Array Array - La guerra del fin del mundo
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—No hay tiempo para esto, Rufino. Lo que pasó puedo explicártelo. Lo urgente ahora es otra cosa. Hay miles de hombres y mujeres que pueden ser sacrificados por un puñado de ambiciosos. Tu deber…
Pero se dio cuenta que hablaba en inglés. Rufino venía hacia él y Galileo comenzó a retroceder. El suelo era ya barro. Atrás, el Enano trataba de desanudar a Jurema. «No te voy a matar todavía», creyó entender, y que el rastreador iba a ponerle la mano en la cara para quitarle su honor. Tuvo ganas de reírse. La distancia entre ambos se iba acortando por segundos y pensó: «No entiende ni entenderá razones». El odio, como el deseo, anulaba la inteligencia y volvía al hombre puro instinto. ¿Iba a morir por esa estupidez, el hueco de una mujer? Seguía haciendo gestos apaciguadores y ponía una cara miedosa e implorante. A la vez, calculaba la distancia y, cuando lo tuvo próximo, súbitamente descargó contra Rufino el palo que empuñaba. El rastreador cayó al suelo. Escuchó gritar a Jurema, pero cuando ella llegó a su lado, había vuelto a golpear a Rufino un par de veces y éste, aturdido, había soltado la faca, que Gall recogió. Contuvo a Jurema, indicándole con un gesto que no iba a matarlo. Enfurecido, mostrando el puño al hombre caído, rugió:
—Ciego, egoísta, traidor a tu clase, mezquino, ¿no puedes salir de tu mundito vanidoso? El honor de los hombres no está en sus caras ni en el cono de las mujeres, insensato. Hay millares de inocentes en Canudos. Se está jugando la suerte de tus hermanos, compréndelo.
Rufino movía la cabeza, volviendo del desmayo.
—Trata tú de que entienda —gritó Gall a Jurema todavía, antes de marcharse. Ella lo miraba como si estuviera loco o no lo conociera. De nuevo tuvo una sensación de absurdo e irrealidad. ¿Por qué no había matado a Rufino? El imbécil lo perseguiría hasta el fin del mundo, era seguro. Corría, acezante, rasguñado por la caatinga, bajo trombas de agua, enlodándose, sin saber dónde iba. Conservaba el palo y la alforja, pero había perdido el sombrero y sentía las gotas rebotando en su cráneo. Un tiempo después, que podía ser unos minutos o una hora, se detuvo. Echó a andar, despacio. No había sendero alguno, ningún punto de referencia entre los matorrales y los cactos, y los pies se le hundían en el barro, frenándolo. Sentía que sudaba bajo el agua. Maldijo su suerte, en silencio. La luz se había ido apagando y le costaba creer que fuera ya el atardecer. Al fin, se dijo que estaba mirando a todos lados como si estuviera a punto de suplicar a esos árboles grises, estériles, de púas filudas en vez de hojas, que lo ayudaran. Hizo un gesto, entre compasivo y desesperado, y echó a correr de nuevo. Pero a los pocos metros dejó de hacerlo y permaneció en el sitio, crispado por la impotencia. Se le escapó un sollozo:
— ¡Rufinoooo! ¡Rufinoooo! —gritó, llevándose las manos a la boca—. ¡Ven, ven, aquí estoy, te necesito! Ayúdame, llévame a Canudos, hagamos algo útil, no seamos estúpidos. Luego podrás vengarte, matarme, abofetearme. ¡Rufinooo!
Escuchó el eco de sus gritos, entre el chasquido del agua. Estaba hecho una sopa, muerto de frío. Siguió andando, sin rumbo, moviendo la boca, golpeándose las piernas con el palo. Era el atardecer, pronto sería noche, todo esto era tal vez una simple pesadilla y el suelo cedió bajo sus pies. Antes de chocar contra el fondo, comprendió que había pisado una enramada que disimulaba un agujero. El golpe no lo hizo perder el sentido: la tierra estaba blanda por la lluvia. Se enderezó, se tocó brazos, piernas, la espalda adolorida. Buscó a tientas la faca de Rufino que se le había desprendido de la cintura y pensó que hubiera podido clavársela. Intentó escalar el hueco, pero sus pies resbalaban y volvía a caer. Se sentó en el suelo empapado, se apoyó en el muro y, con una especie de alivio, se durmió. Lo despertó un murmullo tenue, de ramas y hojas pisadas. Iba a gritar cuando sintió un soplo junto a su hombro y en la penumbra vio clavarse en la tierra un dardo de madera.
— ¡No tiren! ¡No tiren! —gritó—. Soy un amigo, un amigo.
