Array Array - La guerra del fin del mundo
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Las sienes palpitantes, jadeando, el periodista miope tiene la sensación de que todo se ha acercado, de que puede tocar la guerra. En los bordes de Canudos hay casas en llamas y dos hileras de soldados entran a la ciudad, entre nubéculas que deben ser disparos. Desaparecen, tragados por un laberinto de techos de tejas, de paja, de latas, de estacas, en el que a ratos surgen llamas. «Están acribillándolos a todos los que se salvaron de los cañonazos», piensa. E imagina el furor con que oficiales y soldados estarán vengando a los cadáveres colgados en la caatinga, desquitándose de esas emboscadas y pitos que los desvelaron desde Monte Santo.
—En las iglesias hay focos de tiradores —oye decir al Coronel—. Qué espera Cunha Matos para tomarlas.
Las campanas han seguido repicando y él ha estado escuchándolas, entre los cañonazos y la fusilería, como una música de fondo. Entre los vericuetos de viviendas, distingue figuras que corren, uniformes que se cruzan y descruzan. «Cunha Matos está en ese infierno», piensa. «Corriendo, tropezando, matando.» ¿También Tamarindo y Olimpio de Castro? Los busca y no encuentra al viejo Coronel, pero el Capitán se halla entre los acompañantes de Moreira César. Siente alivio, no sabe por qué.
—Que la retaguardia y la policía bahiana ataquen por el otro flanco —oye ordenar al Coronel.
El Capitán Olimpio de Castro y tres o cuatro escoltas corren, cerro arriba, y varios cornetas comienzan a tocar hasta que, a lo lejos, les responden toques parecidos. Sólo ahora se da cuenta que las órdenes se transmiten con cornetas. Le gustaría anotar eso para no olvidarlo. Pero varios oficiales exclaman algo, al unísono, y vuelve a mirar. En el descampado entre las iglesias, diez, doce, quince uniformes rojiazules corren detrás de dos oficiales —divisa sables desenvainados, trata de reconocer a esos tenientes o capitanes a los que tiene que haber visto muchas veces — con el evidente propósito de capturar el templo de altísimas torres blancas rodeadas de andamios, cuando una cerrada descarga sale de todo el recinto y derriba a la mayoría; unos pocos dan media vuelta y desaparecen en el polvo.
—Debieron protegerse con cargas de fusilería —oye decir a Moreira César, en tono helado—. Hay un reducto ahí…
De las iglesias han salido muchas siluetas que corren hacia los caídos y se afanan sobre ellos. «Los están rematando, castrando, sacándoles los ojos», piensa, y en ese instante oye murmurar al Coronel: «Locos dementes, los están desnudando». «Desnudando», repite, mentalmente. Y vuelve a ver los cuerpos colgados de los árboles del Sargento rubio y sus soldados. Está muerto de frío. El descampado queda borrado por el polvo. Los ojos del periodista se mueven en distintas direcciones, tratando de averiguar lo que ocurre allí abajo. Los soldados de los dos cuerpos que entraron a Canudos, uno a su izquierda y otro a sus pies, han desaparecido en esa telaraña crispada, en tanto que un tercer cuerpo, a su derecha, sigue penetrando en la ciudad, y puede seguir su progresión por los remolinos de polvo que lo preceden y que se propagan por esos pasajes, callejones, recovecos, meandros en los que adivina los choques, los golpes, las culatas que derriban puertas, echan abajo tablas, estacas, derrumban techos, episodios de esa guerra que al fragmentarse en mil casuchas se vuelve entrevero confuso, agresión de uno contra uno, de uno contra dos, de dos contra tres.
No ha tomado ni un trago de agua esa mañana, la noche anterior tampoco ha comido, y además del vacío en el estómago se le retuercen las tripas. El sol luce en el centro del cielo. ¿Es posible que sea mediodía, que hayan pasado tantas horas? Moreira César y sus acompañantes bajan todavía unos metros y el periodista miope, dando traspiés, va a unirse a ellos. Coge del brazo a Olimpio de Castro y le pregunta qué ocurre, cuántas horas lleva el combate.
