Array Array - La guerra del fin del mundo

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Desde el umbral vio, en el débil resplandor rojizo de la mariposa de aceite que alumbraba el velador, el perfil de Sebastiana. Estaba sentada al pie de la cama, en un sillón con almohadillas, y aunque nunca había sido una mujer risueña su expresión era ahora tan grave que el Barón se alarmó. Se había puesto de pie al verlo entrar. —¿Ha seguido durmiendo tranquila? —preguntó el Barón, levantando el mosquitero e inclinándose para observar. Su esposa tenía los ojos cerrados y en la media oscuridad su rostro, aunque muy pálido, parecía sereno. Las sábanas subían y bajaban suavemente, con su respiración.

—Durmiendo, sí, pero no tan tranquila —murmuró Sebastiana, acompañándolo de regreso hasta la puerta del dormitorio. Bajó más la voz y el Barón notó la inquietud empozada en los ojos negros, vivísimos, de la mucama—. Está soñando. Habla en sueños y siempre de lo mismo.

«No se atreve a decir incendio, fuego, llamas», pensó el Barón, con el pecho oprimido. ¿Se convertirían en tabú, debería ordenar que nunca más se pronunciaran en su hogar las palabras que Estela pudiera asociar con el holocausto de Calumbí? Había cogido del brazo a Sebastiana, tratando de tranquilizarla, pero no atinaba a decir nada. Sentía en sus dedos la piel lisa y tibia de la mucama.

—La señora no puede quedarse aquí —susurró ésta—. Llévela a Salvador. Tienen que verla los médicos, darle algo, sacarle esos recuerdos de la cabeza. No puede seguir con esa angustia, día y noche.

—Lo sé, Sebastiana —asintió el Barón—. Pero el viaje es tan largo, tan duro. Me parece arriesgado exponerla a otra expedición estando así. Aunque tal vez sea más peligroso tenerla sin cuidados. Ya veremos mañana. Ahora, debes ir a descansar. Tampoco tú has pegado los ojos desde hace días.

—Voy a pasar la noche aquí, con la señora —repuso Sebastiana, desafiante. El Barón, viéndola instalarse de nuevo junto a Estela, pensó que seguía siendo una mujer de formas duras y bellas, admirablemente conservadas. «Igual que Estela», se dijo. Y, en una vaharada de nostalgia, recordó que en los primeros años de matrimonio había llegado a sentir unos celos intensos, desveladores, al ver la camaradería, la intimidad infranqueable que existía entre ambas mujeres. Iba de regreso al comedor y, por una ventana, vio que la noche estaba encapotada de nubes que ocultaban las estrellas. Recordó, sonriendo, que esos celos le habían hecho pedir a Estela que despidiera a Sebastiana y que por ese motivo habían tenido la disputa más seria de toda su vida conyugal. Entró al comedor con la imagen vivida, intacta, dolorosa, de la Baronesa, las mejillas arrebatadas, defendiendo a su criada y repitiéndole que si Sebastiana partía, partiría ella también. Ese recuerdo, que había sido mucho tiempo una chispa que inflamaba su deseo, lo conmovió ahora hasta los huesos. Tenía ganas de llorar. Encontró a sus amigos enfrascados en conjeturas sobre lo que les había leído. —Un fanfarrón, un imaginativo, un pillo con fantasía, un embaucador de lujo —decía el coronel Murau—. Ni en las novelas pasa un sujeto tantas peripecias. Lo único que creo es el acuerdo con Epaminondas para llevar armas a Canudos. Un contrabandista que inventó la historia del anarquismo como excusa y justificación.

—¿Excusa y justificación? —Adalberto de Gumicio rebotó en su asiento—. Eso es un agravante, más bien.

El Barón se sentó a su lado e hizo esfuerzos por interesarse.

—Querer acabar con la propiedad, con la religión, con el matrimonio, con la moral, ¿te parecen atenuantes? —insistía Gumucio—. Eso es más grave que traficar con armas. «El matrimonio, la moral», pensó el Barón. Y se preguntó si Adalberto hubiera consentido en su hogar una complicidad tan estrecha como la de Estela y Sebastiana. El corazón volvió a oprimírsele pensando en su esposa. Decidió partir a la mañana siguiente. Se sirvió una copa de oporto y bebió un largo trago.

