecido, pero el depósito de agua de la cisterna seguía en la pared y Camille terminó su inventario dibujando las golondrinas que revoloteaban allí arriba desde hacía más de un siglo.

Casi había llegado al final del cuaderno. Sólo quedaban dos o tres páginas…

No tuvo el valor de hojearlo y vio en ello una señal. Fin del cuaderno, fin de las vacaciones.

Enjuagó su taza y salió del cuarto de baño cerrando la puerta sin hacer ruido. Mientras las sábanas daban vueltas en la lavadora, fue a una tienda de sonido y le compró a Franck otra cadena de música. No quería deberle nada. No le había dado tiempo a ver la marca de la suya y se dejó guiar por el vendedor.

Eso le gustaba mucho, dejarse guiar…

Cuando volvió, el piso estaba vacío. O silencioso. Camille no buscó saber cuál de las dos cosas. Depositó la caja de cartón de Sony delante de la puerta de su vecino de pasillo, dejó las sábanas sobre su antigua cama, se despidió de la galería de antepasados, cerró las persianas y arrastró su chimenea hasta la puerta de la escalera de servicio. No encontró la llave. Bueno, dejó la caja de cartón con sus cosas encima, su hervidor, y se marchó a trabajar.

Conforme iba anocheciendo y el frío volvía a la carga con la saña de costumbre, Camille sintió que se le secaba la boca y se le endurecía el estómago: los pedruscos estaban ahí de nuevo. Hizo un gran esfuerzo para no llorar y terminó por convencerse de que era como su madre: le deprimían las fiestas.

Trabajó sola y en silencio.

Ya no tenía muchas ganas de proseguir el viaje. No lo conseguía, y no le quedaba más remedio que reconocerlo.

Volvería a subir ahí arriba, a la habitacioncita de Louise Ledu, y se quedaría allí.

Por fin.

Una breve nota sobre el escritorio del señor Excerdo la sacó de sus pensamientos negros:

¿Quién es usted? , preguntaba una letra negra y apretada.

Dejó sus productos de limpieza y sus trapos, tomó asiento en el enorme sillón de cuero, y buscó dos hojas blancas.

En la primera dibujó una especie de muñecajo, hirsuto y desdentado, apoyado en una escoba, con una sonrisa malvada. Una botella de vino peleón asomaba por el bolsillo de su bata, Todoclean, profesionales a su servicio, etc. , y afirmaba: Ésta soy yo…

En la otra hoja dibujó una pin-up de los años cincuenta. Con la mano en la cadera, una boquita de piñón, una pierna doblada y el busto comprimido en un bonito delantal de encaje. Sostenía un plumero en la mano, y replicaba: No hombre, no… soy yo…

Camille utilizó un rotulador fino para colorearle las mejillas…

Por culpa de todas esas tonterías, perdió el último metro y volvió andando. Bah, qué más daba… Otra señal más… Casi había tocado fondo, pero no del todo, ¿no?

Un pequeño esfuerzo más.

Unas horas más pasando frío y se acabó.

Cuando abrió la puerta del edificio, Camille recordó que no había devuelto sus llaves y que tenía que arrastrar sus cosas por la escalera de servicio.

¿Y escribirle una nota a su anfitrión, tal vez?

Se dirigió a la cocina y le disgustó ver que había luz. Seguramente sería el señor Marquet de la Durbellière, caballero de la triste figura, con su patata caliente en la boca y su lista de argumentos estúpidos para retenerla. Durante un instante, pensó en dar media vuelta. No tenía valor para escuchar sus tartamudeos. Pero bueno, en el caso de que no muriera esa misma noche, necesitaba su chimenea…

9

Estaba sentado en el otro extremo de la mesa, jugueteando con la anilla de su lata de cerveza.

Camille apretó el picaporte y sintió que se le clavaban las uñas en la palma de la mano.

– Te estaba esperando -le dijo él.

– ¿Ah, sí?

– Sí…

– …

– ¿No quieres sentarte?

– No.

Permanecieron así, en silencio, durante un buen rato.

– ¿No habrás visto las llaves de la escalera de servicio? -terminó por preguntar Camille.

– Las tengo en el bolsillo…

Camille suspiró:

– Dámelas.

– No.

– ¿Por qué?

– Porque no quiero que te vayas. El que se larga soy yo… Si te vas de aquí, Philibert estará cabreado conmigo hasta el día en que se muera… Hoy mismo, cuando ha visto la caja de cartón con tus cosas, me ha empezado a dar la vara, y desde entonces no ha salido de su habitación… Así que me voy a marchar. No por ti, por él. No puedo hacerle esto. Volverá a ser como era antes, y no quiero. No se merece eso. A mí me ayudó cuando estaba jodido, y no quiero hacerle daño. No quiero volver a verlo sufrir, y retorcerse nervioso cada vez que alguien le pregunta algo, eso ya no puede ser… Ya estaba mejor antes de que tú llegaras, pero desde que estás aquí, está casi normal, y sé que se medica menos, así que… No hace falta que te vayas… Yo tengo un colega que me presta su casa después de Navidad…

Silencio.

– ¿Te puedo coger una cerveza?

– Claro.

Camille se sirvió y se sentó frente a el.

– ¿Puedo encenderme un cigarro?

– Que sí, claro. Haz como si yo ya no estuviera aquí…

– No, eso no puedo. Es imposible… Cuando estás en una habitación, hay tanta electricidad en el aire, tanta agresividad que no puedo ser natural, y…

– ¿Y?

– Y me pasa lo mismo que a ti, mira tú por donde, estoy cansada. No por las mismas razones, supongo… Trabajo menos, pero es lo mismo. Es por otra cosa, pero es lo mismo. Es mi cabeza la que está cansada, ¿entiendes? Además, quiero irme. Me doy perfecta cuenta de que ya no soy capaz de vivir en compañía y yo…

– ¿Tú, que?

– No, nada. Que estoy cansada, te digo. Y tú no eres capaz de dirigirte a los demás de una manera normal. Siempre tienes que gritar, que ser agresivo… Me imagino que será por tu trabajo, que te habrá contagiado el ambiente de las cocinas… Yo que sé… Y bueno, en realidad me resbala… Pero una cosa está clara: os voy a devolver vuestra intimidad.

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