Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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—Tenemos tiempo para otro más —dijo, por fin, Fonchito, levantándose—. Ahora, ustedes dos.
¿Qué les parece? Sólo puede ser, voltea la página, madrastra, ése, cabalito. Dos jovencitas yaciendo entreveradas. No te muevas, Justita. Date la vuelta, nomás. Échate a su lado, madrastra, de espaldas sobre ella. La mano así, bajo la cadera. Tú eres la del vestido amarillo, Justita. Imítala. Este brazo aquí, y, el derecho, pásaselo a mi madrastra bajo las piernas. Tú, dóblate un poquito, que tu rodilla choque con el hombro de Justita. Levanta esta mano, pónsela a mi madrastra en la pierna, abre los dedos. Así, así. ¡Perfecto!
Ellas callaban y obedecían, plegándose, desplegándose, ladeándose, alargando o encogiendo piernas, brazos, cuellos. ¿Dóciles? ¿Embrujadas? ¿Hechizadas? «Derrotadas», admitió doña Lucrecia. Su cabeza reposaba sobre los muslos de la muchacha y su diestra la asía de la cintura. De tanto en tanto, la presionaba, para sentir su humedad y la calidez que emanaba de ella; y, respondiendo a esa presión, en su muslo derecho los dedos de Justiniana se hundían también y la hacían sentir que la sentía. Estaba viva. Claro que lo estaba; ese olor intenso, denso, turbador, que aspiraba ¿de dónde iba a venir sino del cuerpo de Justiniana? ¿O, vendría de ella misma? ¿Cómo habían llegado a estos extremos? ¿Qué había pasado para que, sin darse cuenta —o, dándose— este niñito las hubiera hecho jugar a esto? Ahora, no le importó. Se sentía muy a gusto dentro del cuadro. Con ella, con su cuerpo, con Justiniana, con la circunstancia que vivía. Oyó que Fonchito se alejaba:
—Qué pena tener que irme. Con lo bonito que estaba. Pero, ustedes, sigan jugando. Gracias por el regalo, madrastra.
Lo sintió abrir la puerta, lo sintió cerrarla. Se había ido. Las había dejado solas, tendidas, entreveradas, abandonadas, perdidas en una fantasía de su pintor favorito.
LA REBELIÓN DE LOS CLÍTORIS
Entiendo, señora, que la variante feminista que usted representa ha declarado la guerra de los sexos y que la filosofía de su movimiento se sustenta en la convicción de que el clítoris es moral, física, cultural y eróticamente superior al pene, y, los ovarios, de más noble idiosincrasia que los testículos.
Le concedo que sus tesis son defendibles. No pretendo oponerles la menor objeción. Mis simpatías por el feminismo son profundas, aunque subordinadas a mi amor por la libertad individual y los derechos humanos, lo que las enmarca dentro de unos límites que debo precisar a fin de que lo que le diga después tenga sentido. Generalizando, y para empezar por lo más obvio, afirmaré que estoy por la eliminación de todo obstáculo legal a que la mujer acceda a las mismas responsabilidades del varón y en favor del combate intelectual y moral contra los prejuicios en que se apoya el recorte de los derechos de las mujeres, dentro de los cuales, me apresuro a añadir, el más importante me parece, igual que en lo concerniente a los varones, no el derecho al trabajo, a la educación, a la salud, etcétera, sino el derecho al placer, en lo que, estoy seguro, asoma nuestra primera discrepancia.
Pero la principal y, me temo, irreversible, la que abre un insalvable abismo entre usted y yo —o, para movernos en el dominio de la neutralidad científica, entre mi falo y su vagina— radica en que, desde mi punto de vista, el feminismo es una categoría conceptual colectivista, es decir, un sofisma, pues pretende encerrar dentro de un concepto genérico homogéneo a una vasta colectividad de individualidades heterogéneas, en las que diferencias y disparidades son por lo menos tan importantes (seguramente más) que el denominador común clitórico y ovárico. Quiero decir, sin la menor pirueta cínica, que estar dotado de falo o clítoris (artefactos de frontera dudosa, como le probaré a continuación) me parece menos importante para diferenciar a un ser de otro, que todo el resto de atributos (vicios, virtudes o taras) específicos a cada individuo. Olvidarlo, ha motivado que las ideologías crearan formas de opresión igualadora generalmente peores que aquellos despotismos contra los que pretendían insurgir. Me temo que el feminismo, en la variante que usted patrocina, vaya por ese camino caso de que triunfen sus tesis, lo cual, desde el punto de vista de la condición de la mujer no significaría otra cosa, en vulgar, que cambiar mocos por babas.