Hubo murmullos, voces, y siguió gritando hasta que un leño prendido se hundió en el pozo y tras la llama intuyó cabezas humanas. Eran hombres armados y cubiertos de mantones de yerbas. Se extendieron varias manos y lo izaron hasta la superficie. Había exaltación, felicidad, en la cara de Galileo Gall que los yagunzos examinaban, de pies a cabeza, a la luz de sus antorchas, chisporroteantes en la humedad de la lluvia reciente. Los hombres parecían disfrazados con sus caparazones de yerbas, los pitos de madera enroscados en el cuello, las carabinas, los machetes, las ballestas, las sartas de balas, los andrajos, los escapularios y detentes con el Corazón de Jesús. Mientras ellos lo miraban, olfateaban, con expresiones que decían la sorpresa que les producía ese ser que no lograban identificar dentro de las variedades de hombres conocidos, Galileo Gall les pedía con vehemencia que lo llevaran a Canudos: podía servirlos, ayudar al Consejero, explicarles las maquinaciones de que eran víctimas por obra de los políticos y militares corrompidos de la burguesía. Accionaba, para dar énfasis y elocuencia a sus palabras y llenar los vacíos de su media lengua, mirando a unos y otros con ojos desorbitados: tenía una vieja experiencia revolucionaria, camaradas, había combatido muchas veces al lado del pueblo, quería compartir su suerte.
—Alabado sea el Buen Jesús —le pareció entender que alguien decía. ¿Se burlaban de él? Balbuceó, se le trabó la lengua, luchó contra la sensación de impotencia que lo ganaba al darse cuenta que las cosas que decía no eran exactamente las que quería decir, las que ellos hubieran podido entender. Lo desmoralizaba, sobre todo, advertir en la indecisa luz de las antorchas que los yagunzos cambiaban miradas y gestos significativos y que le sonreían piadosamente, mostrándole sus bocas donde faltaban o sobraban dientes. Sí, parecían disparates, ¡pero tenían que creerle! Estaba aquí para ayudarlos, le había costado muchísimo llegar a Canudos. Gracias a ellos había renacido un fuego que el opresor creía haber extinguido en el mundo. Calló de nuevo, desconcertado, desesperado, por la actitud benévola de los hombres con mantones de yerbas en los que sólo adivinaba curiosidad y compasión. Quedó con las manos estiradas y sintió los ojos cargados de lágrimas. ¿Qué hacía aquí? ¿Cómo había llegado a meterse en esta trampa, de la que no iba a salir, creyendo que así ponía un granito de arena en la gran empresa de desbarbariar el mundo? Alguien le aconsejaba que no tuviera miedo: eran sólo masones, protestantes, sirvientes del Anticristo, y el Consejero y el Buen Jesús valían más. El que le hablaba tenía una cara larga y unos ojos diminutos y deletreaba cada palabra: cuando hiciera falta, un rey llamado Sebastián saldría del mar y subiría a Belo Monte. No debía llorar, los inocentes habían sido tocados por el ángel y el Padre lo haría resucitar si los herejes lo mataban. Quería responderles que sí, que, por debajo del ropaje engañoso de las palabras que decían, era capaz de escuchar la contundente verdad de una lucha en marcha, entre el bien representado por los pobres y los sufridos y los expoliados y el mal que eran los ricos y sus ejércitos y que, al término de esa lucha, se abriría una era de fraternidad universal, pero no encontraba las palabras apropiadas y sentía que ahora lo palmeaban en el hombro, consolándolo, pues lo veían sollozar. Malentendía frases sueltas, el ósculo de los elegidos, alguna vez sería rico, y que debía rezar.
—Quiero ir a Canudos —pudo decir, cogiendo el brazo del que hablaba—. Llévenme con ustedes. ¿Puedo seguirlos?
—No puedes —le repuso uno, señalando hacia arriba—. Ahí están los perros. Te cortarían el pescuezo. Escóndete. Irás después, cuando estén muertos. Le hicieron gestos de paz y se desvanecieron a su alrededor, dejándolo en medio de la noche, atontado, con una frase que resonaba en sus oídos como una burla: Alabado sea el Buen Jesús. Dio unos pasos, tratando de seguirlos, pero se le interpuso un bólido que lo derribó. Comprendió que era Rufino cuando ya estaba peleando con él y, mientras golpeaba y era golpeado, pensó que esos brillos azogados detrás de los yagunzos eran los ojos del rastreador. ¿Había esperado que aquéllos partieran para atacarlo? No cambiaban insultos mientras se herían, resollando en el lodo de la caatinga. De nuevo llovía y Gall oía el trueno, el chasquido del agua y, de algún modo, esta violencia animal lo libraba de la desesperación y daba un momentáneo sentido a su vida. Mientras mordía, pateaba, rasguñaba, cabeceaba, oía los gritos de una mujer que sin duda era Jurema llamando a Rufino y, mezclado, el alarido del Enano llamando a Jurema. Pero de pronto todos los ruidos quedaron sumergidos por un estallido de cornetas, multiplicado, que provenía de la altura y por un repique de campanas que le contestaba. Fue como si esas cornetas y campanas, cuyo sentido presentía, lo ayudaran; ahora luchaba con más bríos, sin experimentar fatiga ni dolor. Caía y se levantaba, sin saber si lo que sentía chorrear sobre su piel era sudor, lluvia o sangre de heridas. Bruscamente, Rufino se le fue de entre las manos, se hundió, y escuchó el ruido de su cuerpo al chocar en el fondo del pozo. Permaneció tendido, jadeando, tentando con la mano el borde que había decidido la lucha, pensando que era la primera cosa favorable que le sucedía en varios días.
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