—Yo me inclino a creer que la historia es cierta —dijo Gumucio—. Por la naturalidad con que se refiere a esas cosas extraordinarias, las fugas, los asesinatos, los viajes piratescos, el ayuno sexual. No se da cuenta que son hechos fuera de lo común. Eso hace pensar que los vivió y que cree las barbaridades que dice contra Dios, la familia y la sociedad.

—Que las cree no cabe duda —dijo el Barón, saboreando el gusto ardiente dulzón del oporto—. Se las oí muchas veces, en Calumbí.

El viejo Murau llenó otra vez las copas. En la comida no habían bebido, pero luego del café el hacendado sacó esta garrafa de oporto que estaba ya casi vacía. ¿Embriagarse hasta perder la conciencia era el remedio que necesitaba para no pensar en la salud de Estela?

—Confunde la realidad y las ilusiones, no sabe dónde termina una y comienza la otra — dijo—. Puede ser que cuente esas cosas con sinceridad y las crea al pie de la letra. No importa. Porque él no las ve con los ojos sino con las ideas, con las creencias. ¿No recuerdan lo que dice de Canudos, de los yagunzos? Debe ser lo mismo con lo demás. Es posible que una reyerta de rufianes en Barcelona, o una redada de contrabandistas por la policía de Marsella, sean para él batallas entre oprimidos y opresores en la guerra por romper las cadenas de la humanidad.

—¿Y el sexo? —dijo José Bernardo Murau: estaba abotagado, con los ojitos chispeantes y la voz blanda—. Esos diez años de castidad ¿ustedes se los tragan? ¿Diez años de castidad para atesorar energías y descargarlas en la revolución?

Hablaba de tal modo que el Barón supuso que en cualquier momento empezaría a referir historias subidas de color.

—¿Y los sacerdotes? —preguntó—. ¿No viven castos por amor a Dios? Gall es una especie de sacerdote.

—José Bernardo juzga a los hombres por sí mismo —bromeó Gumucio, volviéndose hacia el dueño de casa—. Para ti hubiera sido imposible soportar diez años de castidad. —Imposible —lanzó una risotada el hacendado—. ¿No es estúpido renunciar a una de las pocas compensaciones que tiene la vida?

Una de las velas del candelabro comenzaba a chisporrotear, soltando un hilillo de humo y

Murau se incorporó a apagarla. Aprovechó para servir una nueva ronda de oporto que vació del todo la garrafa.

—En esos años de abstinencia acumularía tanta energía como para embarazar a una burra —dijo, con la mirada encandilada. Se rió con vulgaridad y fue con paso vacilante a sacar otra botella de oporto de un aparador. Las demás velas del candelabro estaban acabándose y el recinto se había oscurecido—. ¿Cómo es la mujer del pistero, la que lo sacó de la castidad?

—No la veo hace tiempo —dijo el Barón—. Era una chiquilla delgadita, dócil y tímida. —¿Buenas ancas? —balbuceó el coronel Murau, levantando su copa con mano temblorosa—. Es lo mejor que tienen, en estas tierras. Son bajitas, enclenques, envejecen rápido. Pero las ancas, siempre de primera. Adalberto de Gumucio se apresuró a cambiar de tema:

—Será difícil hacer las paces con los jacobinos, como quieres —comentó al Barón—. Nuestros amigos no se conformarán a trabajar con quienes nos han estado atacando desde hace tantos años.

—Claro que será difícil —repuso el Barón, agradecido a Adalberto—. Sobre todo, convencer a Epaminondas, que se cree triunfador. Pero al final todos comprenderán que no hay otro camino. Es una cuestión de supervivencia…

Lo interrumpieron unos cascos y relinchos muy próximos y, un momento después, fuertes golpes a la puerta. José Bernardo Murau frunció la cara, disgustado, «¿Qué diablos pasa?», gruñó, levantándose con trabajo. Salió del comedor arrastrando los pies. El Barón volvió a llenar las copas.

—Tú, bebiendo, eso sí que es nuevo —dijo Gumucio—. ¿Es por la quema de Calumbí? No se ha acabado el mundo. Un revés, solamente.

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