Array Array - La guerra del fin del mundo

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—Los asesinos no han huido, soldados. Están ahí, esperando el castigo. Ahora callo para que hablen las bayonetas y los fusiles.

Siente de nuevo el bramido del cañón, esta vez más cerca, y salta en el sitio, muy despierto. Recuerda que en los últimos días casi no ha estornudado, ni siquiera en esta humedad lluviosa, y se dice que por lo menos para eso le habrá servido la Expedición: la pesadilla de su vida, esos estornudos que enloquecían a sus compañeros de redacción y que lo tenían desvelado noches íntegras, han disminuido, tal vez desaparecido. Recuerda que comenzó a fumar opio no tanto para soñar como para dormir sin estornudos y se dice: «qué mediocridad». Se ladea y espía el cielo: es una mancha sin chispas. Está tan oscuro que no distingue las caras de los soldados tumbados junto a él, a derecha e izquierda. Pero oye su resuello, las palabras que se les escapan.

Cada cierto tiempo, unos se levantan y otros vienen a descansar mientras los primeros suben a relevarlos en la cumbre. Piensa: será terrible. Algo que nunca podrá reproducir fielmente por escrito. Piensa: están llenos de odio, intoxicados por el deseo de venganza, por hacerles pagar la fatiga, el hambre, la sed, los caballos y las reses perdidos y, sobre todo, los cadáveres destrozados, vejados, de esos compañeros a los que vieron partir apenas unas horas antes de tomar Caracatá. Piensa: era lo que necesitaban para llegar al paroxismo. Ese odio es el que los ha hecho escalar las laderas rocallosas a un ritmo frenético, apretando los dientes, y el que debe tenerlos ahora insomnes, empuñando sus armas, mirando obsesivamente desde la cumbre las sombras de abajo donde están esas presas que, si al principio odiaban por deber, ahora odian personalmente, como enemigos a los que deben cobrar una deuda de honor.

Por el ritmo loco en que el Séptimo Regimiento ha escalado las colinas, no ha podido permanecer a la cabeza, junto al Coronel, el Estado Mayor y la escolta. Se lo han impedido la falta de luz, los tropezones, los pies hinchados, el corazón que parecía salírsele, las sienes que golpeaban. ¿Qué lo ha hecho resistir, incorporarse tantas veces, seguir trepando? Piensa: el miedo a quedarme solo, la oscuridad por lo que va a pasar. En una de esas caídas ha extraviado el tablero, pero un soldado con el cráneo rapado — rapan a los infectados de piojos — se lo alcanza poco después. Ya no tiene modo de usarlo, se le ha terminado la tinta y la última pluma de ganso se quebró la víspera. Ahora que ha cesado la lluvia, percibe ruidos diversos, un rumor de piedras, y se pregunta si, en la noche, las compañías siguen desplegándose a uno y otro lado, si están arrastrando los cañones y ametralladoras a un nuevo emplazamiento o si la vanguardia se ha lanzado ya cuesta abajo, sin esperar el día.

No lo han dejado rezagado, ha llegado antes que muchos soldados. Siente una alegría infantil, la sensación de haber ganado una apuesta. Esas siluetas sin facciones ya no avanzan, están afanosamente abriendo bultos, quitándose las mochilas. Desaparecen su fatiga, su angustia. Pregunta dónde está el comando, rebota en uno y otro grupo de soldados, va y viene hasta dar con la lona sostenida en estacas, iluminada por un candil débil. Es ya noche cerrada, sigue lloviendo a cántaros, y el periodista miope recuerda la seguridad, el alivio que ha sentido al acercarse gateando a la lona y ver a Moreira César. Está recibiendo partes, dando instrucciones, reina una actividad febril en torno a la mesita sobre la que chisporrotea la llama. El periodista miope se deja caer en el suelo, a la entrada, como otras veces, pensando que su postura, presencia, allí, son las de un perro y que es a un perro sin duda a lo que más debe asociarlo el Coronel Moreira César. Ve entrar y salir a oficiales salpicados de barro, oye discutir al Coronel Tamarindo con el Mayor Cunha Matos, dar órdenes a Moreira César. El Coronel está envuelto en una capa negra y, en la luz aceitosa, parece deforme. ¿Ha tenido una nueva crisis de su misteriosa enfermedad? Porque a su lado está el Doctor Souza Ferreiro.

