Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

Здесь есть возможность читать онлайн «Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

Los cuadernos De don Rigoberto: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Los cuadernos De don Rigoberto»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Los cuadernos De don Rigoberto — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Los cuadernos De don Rigoberto», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

—¿Podría pedirte un favor grandísimo? ¿El más grande del mundo? ¿Me lo harías?

«Me va a pedir que me desnude», se le ocurrió a ella, aterrada. «Le daré una cachetada y no lo veré más.» Odió a Fonchito y se odió.

—¿Qué favor? —murmuró, tratando de que su sonrisa no fuera macabra.

—Ponte como la señora del Desnudo reclinado con medias verdes —entonó la meliflua vocecita—. ¡Sólo un ratito, madrastra!

—¿Qué dices?

—Claro que sin desvestirte —la tranquilizó el niño, moviendo ojos, manos, respingando la nariz—. En esta pose. Me muero de ganas. ¿Me harías ese gran, gran favor? No seas malita, madrastra.

—No se haga de rogar tanto, sabe de sobra que le dará gusto —dijo Justiniana, apareciendo y exhibiendo su excelente humor de cada día—. Como mañana es cumpleaños de Fonchito, que sea su regalo.

—¡Bravo, Justita! —palmoteo el niño—. Entre los dos, la convencemos. ¿Me harás ese regalo, madrastra? Eso sí, tienes que quitarte los zapatos.

—Confiesa que quieres ver los pies de la señora porque sabes que los tiene muy bonitos —lo azuzó Justiniana, más temeraria que otras tardes. Disponía en la mesita la Coca Cola y el vaso de agua mineral que le habían pedido.

—Ella tiene todo bonito —afirmó el niño, con candidez—. Anda, madrastra, no nos tengas vergüenza. Si quieres, para que no te sientas mal, Justita y yo podemos jugar después a imitar otro cuadro de Egon Schiele.

Sin saber qué replicar, qué broma hacer, cómo simular un enojo que no tenía, la señora Lucrecia se vio, de pronto, sonriendo, asintiendo, murmurando «Será tu regalo de cumpleaños, caprichosito», descalzándose, ladeándose y estirándose en el largo sillón. Trató de imitar la reproducción que Fonchito había desplegado y que le señalaba, como un director teatral instruyendo a la estrella del espectáculo. La presencia de Justiniana la hacía sentirse protegida, aunque a esta loca le había dado ahora la ventolera de ponerse de parte de Fonchito. Al mismo tiempo, que estuviera allí, de testigo, añadía cierto aderezo a la insólita situación. Intentó llevar a la chacota lo que hacía, «¿Es así la cosa? No, más arribita la espalda, el cuello como gallinita, la cabeza derechita», mientras se apoyaba en los codos, alargaba una pierna y flexionaba la otra, calcando la pose de la modelo. Los ojos de Justiniana y Fonchito iban de ella a la cartulina, de la cartulina a ella, rientes los de la muchacha y los del niño con profunda concentración. «Este es el juego más serio del mundo» , se le ocurrió a doña Lucrecia.

—Está igualita, señora.

—Todavía —le quitó la palabra Fonchito—. Tienes que subir más la rodilla, madrastra. Yo te ayudo.

Antes de que tuviera tiempo de negarle el permiso, el niño entregó el libro a Justiniana, se acercó al sofá y le puso las dos manos bajo la rodilla, donde terminaba la media verde oscura y apuntaba el muslo. Con suavidad, atento a la reproducción, le alzó la pierna y la movió. El contacto de los delgados deditos en su corva desnuda, turbó a doña Lucrecia. La mitad inferior de su cuerpo se echó a temblar. Sentía una palpitación, un vértigo, algo avasallante que la hacía sufrir y gozar. Y, en eso, descubrió la mirada de Justiniana. Las pupilas encendidas de esa carita morena eran locuaces. «Sabe cómo estoy», pensó, avergonzada. El grito del niño vino a salvarla:

—¡Ahora sí, madrastra! ¿No está exacta, Justita? Quédate así un segundito, por favor.

Desde la alfombra, sentado con las piernas cruzadas como un oriental, la miraba arrobado, la boca entreabierta, sus ojos un par de lunas llenas, en éxtasis. La señora Lucrecia dejó pasar cinco, diez, quince segundos, quietecita, contagiada de la solemnidad con que el niño tomaba el juego. Algo ocurría. ¿La suspensión del tiempo? ¿El presentimiento del absoluto? ¿El secreto de la perfección artística? Una sospecha la asaltó: «Es igualito a Rigoberto. Ha heredado su fantasía tortuosa, sus manías, su poder de seducción. Pero, por suerte, no su cara de oficinista, ni sus orejas de Dumbo, ni su nariz de zanahoria». Le costó trabajo romper el sortilegio:

—Se acabó. Les toca a ustedes.