—Ya están allá la retaguardia y la policía bahiana —dice Moreira César, los prismáticos en su cara—. Ya no podrán huir por ese lado.
El periodista miope distingue al otro extremo de las casitas semidisueltas por el polvo unas manchas azules, verdosas, doradas, que avanzan por ese sector hasta ahora incontaminado, sin humo, sin incendios, sin gente. Las operaciones han ido abarcando todo Canudos, hay casas en llamas por todas partes.
—Esto demora demasiado —dice el Coronel y el periodista miope advierte su brusca impaciencia, su indignación—. Que el escuadrón de caballería le eche una mano a Cunha Matos.
Detecta al instante —por las caras de sorpresa, de contrariedad, de los oficiales — que la orden del Coronel es inesperada, riesgosa. Nadie protesta, pero las miradas de unos y otros son más elocuentes que las palabras.
—¿Qué les pasa? —Moreira César pasea los ojos por los oficiales. Encara a Olimpio de Castro —: ¿Cuál es la objeción?
—Ninguna, Excelencia —dice el Capitán—. Sólo que…
—Siga —lo increpa Moreira César—. Es una orden.
—El escuadrón de caballería es la única reserva, Excelencia —termina el Capitán.
—¿Y para qué la necesitamos aquí? —Moreira César apunta hacia abajo—. ¿No está allá la pelea? Cuando vean a los jinetes los que aún estén vivos saldrán despavoridos y podremos rematarlos. ¡Que carguen de inmediato!
—Le ruego que me deje cargar con el escuadrón —balbucea Olimpio de Castro.
—A usted lo necesito aquí —responde el Coronel, secamente.
Oye nuevos toques de corneta y minutos después asoman, por la cumbre donde se hallan, los jinetes, en pelotones de diez y quince, con un oficial al frente, que al pasar junto a Moreira César saludan levantando el sable.
—Despejen las iglesias, empújenlos hacia el Norte —les grita éste. Está pensando que esas caras tensas, jóvenes, blancas, oscuras, negras, aindiadas, van a entrar en ese torbellino, cuando lo sacude otro ataque de estornudos, más fuerte que el anterior. Sus gafas salen disparadas y él piensa, con terror, mientras siente la asfixia, las explosiones en el pecho y en las sienes, la comezón en la nariz, que se han roto, que alguien puede pisarlas, que sus días serán niebla perpetua. Cuando el ataque cesa, cae de rodillas, palma con angustia en derredor hasta dar con ellas. Comprueba, feliz, que están intactas. Las limpia, se las calza, mira. El centenar de jinetes ha bajado el cerro. ¿Cómo han podido hacerlo tan rápido? Pero pasa algo con ellos, en el río. No acaban de cruzarlo. Las cabalgaduras entran en el agua y parecen encabritarse, rebelarse, pese a la furia con que son urgidas, azotadas, por las manos, las botas, los sables. Es como si el río las espantara. Se revuelven en media corriente y algunas botan a sus jinetes.
—Deben haber puesto trampas —dice un oficial.
—Los tirotean desde ese ángulo muerto —murmura otro.
— ¡Mi caballo! —grita Moreira César y el periodista miope le ve entregar sus prismáticos a un ordenanza. Mientras monta al animal, añade, con fastidio —: Los muchachos necesitan un estímulo. Quédese en el mando, Olimpio. Su corazón se acelera al ver que el Coronel desenvaina su sable, espolea al animal y comienza a bajar la cuesta, de prisa. Pero no ha avanzado cincuenta metros cuando lo ve encogerse en la montura, apoyarse en el pescuezo del caballo, que se detiene en seco. Ve que el Coronel lo hace girar, ¿para regresar al puesto de mando?, pero, como si recibiera órdenes contradictorias del jinete, el animal gira en redondo, dos, tres veces. Ahora entiende por qué oficiales y escoltas profieren exclamaciones, gritos, y corren pendiente abajo, con los revólveres desenfundados. Moreira César rueda al suelo y casi al mismo tiempo se lo ocultan el Capitán y los otros que lo han cargado y lo están subiendo, hacia él, apresuradamente. Hay un vocerío ensordecedor, disparos, ruidos diversos.
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