—Que la artillería rompa el fuego —lo oye decir—. Que los Krupp les manden nuestras tarjetas de visita, para ablandarlos hasta el momento del asalto.

Cuando los oficiales comienzan a salir de la tienda, debe hacerse a un lado a fin de que no lo pisen.

—Que oigan el Toque del Regimiento —dice el Coronel al Capitán Olimpio de Castro. Poco después el periodista miope oye el toque largo, lúgubre, funeral, que oyó al partir la Columna de Queimadas. Moreira César se ha puesto de pie y avanza, medio encogido en su capa, hasta la salida. Va dando la mano y deseando suerte a los oficiales que parten. —Vaya, llegó usted hasta Canudos —le dice al verlo—. Le confieso que me asombra. Nunca creí que sería el único de los corresponsales en acompañarnos hasta aquí. Y de inmediato, desinteresado de él, se vuelve hacia el Coronel Tamarindo. El Toque de Carga y Degüello resuena en distintos puntos del contorno, por sobre la lluvia. En un silencio, el periodista miope escucha de pronto un rebato de campanas. Recuerda lo que pensó que todos pensaban: «La respuesta de los yagunzos». «Mañana almorzaremos en Canudos», oye decir al Coronel. Se le atolondra el corazón, pues mañana ya es hoy.

Lo despierta un fuerte escozor: hileras de hormigas le recorrían ambos brazos, dejando un reguero de puntos rojos en su piel. Las aplastó a manazos mientras se sacudía la cabeza embotada. Observando el cielo gris, la luz que raleaba, Galileo Gall trató de calcular la hora. Siempre había envidiado en Rufino, en Jurema, en la Barbuda, en toda la gente de aquí, la seguridad con que, mediante un simple vistazo al sol o a las estrellas, podían saber a qué altura del día o de la noche se encontraban. ¿Cuánto había dormido? No mucho, pues Ulpino aún no volvía. Cuando vio las primeras estrellas se sobresaltó. ¿Le habría ocurrido algo? ¿Habría huido, temeroso de llevarlo hasta el mismo Canudos? Sintió frío, una sensación que le parecía no experimentar hacía siglos. Horas después, en la clara noche, tuvo la certidumbre de que Ulpino no iba a volver. Se puso de pie y, sin saber qué pretendía, echó a andar por la dirección que señalaba el madero donde decía Caracatá. El caminito se disolvía en un laberinto de espinas que lo arañaron. Regresó al claro. Alcanzó a dormir, angustiado, con pesadillas que al amanecer recordaba confusamente. Tenía tanta hambre que estuvo un buen rato, olvidado del guía, masticando yerbas, hasta calmar el vacío de su vientre. Luego, exploró los alrededores, convencido de que no tenía más remedio que orientarse solo. Después de todo, no sería difícil; bastaba encontrar al primer grupo de peregrinos y seguirlos. ¿Pero, dónde estaban? Que Ulpino lo hubiera extraviado deliberadamente, le producía tanta angustia que, apenas aparecía en su cerebro esa sospecha, la expulsaba. Para abrirse paso en el bosque llevaba una gruesa rama y, prendida al hombro, su alforja. De pronto, rompió a llover. Ebrio de excitación, lamía las gotas que caían a su cara, cuando vio unas siluetas entre los árboles. Gritó, llamándolas, y corrió hacia ellas, chapoteando, diciéndose que por fin, cuando reconoció a Jurema. Y a Rufino. Se paró en seco. A través de una cortina de agua, advirtió la tranquilidad del rastreador y que llevaba a Jurema atada del pescuezo, como a un animal. Lo vio soltar la cuerda y divisó la cara asustada del Enano. Los tres lo miraban y se sintió desconcertado, irreal. Rufino tenía una faca en la mano; sus ojos parecían carbones.

—Por ti, no hubieras venido a defender a tu mujer —entendió que le decía, con más desprecio que rabia—. No tienes honor, Gall.

Sintió que se acentuaba la sensación de irrealidad. Alzó la mano que tenía libre e hizo un gesto pacificador, amistoso:

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