La desilusión se apoderó del arcángel. Pero, de inmediato, reaccionó:

—Tienes razón. En eso quedamos.

—Manos a la obra —los espoleó doña Lucrecia—. ¿Qué cuadro van a representar? Yo lo escojo. Dame el libro, Justiniana.

—Ahí, sólo hay dos cuadros para Justita y para mí —la previno Fonchito—~. Madre e hijo y el Desnudo de hombre y mujer reclinados y entreverados. Los demás son hombres solos, mujeres solas o parejas de mujeres. El que tú quieras, madrastra.

—Vaya sabelotodo —exclamó Justiniana, estupefacta.

Doña Lucrecia inspeccionó las imágenes y, en efecto, las mencionadas por Alfonsito eran las únicas imitables. Descartó la última, porque ¿qué verosimilitud podía tener que un niño imberbe hiciera de ese barbado pelirrojo identificado por el autor del libro como el artista Félix Albrecht Harta, que, desde la foto del óleo, la observaba con expresión boba, indiferente al desnudo sin rostro, de medias rojas, que reptaba como sierpe amorosa bajo su pierna flexionada? En Madre y niño había al menos una desproporción de edad semejante a la de Alfonso y Justiniana.

—Qué posesita la de esa mamá y ese hijito —fingió que se alarmaba la empleada—. Supongo que no me pedirás que me quite el vestido, sinvergüenza.

—Al menos, ponte unas medias negras —le contestó el niño, sin bromear—. Yo me quitaré los zapatos y la camisa solamente.

No había maledicencia en su voz, ni sombra de trasfondo malicioso. Doña Lucrecia aguzaba el oído, escrutaba con desconfianza la carita precoz: no, ni sombra. Era un actor consumado. ¿O, un niño puro y ella una idiota, una vieja impura? Qué tenía Justiniana; en los años que llevaba con ella, no recordaba haberla visto tan disforzada.

—Qué medias negras me voy a poner, ¿acaso tengo?

—Que te las preste mi madrastra.

En vez de cortar el juego, como la razón le aconsejaba, se oyó decir: «Por supuesto». Fue a su cuarto y regresó con las medias negras de lana que se ponía las noches más frías. El niño se estaba quitando la camisa. Era delgado, armonioso, entre blanco y dorado. Vio su torso, sus esbeltos brazos, sus hombros de huese–cillos que resaltaban y doña Lucrecia recordó. ¿Había pasado todo aquello, entonces? Justiniana había dejado de reír y evitaba mirarla. Estaría en ascuas, también.

—Póntelas, Justita —la apuró el niño—. ¿Quieres que te ayude?

—No, muchas gracias.

También la muchacha había perdido la naturalidad y la confianza que rara vez la abandonaban. Se le enredaron los dedos, se puso las medias torcidas. Mientras se las alisaba y subía, se doblaba, tratando de ocultar sus piernas. Quedó cabizbaja, en la alfombra, junto al niño, moviendo las manos sin ton ni son.

—Empecemos —dijo Alfonso—. Tú boca abajo, la cabeza sobre tus brazos, cruzados como una almohada. Tengo que pegarme a tu derecha. Las rodillas en tu pierna, mi cabeza a tu costado. Sólo que, como soy más grande que el del cuadro, te llego al hombro. ¿Nos parecemos algo, madrastra?

Con el libro en la mano, ganada por un escrúpulo de perfección, doña Lucrecia se inclinó sobre ellos. La manita izquierda tenía que aparecer debajo del hombro derecho de Justiniana, la carita más aquí. «Apoya la mano izquierda sobre su espalda, Foncho, que descanse en ella. Sí, ahora se parecen bastante.»

Se sentó en el sillón y los contempló, sin verlos, embebida en sus pensamientos, asombrada de lo que pasaba. Era Rigoberto. Corregido y aumentado. Aumentado y corregido. Se sintió ida, cambiada. Ellos permanecían quietos, jugando con toda seriedad. Nadie sonreía. El ojo único que la postura dejaba a Justiniana ya no refulgía con picardía, se había empozado en él una modorra lánguida. ¿Estaría excitada, también? Sí, sí, como ella, más que ella. Sólo Fonchito —los ojos cerrados para parecerse más al niño sin rostro de Schiele— parecía jugar el juego sin trastienda ni añadidos. La atmósfera se había espesado, los ruidos del Olivar apagado, el tiempo escurrido, y la casita, San Isidro, el mundo, evaporado.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «Los cuadernos De don Rigoberto»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Los cuadernos De don Rigoberto» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «Los cuadernos De don Rigoberto»

Обсуждение, отзывы о книге «Los cuadernos De don Rigoberto» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x