Estas son para mí consideraciones de principio moral y estético, que usted no tiene por qué compartir. Por fortuna, tengo también a la ciencia de mi parte. Lo comprobará si echa una ojeada, por ejemplo, a los trabajos de la profesora de Genética y Ciencia Médica de la Universidad de Brown, doctora Anne Fausto–Sterling, quien, desde hace bastantes años se desgañita demostrando, ante la muchedumbre idiotizada por las convenciones y los mitos y ciega ante la verdad, que los sexos humanos no son los dos que nos han hecho creer —femenino y masculino— sino, por lo menos, cinco, y, tal vez, más. Aunque yo objeto por razones fonéticas los nombres elegidos por la doctora Fausto–Sterling (herms, merms y erms) para las tres variedades intermedias entre lo masculino y femenino detectadas por la biología, la genética y la sexología, saludo en sus investigaciones y en las de científicos como ella a unos poderosos aliados de quienes, tal cual este cobarde escriba, creemos que la división maniquea de la humanidad entre hombres y mujeres es una ilusión colectivista, cuajada de conjuras contra la soberanía individual —y por ende contra la libertad—, y una falsedad científica entronizada por el tradicional empeño de los Estados, las religiones y los sistemas legales en mantener ese sistema dualista, en contra de una Naturaleza que lo desmiente a cada paso.
La imaginación de la libérrima mitología helénica lo sabía muy bien, cuando patentó a esa hechura combinada de Hermes y Afrodita, el Hermafrodita adolescente, que, al enamorarse de una ninfa, fundió su cuerpo con el de ella, volviéndose desde entonces hombre–mujer o mujer–hombre (cada una de estas fórmulas, la doctora Fausto–Sterling dixit, representa un matiz distinto de coalición en un solo individuo de gónadas, hormonas, composición de cromosomas y, por lo mismo, origina sexos distintos a lo que conocemos por hombre y mujer, a saber los cacofónicos y yerbosos herms, merms yferms). Lo importante es saber que esto no es mitología sino realidad restallante, pues, antes y después del Hermafrodita griego, han nacido esos seres intermedios (ni varones ni hembras en la concepción usual del término) condenados por la estupidez, la ignorancia, el fanatismo y los prejuicios, a vivir en el disfraz, o, si eran descubiertos, a ser quemados, ahorcados, exorcizados como engendros del demonio, y, en la era moderna, a ser «normalizados» desde la cuna mediante la cirugía y la manipulación genética de una ciencia al servicio de esa falaz nomenclatura que sólo acepta lo masculino y lo femenino y arroja fuera de la normalidad, a los infiernos de la anomalía, monstruosidad o extravagancia física, a esos delicados héroes intersexuales —toda mi simpatía está con ellos— dotados de testículos y ovarios, clítoris como penes o penes como clítoris, uretras y vaginas y que, a veces, disparan espermatozoides y a la vez menstrúan. Para su conocimiento, estos casos raros no son tan raros; el doctor John Money, de la Universidad de John Hopkins, estima que los intersexuales son un cuatro por ciento de los homínidos que nacen (sume y verá que, solos, poblarían un continente).
La existencia de esta populosa humanidad científicamente establecida (de la que me he enterado leyendo esos trabajos que, para mí, tienen un interés sobre todo erótico), al margen de la normalidad y por cuya liberación, reconocimiento y aceptación lucho también a mi fútil manera (quiero decir, desde mi solitaria esquina de libertario hedonista, amante del arte y los placeres del cuerpo, aherrojado tras el anodino ganapán de gerente de una compañía de seguros) fulmina a quienes, como usted, se empeñan en separar a la humanidad en compartimentos estancos en razón del sexo: falos aquí, clítoris del otro lado, vaginas a la derecha, escrotos a la izquierda. Ese esquematismo gregario no corresponde a la verdad. También en lo referente al sexo los humanos representamos un abanico de variantes, familias, excepciones, originalidades y matices. Para aprisionar la realidad última e intransferible de lo humano, en este dominio, como en todos los otros, hay que renunciar al rebaño, a la visión tumultuaria, y replegarse en lo individual.
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